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Prólogo al libro Nos matan y no es noticia. Parapolítica de Estado en Colombia, de Ricardo Ferrer Espinosa y Nelson Javier Restrepo Arango

Sobre la guerra sucia de Uribe en Colombia

Fuentes: Rebelión

Cuando el olvido, como agua sucia, inunda palmo a palmo nuestro refugio, la memoria decorativa no es una tabla de salvación sino una carga que puede llegar a ser una lápida. Y cuando la impunidad nos ahoga, la ley la acompaña vigilante en la puerta. Frente a eso, este libro nos enseña que, al no […]

Cuando el olvido, como agua sucia, inunda palmo a palmo nuestro refugio, la memoria decorativa no es una tabla de salvación sino una carga que puede llegar a ser una lápida. Y cuando la impunidad nos ahoga, la ley la acompaña vigilante en la puerta. Frente a eso, este libro nos enseña que, al no haber justicia, sólo nos queda lucharla contra el olvido y la impunidad, y si es preciso contra la ley y la memoria ornamental. Sus páginas están hechas a conciencia. Por el honesto compromiso de sus dos autores enfrentando la indolencia, el silencio y el cinismo que nos circunda. Me tomo prestado un espacio de este testimonio para explicarlo.

I. Una referencia concreta de la producción sin ética de lo que sí es noticia: un juez contra sí mismo.

El gran poeta Mario Benedetti, al inicio de El olvido está lleno de memoria, recordaba lo que bellamente advirtió otro escritor uruguayo, Rafael Courtoisie: «Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno». De alguna forma estamos ante lo contrario, por obra de dos grandes manadas. Ahora mismo, donde se edita este libro, en el Estado español, dos vergonzosas situaciones van en paralelo. En la más cerril y perversa, la manada de la extrema derecha -en la metáfora no diré de qué especie animal-, beneficiaria de una feroz y cruel dictadura, se impone repugnantemente con todo su peso para impedir que un famoso juez investigue crímenes cometidos por el franquismo. Su apuesta no es el olvido, sino la inmunidad de la casta depravada que triunfó y que, en esencia, sigue incólume. La otra manada, incluso con gente progresista pero en parte encogida en sus miras, se reúne en defensa no en sí de la verdad íntegra como valor, sino, preferentemente, por encima de otros imperativos éticos, en torno a un supuesto y engañoso paladín de la justicia. En consecuencia, su derrotero no es siempre la ética de la alteridad, la justicia para todos, sino la reivindicación de la fundamental memoria histórica de un período tenebroso en España, aunque sean negadas o marginadas de facto y al instante otras memorias, tan legítimas y tan latentes como esta.

De tal desprecio de hecho hay que hablar desde estas calles de Madrid, donde un juez recibe honores y donde no cuentan, para miles y miles de personas que lo halagan, los crímenes cometidos muy lejos, en Colombia. Porque, parafraseando a Sartre, asistimos al striptease de nuestro nada hermoso humanismo, que protagonizan hoy no sólo un juez vanidoso y algunos de sus colegas detractores, sino también la prensa y círculos de poder: se exhiben prendas dobles, mientras un conveniente desnudo incita al morbo ignorante o aleccionado del público. Así, miles de páginas y firmas se han apuntado en todo el mundo en defensa del juez Garzón por tratar de cumplir con una obligación legal por la que recibe un buen salario, además de la suculenta notoriedad que suele reclamar, formando parte de la Audiencia Nacional, institución heredera de la dictadura, reparada en el hecho de poner al juez contra el espejo, contra sí mismo, contra su propia inquisición, como un perseguido judicial. Sin duda, el augusto magistrado saldrá exento en ese sumario fruto de la reacción de la extrema derecha; eso esperamos. Tanto como aguardamos muy remotamente sus enmiendas por graves injusticias que ha suscitado. Quedará amparado, mientras cientos de convictos, familiares y amigos de procesados suyos han sufrido por largos años las consecuencias de un torturante ensañamiento que él ha contribuido a modelar contra un entorno político disidente.

