La filosofía romántica del conocimiento y de la ciencia, señalaba Manuel Sacristán en un congreso de filosofía celebrado en Guanajuato (México) en 1981, se basaba en un paralogismo que dañaba irreparablemente su comprensión de la temática, confundiendo los planos de la bondad o maldad práctica con la epistemológica. Pero precisamente, proseguía el autor de Pacifismo, […]
La filosofía romántica del conocimiento y de la ciencia, señalaba Manuel Sacristán en un congreso de filosofía celebrado en Guanajuato (México) en 1981, se basaba en un paralogismo que dañaba irreparablemente su comprensión de la temática, confundiendo los planos de la bondad o maldad práctica con la epistemológica. Pero precisamente, proseguía el autor de Pacifismo, ecologismo y política alternativa , la peligrosidad -«maldad»- práctica de la ciencia contemporánea era función de su cara opuesta, su bondad epistemológica. El querer ignorar que la maldad de la bomba de neutrones se debía a la bondad de la tecnología física «y pretender que hay otro saber mejor, más profundo, del universo físico, que no tendría potencialidades malas» era querer ignorar el dato principal de la problemática en discusión. Este mal holismo romántico «mezcla de restos de un intelectualismo ético que se ignora a sí mismo y de emociones éticas y religiosas sin duda buenas en sí», era un modo de huir -sin ganancias ni restos- de la percepción del trágico dilema de la cultura científica.
Este «trágico dilema» es el vértice esencial que se quiere apuntar en esta nota. Veámoslo con más detalle.
Una nueva investigación [1] ha sugerido recientemente que los neutrinos, que parecían violar una ley básica de la física al superar c, al viajar más rápido que la velocidad de la luz, se mantienen dentro del límite establecido. La última medición del tiempo que las partículas subatómicas tardan en recorrer la distancia entre el centro de investigación CERN en Ginebra y el de Gran Sasso (Italia central), contradice -como era de esperar- una primera lectura realizada en septiembre de 2011, un resultado que causó desconcierto científico. No era para menos: parecía poner en cuestión una teoría tan asentada (y admirada) como la teoría de la relatividad especial.
Pero fueron surgiendo dudas respecto a este primer resultado, sobre todo después de conocerse hace pocas semanas que la medición del denominado experimento OPERA pudo haber sido distorsionada por… un cableado defectuoso. Tal real como la vida, la materia, el trabajo humano y la técnica misma. «La evidencia está comenzando a apuntar hacia que el resultado del experimento OPERA tuvo un error de medición», ha declarado el director de investigación del CERN, Sergio Bertolucci, en un comunicado el pasado viernes 16 de marzo. Error en la praxis tecnológica, pues, no refutación de la teoría.
El nuevo análisis fue realizado por investigadores que trabajan en un experimento separado («Ícaro» es su nombre). «Se utilizaron datos independientes de tiempo y se midieron siete neutrinos en el haz enviado desde el CERN». En todos los casos se calculó un tiempo consistente con la establecida velocidad de la luz.
De hecho, numerosos científicos se habían mostrado muy escépticos acerca de los primeros resultados, los que ponían en cuestión la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein. Que nada en el universo puede viajar más rápido que la luz es una afirmación, central en la teoría, en la que se basa gran parte de la física moderna y la cosmología. El equipo de ÍCARO comprobó también que los neutrinos no parecen perder energía en su vuelo como hubiera sucedido si hubieran roto la barrera de la luz.
Teoría firmemente consolidada, refutación aparente, nuevos experimentos, errores técnicos, discusiones abiertas y no dogmáticas, nueva confianza en la teoría (en este caso, nada menos, en la teoría especial de la relatividad de 1905). Teoría de la ciencia desarrollándose en cielos epistemológicos puros, apenas contaminados. Sin presiones de corporaciones ni sesgadas intervenciones de ideologías de uno u otro signo. Alarmas científicas, poca cosa más, y algún comentario ignorante sobre el escaso interés (público) de todo ello. ¡Y qué más da, exclamaría alguien no muy puesto en el caso!
¿Siempre es así en territorios científicos? No lo es, en absoluto.
