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Sobre imperialismo y sindicalismo

Fuentes: Rebelión

En estos tiempos los acontecimientos suelen sobresaltar de golpe la conciencia del televidente burgués y occidental. El 11-S, como antes la caída de la U.R.S.S, en conflicto de Irak, o cualquier otro hecho de relevancia mundial salta a escena de los media, y a todos nos pilla desprevenidos. Esta situación no revela más que nuestra […]

En estos tiempos los acontecimientos suelen sobresaltar de golpe la conciencia del televidente burgués y occidental. El 11-S, como antes la caída de la U.R.S.S, en conflicto de Irak, o cualquier otro hecho de relevancia mundial salta a escena de los media, y a todos nos pilla desprevenidos. Esta situación no revela más que nuestra ignorancia acerca de las corrientes menos superficiales que agitan el mar de la historia y la política del globo. La ignorancia en tales cuestiones es construida y buscada. Forma parte del actual sistema imperial de dominación, y sólo una campaña sistemática de manipulaciones hace posible nuestros sobresaltos de sillón y telediario, pues lo más habitual es que vivamos «inopinadamente».

Esta representación de la historia como cruce de corrientes y fuerzas, latentes a veces, expresadas y estruendosas otras, es una de las más cómodas metáforas que ilustra el fascinante papel de la epistemología -el conocimiento de la totalidad social- en la marcha real de los acontecimientos. Los diversos niveles de profundidad con que se vuelven «visibles» los hechos, no es en sí un dato bruto o una suerte de a priori. Por el contrario, los propios niveles de conocimiento/ignorancia de lo que (nos) está pasando forman parte del proceso histórico, y obedecen siempre a intenciones de actores.

La vulnerabilidad del Imperio es uno de los icebergs que más estrepitosamente chocaron con la conciencia del televidente occidental medio. Se hundirán muchos prejuicios cimentados a partir de miles de películas y otros aparatos de propaganda, y se vendrán al subsuelo de lo cotidiano acompañados de mucha sangre y de muchos cambios en todos los órdenes. Pero el conflicto global, sin lugar a dudas, se ha vuelto mucho más visible, precisamente por su cariz inevitable ante los ojos de los media, por su incuestionable fuerza simbólica así como por tener como escenario el propio corazón imperial.

Las respuestas imperiales son terribles y feroces. Pero ineficaces, con el efecto «colateral» de ganarse antipatías en antiguos aliados, colaboradores, indecisos y público en general. Estos zarpazos, entre histéricos y nacionalistas, no nos deben confundir. Los E.E. U.U. constituyen una nación altamente inflamada de patriotismo en consonancia con su poderío militar. Su eficacia militar, fundamentalmente, es una eficacia industrial. Es potencia en el sentido económico del término y ello se traduce en la potencia militar. Su enorme capacidad productiva depende de lo que se ha dado en llamar «complejo industrial-militar», y es lógico que un patriotismo que vive de ese complejo deba por necesidad de manifestarse. El histerismo, los himnos, las banderas y los funerales, eso que se llama «sentimientos patrios» son el ritual concomitante a las acciones de guerra que el imperio despliega en el globo. Imperialismo en el sentido militar y cultural (patriótico-ritual) y globalización no son conceptos punto por punto coincidentes, aunque es del todo visible que van asociados de forma causalmente estrecha.

En cuestiones de ciencia social e historia, una historia causal es una historia genética. De acuerdo con esto, ‘globalización’ no es sino el nombre de moda que resume las tendencias expansivas, intromisivas y destructoras del capitalismo a escala planetaria. Es, por así decir, un desarrollo extensivo y cuantitativo de una especie de régimen de dominación (ya no sólo de producción) que, si cabe, no muere salvo por intensificación de sus mismas propiedades internas y la deducción de sus consecuencias. Ese capitalismo, desde final del s. XIX es un imperialismo, y como tal ha venido adaptándose a coyunturas bélicas, económico-sociales y políticas de todo el mundo. Los rasgos de aquel imperialismo -que intensifican la esencia misma del capitalismo, ya descritos por Lenin- no nos pueden sorprender hoy, aunque las nuevas tecnologías al servicio de este régimen de dominación cambien la forma de las relaciones sociales y condicionen un desarrollo llevado hasta la hipertrofia de las patologías propias del imperialismo del Capital: esclavismo, bestialización del ser humano, barbarización cultural, hambre, narcotización y prostitución generalizadas, etc.