Ni una sola de esas firmas y páginas que le exaltan como un nuevo héroe, informadas de la impunidad de crímenes contra la humanidad, al tiempo que ha exigido con plena razón investigar y condenar las atrocidades falangistas, ha desagraviado, en el mismo acto y por la misma causa, a otras decenas de miles de víctimas ni ha advertido la existencia de una normalización del crimen de Estado, similar a la sucedida en España, que ayer y hoy las produce a borbotones en Colombia, donde ese juez ha preferido mirar para otro lado. Una siniestra y exitosa normalización que, en cuanto a Garzón, está representada en al menos tres actos concluyentes, de los que tomo nota conforme al objetivo de este libro: cuando ha aconsejado sobre la toma de más medidas represivas, como la incomunicación, y de impunidad, como la favorabilidad paramilitar, a un régimen genocida que las aplica contra el movimiento popular; cuando, pagados por el rapaz banco español Santander, ha organizado encuentros de acreditación de Álvaro Uribe Vélez como demócrata, avalando su política de seguridad y derechos humanos (certificación realizada, por ejemplo, en Nueva York el 15 de diciembre de 2005 al lado de otro criminal como Henry Kissinger o de impresentables como Ernesto Zedillo de México y Felipe González de España); y cuando ha empleado, junto con otros jueces españoles, instrucciones y consignas recibidas de organismos de inteligencia implicados en crímenes internacionales, para acusar injustamente en España a activistas por la paz y los derechos humanos vinculados con la izquierda colombiana (2008-2010), así como al gobierno de Venezuela.

Desde esa normalización del crimen, es normal que Garzón confraternice con Uribe, que a éste se le honre, que haya buenos negocios españoles en Colombia y que esos muertos lejanos que no son noticia no convoquen a manifestaciones de solidaridad a miles de progresistas europeos. La normal ausencia de una congruente perspectiva ética e histórica de muchos actores internacionales ayudó a la larga normalización del franquismo durante décadas. Sentimientos y razones de indignación no debieron faltar a miles de exiliados y a quienes se quedaron en España padeciendo esa normalización, lubricada con silencios provenientes del crudo realismo y del inmundo pragmatismo, signos con los que muchos reconocieron al régimen franquista y olvidaron a sus víctimas. Bertrand Russell, en el discurso de la Primera Reunión de los miembros del Tribunal de Crímenes de Guerra, en noviembre de 1966, en ese costoso relato humanista ante el poder, se refirió a una de las finalidades de ese Tribunal: prevenir el crimen del silencio. Señaló también que hay quienes son «criminalmente ignorantes de las cosas que tienen el deber de saber». Y también que «es imposible mantener la dignidad sin el coraje para examinar esta perversidad y oponerse a ella».

El caso de Garzón y su esfera es apenas una muestra. No cualquiera. No sólo por ser un juez dotado con poder excepcional en nombre de los derechos humanos, sino porque en su despacho reposó una querella relativa a crímenes espantosos cometidos por militares y paramilitares colombianos. Como él, su homólogo Grande-Marlaska asume probado que el régimen colombiano es una democracia que hace justicia. La querella no fue admitida. Víctimas y testigos, entre los que se encontraba Ricardo Ferrer, sufrieron una nueva afrenta. Junto a esas connotadas figuras judiciales podrían contarse centenares de cargos políticos, académicos, funcionarios, intelectuales, empresarios y periodistas. Y precisamente esa fusión o amalgama de empresarios/funcionarios/periodistas decide qué es noticia y qué no. ¿Por qué van a ser menos moralmente muchos de los sicarios que disparan a sus víctimas, que los distinguidos autores de silencios y salvoconductos en la cadena del genocidio? Su puntería es semejante.

La condición sine qua non de que una guerra sucia sea eficaz es conceder a quien la ejecuta la insignia de la razón y el blindaje de la impunidad. Cómodamente, desde sus escritorios, son miles de civiles los que deliberadamente participan del negocio de la guerra contrainsurgente en Colombia y patrocinan sus dispensas o absoluciones. Otros, de forma no intencional, como se dice de los efectos del mercado, quizá por desinformación, también colaboran con gran parte del circuito que, en 2010, se renueva sin renunciar a la inspiración uribista. Unos y otros, de cara a las víctimas de crímenes de Estado en Colombia, conforman una gran manada dispuesta a tergiversar, negociar y olvidar. Este libro existe porque no todos los elefantes se han reunido para hacer borrón y cuenta nueva. Algunos mantienen la memoria y la dignidad en alto, a contracorriente, para reanimar a la tribu, como Ricardo Ferrer llama a su gente, a la que él -con afecto y fe- manda y reenvía información sobre Colombia y otras tristezas, como lo hace el compañero Nelson Restrepo, documentando ambos parte de nuestra historia.