El País, de 15 de febrero de 2003 -entonces según creo aún no diario monárquico-global- publicaba una información que tomaba pie en una nota de la agencia EFE en Berlín. El cerebro de Ulrike Meinhof, la fundadora de la Fracción del Ejército Rojo (RAF), muerta (asesinada más bien) en 1976, reposaba ya «en la tumba de la terrorista», señalaba el matutino «liberal», tras haber sido usado para experimentos científicos sin conocimiento de su familia. Veintiséis años después de ser hallada muerta en su celda de la prisión de alta seguridad de Stammheim, proseguía la información, «Meinhof fue enterrada de nuevo en Berlín, en presencia de sus hijas gemelas y unas pocas personas más». La urna con las cenizas de su cerebro había sido enterrada en su tumba un mes después de que la fiscalía alemana interviniese en favor de la reclamación de las hijas.
Con ello se cerraba un truculento capítulo abierto en noviembre de 2002, «cuando el diario regional Volkszeitung, de Magdeburgo, difundió que el cerebro de la que fue la terrorista más buscada de Alemania no yacía en su tumba, sino que había servido a la ciencia sin consentimiento familiar». El órgano le había sido extraído, por orden de la fiscalía, en la autopsia realizada poco después de su muerte, por un neurólogo que lo conservó en formol durante unos 20 años.
En 1997, el neurólogo en cuestión legó el cerebro a un colega suyo de la Universidad de Magdeburgo, Bemhard Bogerts, quien «lo examinó con intención de publicar sus resultados en el marco de un estudio comparado entre asesinos en serie para buscar una explicación científica a ciertos comportamientos violentos». En el caso de Meinhof, Bogerts «halló lesiones atribuibles a la operación a que se sometió en 1962 por un tumor en la zona del cerebro que regula las emociones». El estudio concluía que la fundadora de la Fracción del Ejército Rojo, «la terrorista» según EFE y el propio neurólogo, contrariamente al dictamen de la justicia, no era dueña de sus actos.
Lo sucedido con el cerebro de Ulrike Meinhof, este proceso acumulativo de infamias, abyecciones, barbaridades, disparates y actos de inhumanidad, ¿echa por tierra toda la neurología? ¿Es con ello una disciplina científica (o pseudocientífica) absolutamente contaminada por una ideología ciega, conservadora, competitiva y sin entrañas anímicas? ¿O son más bien esos neurólogos, y las instituciones académicas que les sirvieron de marco y apoyo, así como la histeria social promovida y abonada desde diversas instancias políticas sobre el «terrorismo» de RAF, los que son puestos en cuestión por este múltiple y prolongado acto de ignominia?
Sea como fuere, ¿no hay intervenciones de las grandes corporaciones en temas científicos? ¿Se mantienen exquisitamente al margen? No, en absoluto.
Richard J. Roberts fue Premio Nobel de Medicina. Él y Phillip Allen Sharp fueron premiados por el descubrimiento de los intrones en el ADN eucariótico y el mecanismo gen splicing, el empalme de genes. Entrevistado por La Vanguardia en julio de 2007, afirmaba cosas del siguiente tenor: «La investigación en la salud humana no puede depender tan sólo de su rentabilidad económica. Lo que es bueno para los dividendos de las empresas no siempre es bueno para las personas… La industria farmacéutica quiere servir a los mercados de capital…» «Como cualquier otra industria», apuntilló el entrevistador «vanguardista». Richard J. Roberts prosiguió: «Es que no es cualquier otra industria: estamos hablando de nuestra salud y nuestras vidas y las de nuestros hijos y millones de seres humanos… Si sólo piensas en los beneficios, dejas de preocuparte por servir a los seres humanos… He comprobado como en algunos casos los investigadores dependientes de fondos privados hubieran descubierto medicinas muy eficaces que hubieran acabado por completo con una enfermedad».
Por qué dejaron de investigar, se le preguntó a Roberts. Su respuesta: «Porque las farmacéuticas a menudo no están tan interesadas en curarle a usted como en sacarle dinero, así que esa investigación, de repente, es desviada hacia el descubrimiento de medicinas que no curan del todo, sino que hacen crónica la enfermedad y le hacen experimentar una mejoría que desaparece cuando deja de tomar el medicamento… Pues es habitual que las farmacéuticas estén interesadas en líneas de investigación no para curar sino sólo para convertir en crónicas dolencias con medicamentos cronificadores mucho más rentables que los que curan del todo y de una vez para siempre. Y no tiene más que seguir el análisis financiero de la industria y comprobará lo que le digo». Puso algunos ejemplos. De antibióticos concretamente.