El imperialismo yanqui es el agente militar de avanzadilla y globalización forzada entendida ésta en el sentido estrictamente económico, la globalización que ejerce el Capital mundial. La labor de avanzadilla, de suyo, es de tipo extraeconómico. Se corresponde con el proceso de «acumulación originaria» que Marx describe en El Capital. Enormes territorios y bolsas de pre-capitalismo subsisten en este siglo XXI, y la misión imperial consiste en ponerlos de rodillas ante la fuerza del Capital, allí donde no era posible su penetración por los cauces aparentemente más tranquilos del mercado. El pecado original de estas grandes regiones del globo, su «pobreza», consiste en una historia colonial aún no conclusa. Su detención en el tiempo tendrá que ser redimida por la planificación de golpes de estado, o la imposición de gobiernos pro-yanquis pagados y diseñados por la CIA, o el mismo despacho oval. Cuando la resistencia popular toma las armas, o la calle, o ambas cosas a la vez, se ponen en práctica lo más diversos métodos: escuadrones de la muerte, ajuste del aparato local represivo (fuerzas del orden) o la descarada invasión militar del territorio «soberano».

El imperialismo en su faceta militar y cultural trata de cerrar las heridas, despistes y desastres de una globalización económica que en parte es ciega por obra del ciego dominio que tiene el capital financiero sobre los otros capitales y sobre la totalidad social mundial en general. Las medidas que los nuevos organismos de control y dominación mundial (FMI, BM, OMC, etc.) no pueden lograr una adhesión total de los gobiernos y las clases populares nativas, y como toda decisión a estudiar en la ciencia social, ésta siempre es acción y reacción que debe tomar en cuenta cadenas (a veces imprevisibles) de acción-reacción. Pero las soluciones ofrecidas por la vía político-militar no hacen sino agravar sobremanera los ya de por sí destructivos efectos de la globalización económica. Es más, ésta no llega a imponerse sin el concurso de aquella imposición militar y política, con vistas a superar resistencias de gobiernos y pueblos.

La globalización estrictamente económica nunca se da sino es revestida de acciones y reacciones políticas, militares y culturales. La imposición del «american way of life» no es más que una de las manifestaciones estéticas de este proceso, así como también es fenómeno de superficie (pero cruento y no menos real) la política hegemónica de los Estados Unidos por la vía militar, o por la vía de la Policía Económica, tal y como es ejercida por obra de la diplomacia y de aquellos foros y superestructuras supragubernamentales y que velan por los intereses de esta potencia.

A nivel local, todo país y comarca mantiene su «nomenclatura». Un listado selecto de personalidades clave que ocupan puestos relevantes para la dominación y pertrecho de la sociedad política. No ya sólo al frente de la administración, sino también al mando de sindicatos, agrupaciones políticas, religiosas y ciudadanas, clubes de patronos y asociaciones profesionales de toda índole. La formación elitista de esta nomenclatura se adquiere, en ciertas cumbres, en los EEUU, pero ya no es enteramente imprescindible. El mundo occidental globalizado cuenta con muchas Mecas, y sucursales del Imperio y especialmente la nomenclatura izquierdista usa vías indígenas de formación, que parecen suficientes para sujetar las riendas de sus organizaciones respectivas y, burocratizándolas, plegarlas así a los dictados del Imperio, por más que parezcan-en el ámbito de su «patio interno»- entrar en riñas con la patronal y la derecha nativas. Los grandes sindicatos domesticados abominan de toda consigna emancipadora y se sienten a gusto con su integración en el «sistema». Son «instituciones», como puedan serlo la Casa Real, el Ejército, la Iglesia o el Defensor del Pueblo. De esta manera, la sociedad política se aliena de la sociedad, propiamente, pues no está conformada por clases ni estamentos de ella, y se ciñe a ser política, política que en un proceso imperialista cada vez va excluyendo con mayor tenacidad las vías locales de autogobierno y de gestión social.