II. Una alusión ineludible: estamos enfermos

En 2009 murió en España el respetable y cultivado humanista Carlos Castilla del Pino, quien elaboró perfiles del derecho a la memoria. Le llamaban el psiquiatra rojo. Sus textos son útiles para pensarnos, ahora que hieden y se solapan los entornos políticos español y colombiano, que constatamos el encumbramiento y encubrimiento de psicópatas en el poder porque hay sociedades esquizofrénicas que los eligen. Castilla del Pino una vez expresó: «Tardíamente descubrí por qué nadie quería hablar de la guerra: porque había muchos niveles distintos de complicidad en las fechorías. El que mata, el que denuncia para que maten, el que manda matar, el que tolera, el que sabe pero calla… Todos estaban implicados y era mejor no hablar. Si ves una fechoría y decides callar, en cuanto se habla de ello te sientes culpable… Cuando no puedes hablar de todo lo que debes hablar, estás enfermo: eso crea un tapón que te bloquea muchas otras cosas. Y eso fue lo que pasó en la sociedad en general. Se optó por el ‘no pasa nada’, por el ‘nunca pasa nada’. Eso era muy característico del franquismo». Sin lugar a dudas, pueden fundarse muchas analogías entre lo que vive Colombia y lo que vivió y heredó el Estado español bajo un régimen fascista.

Apostado el testimonio de este libro en el Estado español, eso que dijo Castilla del Pino debemos recogerlo cuando, entre la inmensa mayoría de los exiliados y exiliadas en la dispersión, hemos necesitado algún día, y seguramente seguimos necesitando, la asistencia puntual de un psiquiatra, de un antipsiquiatra o de alguien que con similares saberes a cuestas nos diga de qué padecemos, de qué hemos enfermado y cuán grave es nuestro estado del alma. Por higiene, no sólo mental sino moral. Porque si las masacres que no son noticia son signo de buena salud, nosotros estamos enfermos; porque si, además de retribuirlas, es salud premiarlas (como pasó con Uribe Vélez en Madrid delante del sucesor monárquico o Príncipe de Asturias, delante de empresarios y políticos cuya espumosa verborrea democrática se confunde con su caviar), nosotros sí estamos enfermos.

Tiene apenas un atisbo de metáfora y sarcasmo lo que se acaba de manifestar. Ciertamente, no estaría mal que hubiera en algún momento un psiquiatra o un antipsiquiatra comprometido con la verdad, entre la concurrencia de personas por construirse con ella. Pero uno que no actúe como parapeto de una estructura de matones a sueldo, como hizo y continúa haciendo en Colombia un ex alto comisionado gubernamental, el psiquiatra Luis Carlos Restrepo, para tergiversar y encubrir crímenes del régimen que encabezó Álvaro Uribe Vélez. Gerencia de inmunes desde la cual se ha desarrollado una inteligente estrategia autoritaria, establecida con base en el negacionismo acuñado por el jefe de propaganda fascista de Uribe, José Obdulio Gaviria, enlace mafioso y paramilitar. En oposición a este género de esbirros, el llamado a alguien profesional y decente no es más que otra ironía. Lo que se demanda son seres que sean consecuentes con la verdad que llevan y enseñan.

El filósofo Santiago Alba Rico reconstruye al comienzo de uno de sus libros (Capitalismo y Nihilismo) lo que fue el mayor naufragio en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, en 1996, y cómo apenas un pescador de un poblado italiano se atrevió a romper el silencio, el miedo y la indiferencia reinantes y normales, ayudando a un periodista a investigar esta tragedia de la que habían sido víctimas 282 inmigrantes venidos de países muy lejanos. Subraya Santiago que la de aquel pescador fue una acción moral «en una sociedad de agnosia recompensada», sociedad que veía como natural o normal echar tierra sobre el naufragio. «Devolver cadáveres al mar era un gesto sano y rutinario mientras que tratar de salvar al menos su memoria era, en cambio, un atentado enfermizo contra la paz social». Ricardo Ferrer y Nelson Restrepo hacen acá algo equivalente a lo que hizo ese singular pescador siciliano que se negaba a volver a tirar al mar los restos de identidad de las víctimas.