Se han dejado de investigar antibióticos porque eran demasiado efectivos y curaban del todo. «Como no se han desarrollado nuevos antibióticos, los microorganismos infecciosos se han vuelto resistentes y hoy la tuberculosis, que en mi niñez había sido derrotada, está resurgiendo y ha matado este año pasado a un millón de personas».
En cuanto al Tercer Mundo señalaba el Premio Nobel: «Ése es otro triste capítulo: apenas se investigan las enfermedades «tercermundistas», porque los medicamentos que las combatirían no serían rentables. Pero yo le estoy hablando de nuestro Primer Mundo: la medicina que cura del todo no es rentable y por eso no investigan en ella».
Preguntado por la cuestión -¿exageraba mucho Richard J. Roberts?, ¿estaba cegado por alguna ideología izquierdista que ofuscaba su limpia mente científica?-, el gran científico franco-barcelonés Eduard Rodríguez Farré (Ciencia en el ágora, Barcelona, El Viejo Topo, 2012), señalaba: «No, en absoluto, estoy totalmente de acuerdo» con sus afirmaciones y críticas. Si bien, añadía, y el punto es muy importante, «la industria [capitalista, por supuesto, sin entrañas, sin vértices alejados de su abultada cuenta de resultados] ha generado medicamentos de gran valor, no puede haber duda sobre ello, también es cierto lo que indica (y denuncia) Roberts».
Concluía ERF: «No son incompatibles ambas afirmaciones». No, no lo son. Y esta es una afirmación importante. Decisiva incluso.
Entrevistado por Naturaleza ( Pacifismo, ecologismo y política alternativa , Icaria, Barcelona, 1987, pp. 135-136) durante su estancia en México en 1983, Manuel Sacristán, explicitaba su posición sobre asuntos de ciencia y tecnología en los términos siguientes: «No hay antagonismo entre tecnología (en el sentido de técnicas de base científico-teórica) y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza». Al fin y al cabo, prosigue, no había que olvidar que nosotros vivimos gracias quizás a que en un remoto pasado ciertos organismos que respiraban en una atmósfera cargada de CO2 polucionaron su ambiente (con oxígeno en este caso). «No se trata de adorar ignorantemente una naturaleza supuestamente inmutable y pura, buena en sí, sino de evitar que se vuelva invivible para nuestra especie. Ya como está es bastante dura. Y tampoco hay que olvidar que un cambio radical de tecnología es un cambio de modo de producción y, por lo tanto, de consumo, es decir, una revolución; y que por primera vez en la historia que conocemos hay que promover ese cambio tecnológico revolucionario consciente e intencionadamente.»
La posición aquí mantenida sobre ciencia, tecnología y ecologismo sigue siendo, en mi opinión, razonable, equilibrada y crítica.
Por lo demás, en su largo y magnifico artículo «Karl Marx como sociólogo de la ciencia», que tomó base en un curso de posgrado impartido en la UNAM durante el curso 1982-1983, el traductor castellano de El Capital señalaba que la dedicación al estudio de la economía y la sociedad capitalistas había sido el «principal objetivo intelectual de Marx desde comienzos de los años 1840 y, sobre todo, desde su primera estancia en París (1843-1845), estrecha el campo de atención de Marx en cuestiones de sociología de la ciencia -siempre en el contexto, que es característico suyo, de consideraciones también epistemológicas y filosóficas-, limitándolo prácticamente a la ciencia de la edad burguesa de los siglos XVIII y XIX». Para Sacristán es posible entender de un modo más amplio «muchas de las ideas de Marx al respecto, como referentes a toda la ciencia conocida». Sea como fuere, sus análisis y tesis presentan mayor concreción y «adherencia a los datos» si se entienden como «eminentemente referidos a la ciencia de la edad burguesa» (Sacristán nunca usó la expresión «ciencia burguesa»). De este modo, prosigue, en los Manuscritos de 1844 se leen proposiciones aparentemente «categoriales», «esto es, aparentemente significativas de rasgos de toda ciencia, de la ciencia de cualquier cultura», pero incluso proposiciones así «contienen alguna precisión histórica»: aunque los términos empleados sean susceptibles de un uso universal, queda claro, para el traductor del Anti-Düring que están connotando la cultura capitalista.