Un tipo de institución, plenamente integrada en el Estado y colaboradora esencial en el mantenimiento del status quo del capitalismo son los sindicatos. Unida a la labor ideológica y el control mediático, las enormes organizaciones sindicales sirven como freno a la labor espontánea de resistencia y autoorganización obrera. Junto a esto, el mantenimiento de ejércitos de trabajadores «liberados», destinados a labores paralelas a la administración del estado, y control ideológico de sus antiguos compañeros, es fenómeno masivo y causa de todo el desprestigio del movimiento sindical. Sus posibilidades de agitación son, igualmente, meramente burocrático-simbólicas. Alineándose con las fuerzas políticas de la socialdemocracia y el sentir de las clases medias, su funcionamiento en la calle en las «grandes ocasiones» se corresponde punto por punto al que se puede llamar «izquierda ritual». Sus pancartas y consignas son el extremo final de una cadena jerárquica de mando. Desde arriba, las cúpulas de poder sindical, orgánicamente soldadas a todas las restantes (eclesiales, patronales, militares, etc.), accionan los resortes de agitación oficial que no pueden ser más que simbólicos o catárticos. Las enormes oficinas y edificios rebosan de cuadros intermedios que hacen las labores de coordinación, escritura e ideologización. El desconocimiento de las necesidades y demandas concretas del obrero se hace notable, y la impostura de hablar en nombre de todo colectivo y de todo sector se convierten en freno a la agitación autoorganizada de los trabajadores «reales», que no participan ni pueden participar en esa sociedad política parasitaria. Las grandes centrales sindicales son parte, pues, de la sociedad política en el sentido de vivir de la sociedad civil, y más gravemente, divorciados de la sociedad civil productiva. La subvención millonaria que año tras año reciben del Estado con el fin de mantener a esos cargos parasitarios y colaboradores de la sociedad política, aleja cualquier duda sobre su carácter orgánico a la hora de colaborar con las finalidades centrales del Estado: mantener y restablecer el orden público, garantizar la explotación -según grados negociables- del Capital sobre el Trabajo, adhesión a los principios ideológicos oficiales del mismo. En el momento en que estas organizaciones se radicalizaran (que no es posible salvo por expulsión o escisión de una minoría), sus miembros quedarían privados de la legitimidad que el Estado les concede por la vía de las subvenciones, libranzas de trabajo, acceso a los medios masivos de comunicación, etc. Unos sindicatos que viven a espaldas de las necesidades del proletariado más vapuleado por el sistema, y que sólo existe como asociación cultural y recreativa al servicio de la clase media, se asemeja más bien a la comparsa del patrono, cuando precisa de mucho ruido y acompañamiento institucional en sus consignas: mantenimiento de su «estado de derecho», «defensa de los valores constitucionales» y de la convivencia, y todas las demás monsergas. Por lo demás, en el marco simbólico y ritual en el que se mueven todas las democracias formales, es de todo punto imprescindible disfrazar como negociación todas y cada una de las claudicaciones que el Trabajo, por obra de sus falsos representantes, ha venido haciendo al Capital en las últimas décadas.

Significativo en un grado sumo es el hecho de que las democracias formalmente consolidadas son los estados que conocen una mayor tasa de acumulación y, que por ende, ese capital obeso y sobrante, a falta de poder ser exportado o aplicado en nuevas y más amplias operaciones, sea detraído por la agencia del Estado y luego repartido por toda una corte de funcionarios paralelos y colaboracionistas, entre los que figuran los sindicatos principales en pie de igualdad con las confesiones religiosas, organizaciones caritativas y asistenciales, fundaciones recreativas y legitimadoras, y demás entes creados ad hoc para obtener trozos del pastel de reparto. Dicho pastel nunca se repartiría de ser otras las condiciones de acumulación de capital, y las posibilidades de transmigrar ese capital a otros destinos, especialmente a fines inversores, vale decir, productivos. Las sociedades avanzadas, se nos dice, van creando más y más necesidades que una vez satisfechas definen un modelo de bienestar de cotas infinitas y siempre inalcanzables. Los países «en vías de desarrollo» en cambio han de cubrir unas carencias básicas y estructurales, y por ende, estas asignaturas pendientes del hambre, miseria, violencia e inestabilidad deberán cubrirse antes de destinar fondos a otro tipo de demandas que allí aún les parecen lujos. Pero esta visión estática se ve en el marxismo como una descarada impostura alejada de la verdadera dinámica de explotación del trabajo y de la transmigración de plusvalía de la periferia al centro que allí se sufre. Esos países «pobres» son ricos en más de un sentido (natural, humano) y bajo el régimen internacional de producción capitalista son una fuente inmensa de plusvalía que nunca redunda en beneficio de sus poblaciones locales. El problema no es sino su falta de «apropiación» de sus riquezas, pues literalmente estas son expropiadas. Las organizaciones de trabajadores son débiles verdaderamente en la medida en que denuncian abiertamente el abuso que las multinacionales y su criado, el estado, acometen en contra del pueblo nativo. Tanto la parte asalariada de la sociedad, susceptible de sindicarse, como aquella parte («indígena») que aún se ve rechazada en el engranaje de la producción capitalista por causa de una deficiente y desigual penetración del Capital en aquellas regiones, carecen por completo de derechos asociativos y de movilización en numerosos casos. La implantación de dictaduras o estados de excepción más o menos disfrazados, el ataque a los derechos civiles y, en general humanos, el terrorismo de estado y la mordaza del miedo a expresarse y señalarse son algunos de los sistemas empleadas para desorganizar la resistencia popular.