III. La mediación y la lucidez del testimonio contra el negacionismo

La estrategia estatal en Colombia ha sido instituida en sucesivas y articuladas negaciones, entre las cuales están la negación del conflicto político-militar y sus causas, la negación del contendiente insurgente, la negación de las víctimas en serie, la negación del derecho internacional, la negación del usufructo político y económico de miles de asesinatos, masacres, desapariciones y del desplazamiento de población como limpieza territorial y política. Empresarios neoliberales, terratenientes, transnacionales, narcotraficantes, paramilitares y castas de políticos del statu quo, todos a una, en defensa de sus intereses de rapiña y hegemonía, aclaman la victoria contraguerrillera, manipulando expertamente a gran parte de la sociedad que danza ebria con ellos y que reelige su política, mientras se ocultan flotantes restos de verdad, restos de cadáveres indóciles.

Tomando claro partido por los de abajo, Ricardo y Nelson son un buen ejemplo de quienes saben que la historia de tanta ignominia no está culminada y, concernidos, hacen lo posible por removerla con lucidez en su quehacer y lugar. Sujetos inquietos, que comunican para intentar sanar con la conciencia, personal y colectiva, estando todos gravemente enfermos. Por eso su aporte no es sólo valioso y valiente, sino, más que oportuno, urgente. En la medida en que se les discierne y no simplemente se les oye. Si eso pasa, como debería ser con este libro, mejor nos atendemos y advertimos entre todos y todas, desde lo que somos y padecemos.

Nos podemos sanar cuando traspasamos la rutina de la denuncia sobre la muerte que decae en asunto banal; cuando se va más allá de una narración lineal al interpelar el afuera del declarante, cuya transparencia impulsa a comprender también los adentros del testigo que vive la indignación existencial por la impunidad; cuando nos reconocemos como él: con nuestro nudo en las manos y la garganta, mascullando palabras que no sabemos si tragar o devolver.

Ahora, en este texto, están convertidas en lanzas escritas, no ya por invocación del derecho a la memoria, sino por la obligación de la memoria, que en este caso es una sólida obligación poliédrica: profesional, ética y militante, que va de las circunstancias de sobrevivientes, entre las eventualidades y fatalidades de amenazas, a la opción que asumen como testigos por convicción, siendo ambos además leales a sus deberes de defensores de derechos humanos y, en el caso de Ricardo, de periodista, con el cometido de responder a las labores en las que ni la justicia es una fábula ni la memoria un ornamento, para que la paz que se construya tenga futuro.

Sobre esto último, es el momento de señalar cómo lo que Ricardo Ferrer vivió en 1997 y 1998 fue luego experimentado por otros mediadores por la paz o la regulación del conflicto armado, no ligados con las argucias de un Estado secuestrado por élites depravadas, sino facilitadores resueltos a cumplir un papel de efectiva e imparcial aproximación con las organizaciones rebeldes. Un ejercicio que ha costado la vida, la cárcel, la persecución, el exilio, la desaparición forzada o el permanente hostigamiento a mujeres y hombres, nacionales o extranjeros. Valga mencionar el enorme coraje de dos mujeres comprometidas con esa perspectiva de paz y justicia social, Piedad Córdoba Ruiz y Remedios García Albert, que enfrentan hoy la saña del Estado colombiano y las consecuencias de una sincronía política y judicial, operada por cuerpos de seguridad o agencias represivas de Colombia y España, respectivamente.

Una referencia me resulta imprescindible. Es sobre el proceso conducido por Piedad Córdoba y quienes la acompañan en la búsqueda de verdad recabada en cárceles de Estados Unidos, donde jefes paramilitares ya han indicado una parte de la responsabilidad directa de Uribe Vélez y sus camarillas en la ejecución de crímenes atroces. Ella dejó constancia ante altos cargos del Gobierno español, en junio de 2009, frente a algunos de nosotros, de lo que significa respaldar no a un gobierno de derecha por serlo, sino a un grupo de asesinos con esa franquicia política, con cuyo capo se sientan figuras que pregonan los derechos humanos, la defensa del derecho internacional y la alianza de civilizaciones. En sus escritorios están informes que, en otro tiempo, con otros políticos y con otros jueces, habrían llevado al menos a una distancia por razones de cálculo penal, por el futuro deseado de una quimera: que a una Corte vayan no sólo los autores sino quienes fueron copatrocinadores y beneficiarios, en sus variadas formas, del hecho criminal que nos avergüenza como humanidad. Los altos dignatarios de la política exterior española deberían saberlo.