Su ilustración. Marx: «La industria es la relación real, histórica, de la naturaleza, y, por tanto, de las ciencias reales, con el ser humano». Su comentario: «Ciertamente que «industria» se puede leer correctamente en ese texto como inclusiva de las industrias líticas prehistóricas europeas y de la industria cestera de la historia amerindia. Pero la tesis tiene claramente un contexto privilegiado, que es el capitalismo europeo. Por eso habla el párrafo de «las ciencias naturales» y por eso las ejemplificaciones de esa idea filosófica y sociológica se sitúan todas en la época moderna europea» (Marx precisa, por ejemplo, que la mecánica es una de las condiciones de la gran industria, del «tercer período» de la propiedad privada desde la Edad Media)
Entre las consecuencias de consideraciones como la anterior, prosigue Sacristán, Marx formula en La ideología alemana una de sus principales percepciones en materia de sociología de la ciencia: «la de la subsunción de la ciencia de la naturaleza bajo el capital en la cultura moderna. Por más que -como lo documentan sus extractos de lectura- Marx haya encontrado sugestiones útiles para llegar a ese concepto en los escritos de Babbage, Ferguson, Tooke, Ure, Thompson, Hodgskin, Whately, Senior, etc., la integridad de la visión y la precisión del concepto son cosa suya: ‘La gran industria […] subsumió a la ciencia de la naturaleza bajo el capital [… ]». En el marco de esta visión de la ciencia como fuerza productiva -no es la única mirada posible- se hace natural el buscar en ella, en la ciencia, «manifestaciones específicas de procesos que están afectando a todas las demás fuerzas productivas y al trabajo en su conjunto». Marx llega así a observaciones de naturaleza muy estrechamente sociológica , en opinión de su traductor, «a propósito de la actividad científica moderna». Por ejemplo, cuando se propone estudiar la influencia de la división del trabajo en la ciencia, cuando repara en que la investigación se organiza por equipos o cuando observa la condición asalariada del científico moderno.
Todo lo anterior viene a cuento del artículo, escrito magníficamente, de Eduardo Grüner [EG], «De las objetividades «científicas» y otros fetiches», publicado reciente en Rebelión [2]. «La persecución ideológica que sufrió Fabián Harari por parte de las autoridades de CONICET ha provocado un debate no sólo sobre la política científica del gobierno, sino sobre los criterios que el organismo estatal emplea para juzgar a los investigadores», se señala en la entradilla del artículo. En su escrito, EG reflexionaba «sobre los prejuicios que subyacen al trabajo de los investigadores ligados al régimen y cuestiona su criterio de objetividad». Me quiero referir a un vértice de esta afirmación, desconociendo el caso al que se alude en el que, muy probablemente, EG está armado de buenas razones críticas.
Tomando pie en Samir Amin, EG recuerda que con la caída de los «socialismos reales» se ha «producido la unificación y totalización de esa lógica íntima del sistema capitalista ahora mundialmente triunfante». La «totalización» es -valga la insistencia- efectivamente, total, «afectando con esa «lógica íntima» a todas las «esferas de la experiencia». Ya lo había analizado, prosigue EG, alguien en absoluto sospechoso de cualquier pulsión anticapitalista como Max Weber. El gran sociólogo alemán acuñó la metáfora de la «jaula de hierro» para aludir al hecho de que «si bien la modernidad burguesa había provocado la fragmentación de las «esferas de la experiencia social», todas esas esferas de experiencia -de la economía a la religión, de la política a la ciencia- estaban subterráneamente comandadas por la misma lógica de funcionamiento: la de la racionalidad formal, o racionalidad con arreglo a fines, o racionalidad del cálculo». Es característica conocida de la modernidad burguesa y su modelo esencial es la de la empresa capitalista.
En este modelo «empresarial», se considera «racional» el tipo de acción que encuentra los procedimientos más eficaces para lograr los fines que la acción se ha propuesto, «con completa independencia de los valores -éticos, políticos, ideológicos, religiosos o lo que fuere- que pudieran estar en juego». Tiempo después, recuerda EG, la Escuela de Frankfurt «adoptarían la oposición weberiana a su manera (informada por las obras de Marx y Freud, entre otros) bajo los nombres de racionalidad instrumental y racionalidad material». La primera, «absolutamente hegemónica en lo que Meszáros llamaría el sociometabolismo del capital», abarca a las formas de praxis que contribuyan directa o indirectamente a la reproducción del sistema.