Por eso el Estado colombiano ha buscado arrasar no sólo la mediación política -para hacer sentir su imperio sobre los otros, sin arbitraje o intervención que suponga algún diálogo y homologación de los insurgentes-, sino que ha perseguido con asombroso poderío los vestigios de verdad para destruirlos, amenazando a cientos de personas por la mediación de auténticos testimonios y acorralando la inmediatez de revelaciones temibles, suprimiendo la vida de varias claves, de declarantes tan directos como peligrosos. Un ejemplo fue el ex paramilitar Francisco Enrique Villalba Hernández, quien atestiguó contra Uribe en 2008, señalando, entre otros hechos, la responsabilidad del entonces gobernador de Antioquia en la masacre de El Aro, cometida contra campesinos de Ituango, entre el 22 y el 30 de octubre de 1997. Villalba fue asesinado el 23 de abril de 2009, cinco días antes de que Uribe recibiera en Madrid el premio Cortes de Cádiz a la Libertad y fuera agasajado por el empresariado español y los partidos de Rodríguez Zapatero y José María Aznar -quien debería estar ya acusado formalmente como criminal de guerra, al menos por la bomba de barbarie que lanzó en Iraq-, partidos que aprobaron en 2009 el cercenamiento de la jurisdicción universal, protegiendo así a pares israelíes y colombianos, entre otros.

IV. La verdadera solidaridad sin fronteras, la dignidad posible

La estampa de un psiquiatra o de un antipsiquiatra es simple simulación. Se busca al ser humano que pueda comprender los puentes del alma aquejada y lúcida de otros seres, y la propia, en revuelta moral frente a lo que nos rodea, mirando el cuerpo de un sufrimiento en la mente del cuerpo sufriente por violencias explícitas o sigilosas. Alguien que nos ayude a explicar qué diablos nos ocurre, desde un diagnóstico potable de la realidad impotable, compartiendo la no renuncia, la no venta, como lo hacen los autores de este libro, quienes comienzan y terminan indagando sin declinar, haciendo bien sin una remuneración. Alguien que nos esclarezca qué pesadilla nos duerme y nos pudre; que nos ilustre para examinar lo que nos pasa como sociedad cuando tanta muerte inmunda es tan altamente recompensada. Cualquiera puede arrimar el hombro para cargar estos cántaros de memoria; cualquiera que la tenga o la quiera producir como emancipación frente a leyes, sentencias judiciales y políticas, incluso refutando memorias justificadas cuando devienen en insolidarias.

Las memorias del pasado no pueden constituirse en canteras de dignificación y humanidad, si con ellas no se sostienen resistencias del presente y solidaridades con quienes se levantan contra la humillación y la injusticia en cualquier parte del planeta. Eso es ser hombre/mujer de su tiempo. Cara al mundo histórico y ético donde somos, no cara al sol, como reza el himno falangista, ni provechosamente mirando para otro lado, como el juez Garzón, ni con la cabeza baja. Ninguno de esos ha sido el rumbo de los defensores de derechos humanos comprometidos contra la servidumbre actual. Lo ha hecho Ricardo Ferrer, quien inició este libro antes que nada como artesano de la memoria, vigorizada y agudizada en su caso con nuevas agitaciones, con la alteridad de otros dolores asumidos con su correspondiente convulsión espiritual e intelectual. Por eso habla de la responsabilidad criminal de Israel, tanto por la barbarie a la que somete al pueblo palestino, como por lo que pasa en Colombia. Pues el precio de tener que estar allí en la primera etapa de su exilio, Ricardo lo convirtió en posibilidad al conocer el nexo entre los homicidas de allí y los de allá, con el mérito de querer comunicarlo, indicando la exigencia de ahondar en ese tema, que él nos deja enunciado para futuras pero urgentes investigaciones sobre la intensidad y actualidad de esa alianza entre estructuras y doctrinas criminales, alentadas en un punto medio: España.

El objetivo que Ricardo y Nelson persiguen, implicados activamente en las tareas de reparación de la esperanza, es que hombres y mujeres, desde la solidaridad despierta, nos puedan echar una mano para entender y combatir el hecho de que presidentes de gobiernos, que se estiman decentes, y amplias capas de sociedades cómplices, que alardean con los derechos humanos y las virtudes civilizatorias, abracen y rodeen en nombre de sus naciones, con pleno respaldo, a un mafioso como Uribe, sobre el cual abundan pruebas de crímenes y corrupción.