EG sostiene que «aunque parezca a primera vista un «exceso»… todo lo anterior puede constituir un marco de análisis pertinente para juzgar los «criterios de evaluación» de los organismos (estatales o privados) financiadores de proyectos de investigación científica». Estos organismos también «están sometidos al imperio mundializado de la racionalidad instrumental; y lo están obedeciendo no a una lógica abstracta y eterna, sino -como no podría ser de otra manera- a la que corresponda a un modo de producción históricamente determinado».
Admite EG que sostener lo anterior parece una vulgaridad o un reduccionismo. Empero, conviene mantenerlo como horizonte siempre presente. ¿Por qué? «Para no caer irreflexivamente en reduccionismos mucho más vulgares (y por cierto mucho más dañinos): por ejemplo, el de que la «ciencia» es una suerte de platónico topos uranos de espiritualidad incontaminada por el «barro y la sangre» de la historia, la política, las formas ideológicas dominantes».
Lo que EG llama «la «esfera de la experiencia» de la investigación científica» es en la modernidad burguesa inseparable de sus aplicaciones inmediatamente tecnológicas que son indispensables para la reproducción del sistema (esa metafísica de la técnica de la que hablaba otro insospechable de «izquierdismos» como Heidegger). La investigación científica… está plenamente sometida a la lógica de la racionalidad instrumental» [las cursivas son mías]. ¿Siempre es inseparable de sus aplicaciones «inmediatamente» tecnológicas? El sometimiento de la investigación científica a la razón instrumental, ¿es pleno? ¿En todo los ámbitos? ¿Incluidas la teoría de números, la lingüística, la física de partículas no standard, la astrofísica, el adaptacionismo moderado, el software libre y los programas para personas discapacitadas? ¿En todos nudos y campos de la investigación? ¿Tanto da que la universidad se realice en el marco de una Universidad pública, en una privada o en una gran corporación como Apple, IBM, Telefónica o Repsol?
Para EG, los criterios de evaluación de los organismos de investigación -públicos o privados se sobreentiende- «tienen que someterse a esa lógica, tienen que contribuir lo más «racionalmente» que sean capaces a las estructuras técnicas de acumulación y reproducción del sistema». Esta «obligación», en todo caso, «no los disculpa en modo alguno». ¿Por qué? Porque, como el propio EG señala, «podrían no hacerlo», o incluso podrían «introducir formas de «resistencia» intersticial en las hendijas de cierta relativa autonomía que sus formas específicas de praxis podrían conservar entre los barrotes de la ‘jaula de hierro». Aunque, añade EG, es una tema estrictamente político, de intervención político-cultural, difícilmente lo hacen. En general, señala, «lo que preservan, por el contrario, es la subordinación a la racionalidad instrumental, técnico-formal». Aunque, vale la pena insistir, podrían no hacerlo. Podrán montar algún cirio, hacer trampas en sus resoluciones o hacer ver que hay cañones y bombas H cuando hay números imaginarios o lógicas multivaloradas.
Por lo demás, añade EG, la funcionalidad de la anterior «racionalidad» para la reproducción del sistema del capital «es revestida de los oropeles de una presunta «objetividad científica» que quisiera presentarse como un producto de laboratorio químicamente puro, como si la ciencia (y con mayor razón la «técnica» en sentido estrecho) no tuviera historia, o no perteneciera, en tanto praxis social con sus propias normas, a las lógicas de la sociedad que la ha producido, con sus igual de propias contradicciones y conflictos». EG, añade, en un paso para mi algo enigmático, que para ello no hace siquiera falta referirse a la sofisticada (¿sofisticada?) teoría (¿teoría?) de los paradigmas kuhnianos. «Basta recordar lo que le sucedió al pobre Galileo, entre tantos otros».
Hay tanta tela en el paso que es difícil cortarla sin agotar al lector. Sirva aquí indicar que la «objetividad científica», que EG entrecomilla de manera nada inocente y que no define o aclara, nunca -o cuanto menos yo ignoro cuando ha sido la ocasión más reciente- se ha presentado como «producto de laboratorio químicamente puro» y menos aún como si la ciencia careciese de historia o no perteneciese con normas propias a la praxis global de una sociedad.
¿Y qué es eso de la objetividad científica? Dos aproximaciones: la de un filósofo con grandes y asentados conocimientos científicos y la de un científico con fuerte y rigurosa pulsión filosófica y artística.
La del filósofo, Manuel Sacristán, en un texto clásico, su presentación a la edición castellana del Anti-Dühring: la ciencia es un tipo de conocimiento -no es, por tanto, todo el conocimiento- «que se caracteriza formalmente por su intersubjetividad», la usualmente denominada objetividad científica, y prácticamente por su capacidad de posibilitar, en algunos casos, no siempre, «previsiones exactas, aunque sea -cada vez más- a costa de construir y manejar conceptos sumamente artificiales, verdaderas máquinas mentales que no dicen nada a la imaginación, a diferencia de los jugosos e intuitivos conceptos de la tradición filosófica». ¿Qué significa que un conocimiento sea intersubjetivo? Pues que todos las personas «adecuadamente preparadas entienden su formulación del mismo modo, en el sentido de que quedan igualmente informadas acerca de las operaciones que permitirían verificar o falsar dicha formulación». No hay que estar infundido de una especial relevancia anímica o social para su consecución. Las tesis de la vieja filosofía sistemática, de los dogmas religiosos y de las concepciones del mundo, añadía Sacristán, carecían de estos rasgos. Para él, como esos rasgos daban al ser humano «una seguridad y un rendimiento considerables», el conocimiento que los poseía -el científico positivo- iba destronando, apuntó optimistamente, como conocimiento de las cosas del mundo, «el pensamiento, mucho más vago y mucho menos operativo, de la filosofía sistemática tradicional».
El científico-filósofo: Eduard Rodríguez Farré. Preguntado por qué era ciencia para él [3], respondía: «Lo que pretende la ciencia, lo que de hecho hace, es establecer unos criterios experimentales u observacionales a partir de los cuales se construyen, se conjeturan teorías que son y deben ser siempre revisables. El médico, el científico, que considera que algo es un dogma sin discusión no es un buen científico; será otra cosa, pero no es un buen científico. Es lo mismo, esta es mi opinión, como cuando algunos investigadores dicen que buscan la verdad. Yo desconfío de esas afirmaciones». Para ERF, en ciencia, no se busca la verdad, se buscan los hechos. «La verdad, en este contexto, tiene una connotación más bien religiosa, de cosa establecida para siempre. En ciencia se buscan hechos reproducibles y que puedan establecerse aquí o en cualquier lugar con medios adecuados». Lo que solemos llamar objetividad científica. «La interpretación de estos hechos bien establecidos, con acuerdo generalizado, es lo que lleva a controversias. Establecer a partir de hechos bien contrastados, teorías consistentes, penetrantes, de interés y revisables, ésta podría ser mi definición de ciencia». ERF habla específicamente de las ciencias la vida: «Hablo fundamentalmente de ciencias biológicas. Generalmente, al menos en este tipo de ciencias, lo usual es lo siguiente: primero están los experimentos y a partir de ellos, o de los datos de observación epidemiológicos, o de los mismos hechos naturales, a partir de ahí, se establecen hipótesis o teorías que luego se vuelven a comprobar en el laboratorio y, a partir de todo ello, se van ampliando, van surgiendo nuevas cuestiones y desarrollos». No hay una hipótesis, una teoría o una creencia oficial, nada de eso. «¿Qué implica en este contexto el término «oficial»? Pues que hay un gobierno o una autoridad pública -o privada si se quiere también-, que determina unas directrices. Puede haber, desde luego, consenso sobre un conjunto de temas y, en cambio, discusión abierta y profundas diferencias sobre otros asuntos. Muchos puntos, muchas hipótesis son objeto de discusión. Esto ocurre incluso en las ciencias físicas». Ejemplos de ello: las hipótesis sobre la expansión del universo, sobre si el universo es cerrado o abierto, siguen debatiéndose desde hace siglos. Las interpretaciones sobre los resultados experimentales contrastados de la mecánica cuántica forman un arco hermenéutico amplísimo y no siempre consistente. La teoría de las supercuerdas no tiene hasta ahora ningún consenso indiscutido entre la comunidad científica afectada.
Sigo ahora de nuevo con EG.
No se trata de rasgarse ingenuamente las vestiduras, señala. En tanto «el sistema sea lo que es y no sea transformado, todos nos vemos forzados a trabajar de una u otra manera para su reproducción, y bajo ciertos parámetros impuestos». Sea como sea, «no es lo mismo saberlo, y procurar ofrecer todas las «resistencias» y diferencias que nos sean posibles, que desconocerlo (lo cual no es lo mismo que «ignorarlo»), y pretender que la investigación es una práctica sublime de universalidad angelical». Pero, ¿quién sostiene o ha sostenido que la investigación científica sea una «práctica sublime»? Lo de «universalidad angelical» es expresión equívoca porque puede querer apuntar a algo que no debería ser señalado: que determinados resultados científicos valen para Huesca y para 2012, pero no para Uganda en el 2015. Y no es el caso: hasta que se demuestre lo contrario la teoría especial de la relatividad tiene alcance universal. Lo mismo ocurre con la infinitud de los números primeros, el carácter tautológico de «si no p entonces p, por consiguiente p» o con la afirmación sobre la carga eléctrica nula del neutrón.
EG apunta a continuación otro tema que tiene también tela casi infinita para ser cortada, el de la ciencia, la investigación y la perspectiva «militante», «comprometida» o «polémica». EG señala -no entro en ello- que «aparte de ser obviamente preocupante como posicionamiento, digamos, ideológico, semejante objeción revela precisamente lo contrario de lo que intenta demostrar: es decir, una completa ausencia de auténtica complejidad epistemológica y teórica». El solo hecho de pretender que en el campo de las ciencias no haya posiciones «polémicas», sostine, «es desopilante». Y ello, añade, sin mencionar que en las propias ciencias llamadas «duras» «hace ya décadas y décadas que se admite que la «posición» del investigador altera a veces decisivamente la observación y análisis del fenómeno». Esta referencia, esta mala referencia al principio de incertidumbre de la mecánica cuántica, es totalmente desacertada. El principio de Heisenberg tiene unos límites, tiene un ámbito de aplicación y merece ser interpretado adecuadamente. Siguiendo una formulación del joven Sacristán: la posición de un electrón en un determinado momento debe ser determinada -si se desea precisión y univocidad suficientes- con una luz de corta longitud de onda. Esa luz tiene un elevado quantum de energía y desplaza al electrón de su trayectoria. Hace imposible con ello: observar otra vez el mismo electrón en su trayectoria, perdida por el impacto de la radiación, y determinar a un tiempo el impulso del electrón (digamos: su velocidad), modificado por el mismo choque. Se puede, por supuesto, estudiar el electrón con otra iluminación de mayor longitud de onda, luz que tendrá por consiguiente, un quantum de energía más bajo que el de la radiación gamma. Con ello, el impulso del electrón casi no es alterado y puede determinarse con bastante precisión. Ocurre, sin embargo, que la luz de longitud de onda mayor que la de la radiación gamma «no es suficiente para determinar con precisión la posición del electrón. De modo que o se estudia el impulso o se estudia la posición. Pero como ambas cosas son necesarias para el conocimiento del fenómeno, no cabe más que establecer parejas de datos cuya univocidad será escasa». Esa es la situación de indeterminación: indica que, en rigor, la previsión de la posición del electrón y de su impulso en un momento dado es imposible. «Tal indeterminabilidad no se debe sólo a insuficiencias de los medios de observación; pues si bien con la elección de condiciones óptimas y con la repetición de experimentos es posible ir disminuyendo la relación de indeterminación, no puede darse el límite en que ésta sea cero, a causa de la variación constante de los dos parámetros que definen el fenómeno».
De ahí que lo que EG apunta a continuación sean metáforas muy arriesgadas. La siguiente es un ejemplo: «Más bien al revés, uno podría pensar que justamente la conciencia de esa «posición» por parte del investigador, y el hecho de que la haga explícita, es la única posible garantía de «objetividad» (si se la quiere seguir llamando así), además de constituir una mínima honestidad intelectual exigible». No hablo de esto último, pero Feyman, por poner un ejemplo, es muy posible que casi nunca tuviera consciencia de esa posición del investigador, pero en cuanto a físico, en cuanto a científico, era un hacha. No hacía mala ciencia ni ciencia ideológica llena de falsa consciencia.
Yendo al límite, EG enuncia lo que podría parecer -¡podría parecer!, luego, por tanto, no lo es- una boutade provocadora: «un investigador «polémico», «comprometido», «militante», es casi por definición alguien interesado en la transformación de la realidad antes que en su reproducción; precisamente por eso, es el más interesado asimismo en su correcto y acabado conocimiento, pues mal podría transformarse lo que se ignora». No es el caso. El científico comprometido no tiene un plus en su trabajo como científico ni en los posibles resultados de sus investigaciones.
Para finalizar, vuelvo a Sacristán, al que apenas he dejado. ¿Qué es la ciencia entonces en el sentido contemporáneo del concepto? Un conocimiento socializado con proyección técnica más o menos inmediata. De esta última circunstancia se deriva su peligrosidad intrínseca como conocimiento sumamente eficaz: la excelencia de la física como conocimiento es la base del armamento nuclear y del químico. La reacción romántica a esa circunstancia que consiste en intentar deshacer el camino andado y, en la práctica política, bloquear la investigación es inviable e indeseable. «La historia documenta bastante bien que todos los intentos de bloquear la investigación en las épocas por nosotros conocidas han fracasado rotundamente. Desde Galileo hasta, desgraciadamente, la propuesta de moratoria en ingeniería genética presentada por Crick y otros premio Nobel…»
Esa política tampoco es deseable, añadía el traductor de Schumpeter, «porque lo característico de la tecnociencia contemporánea (como de todo conocimiento, en realidad) no es una supuesta bondad o maldad, sino su constitutiva ambigüedad práctica… Desde el punto de vista político-moral, la ciencia es ambigua, por así decirlo, si no queremos usar la palabra «neutral» lamentablemente satanizada en los ambientes de izquierda… Desde un punto de vista político-moral, el producto científico es ambiguo y conlleva por sí mismo un riesgo probablemente proporcional a su calidad epistemológica». No era verdad, concluía, que una física nuclear practicada por científicos socialistas fuera menos peligrosa que la practicada por científicos capitalistas. Podría ocurrir -sólo podría- que las aplicaciones fueran mejores en una sociedad socialista, «pero eso no se derivaría de la estructura misma del conocimiento físico nuclear, sino de la sociedad socialista».
En 1960, en un artículo publicado en la revista teórica del PSUC Horitzons («Tres notas sobre la alianza impía») [4], aún no Nous Horitzons , señalaba Sacristán: «En todo este contexto, sin embargo, es necesario entender el término «ciencia» con la generosidad que merece: sólo la profunda alienación del espíritu en la sociedad burguesa, permite entender por ciencia una actividad sin espíritu, que se limita a manipular el ente para explotarlo [5]. En su concepto histórico la ciencia es esencialmente más que eso: es lucha por la verdad contra las concepciones del mundo mitológico-religiosas. La esencia de la ciencia se encuentra más en las palabras del presocrático que grita «el Sol no es un dios, sino un trozo de piedra incandescente» que en los servo-mecanismos de las máquinas electrónicas que computan los datos óptimos para la propaganda de la Coca-Cola (sin que con esto se pretenda, naturalmente, que la ciencia como técnica no sea un momento del concepto pleno de ciencia)». La ciencia, en el sentido pleno de su concepto, concluía el autor de «Panfletos y materiales» es la empresa de la razón: la libertad de la consciencia. Y añadía: «La ciencia positiva como técnica recibe entonces su impulso de la ciencia como razón».
¡Más en las palabras del presocrático que grita que el Sol no es un Dios en los servo-mecanismos de las máquinas electrónicas que computan los datos óptimos para la publicidad de la Coca-Cola! Hic Rhodus, hic salta!
Notas:
[1] http://www.publico.es/426155/einstein-tenia-razon-nada-es-mas-rapido-que-la-luz
[2] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=146347
[3] Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, Ciencia en el ágora. El Viejo Topo, Barcelona, 2012 (capítulo IV).
[4] Ahora en M. Sacristán, Sobre dialéctica. El Viejo Topo, Barcelona, 2009.
[5] Como apuntaba Heidegger. Sacristán dedicó su tesis doctoral a su gnoeología: Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Crítica, Barcelona, 2005 (Presentación de Francisco Fernández Buey).
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