Los autores buscan que haya personas que nos acompañen cuando se pregunta y grita por qué a Uribe Vélez se le premia en España como defensor de la democracia y las libertades, cuando cientos y miles de madres, víctimas de la política uribista, lloran a hijos ejecutados, a hijas desaparecidas; cuando subsiste en la miseria material y en la sumisión una nueva generación que apenas recuerda los descuartizamientos de los suyos, las mutilaciones con motosierras, mientras se evapora la reciente confesión de que los paramilitares, socios de hecho de Uribe, usaron -entre otros métodos- hornos crematorios, por orientación de los mandos militares, para borrar huellas de cientos de víctimas o se encubre otra práctica también sistemática: el asesinato de centenares de muchachos pobres que fueron presentados como «guerrilleros dados de baja», fenómeno que se conoce como «falsos positivos», para que miembros del ejército, implicados en tal eficacia y resultados, pudieran obtener así recompensas de diferente orden: días libres, ascensos, dinero…

Por esas y muchas más razones, lo que se requiere ante la estrategia de un terrorismo de Estado que continúa y se moderniza -con el reemplazo inteligente de Uribe por nuevos agentes de tal política uribista de negacionismo e impunidad-, no es sólo ni tanto una lectura psiquiátrica sobre sus patologías ni una revisión de sus cuentas y haciendas, lo cual no vendría mal. Lo que se requiere es acompañar un poder material, social y político que proceda de la rebelión con límites contra la opresión; emplazar límites a quienes se lucran con la muerte; combatir tanta devastación probada. Como este libro lo demuestra: no todo está acabado, ni tiene porqué permanecer impotente o en silencio.

V. La violencia de un sistema

Cumplen los autores una importante labor con este texto, como otros pocos armadores de memoria han hecho estos años, documentando sobre el macabro régimen mafioso de Uribe, aproximándose en sus investigaciones al prontuario de un personaje que ha sido reseñado como importante eslabón del paramilitarismo y del narcotráfico, pese a lo cual se mantiene la imagen fijada por la propaganda que circula en la gran industria de los dominantes medios de comunicación, que nunca enseñan las pruebas que apuntan a aquel como un soberbio y avieso victimario. Pero este trabajo no nace sólo de un hacer periodístico acerca de la genealogía de la criminalidad que se alojó en cada vez más aparatos del Estado y el particular establishment neoliberal y neoseñorial. Se trata de un testimonio directo, al haber presenciado el rostro y el rastro de masacres ejecutadas contra comunidades inermes, por unas fuerzas militares y paramilitares adecuadamente coordinadas, cuando Uribe Vélez gobernó un gran trozo de Colombia en el ensayo de lo que es hoy un completo y complejo proyecto nacional y transfronterizo. Ricardo nos cuenta lo que vivió, lo que murió, lo que fue aniquilado y lo que resiste. Lo que escuchó y no puede callar. Nos lo viene narrando hace años.

Ahora ese relato nos lo ofrecen por escrito, en un sólo texto, trece años después de aquellas masacres, asesinatos y amenazas. No significa que sea tardío su aporte. Al contrario. Nos anticipa que el tiempo de luchar por la verdad, contra la impunidad de crímenes de lesa humanidad, no acabará pronto, y que será muy difícil su itinerario; que saber andar en ese proceso depende, en primer lugar, del hecho de no olvidar y de cuidar la indignación frente a lo perpetrado; que de ello nace nuestra dignificación; que hay iniciativas de las víctimas para no dejar que la violación lo irradie todo. Así, respondiendo a su modo todas esas demandas, este trabajo alimenta un expediente, que no es sólo contra Uribe Vélez. Con su sentido se subraya la cuestión de fondo: la podredumbre de un sistema.

Al contrario de lo que pasa en algunas experiencias de países con auge de investigaciones de la memoria histórica en la última década, envasadas algunas más para contemplaciones y apaciguamientos que para regenerar la batalla por la justicia, la cosecha que puede obtenerse de este esfuerzo de Ferrer y Restrepo junto a otros trabajos de documentación debe servirnos para enfrentar en este terreno las nuevas pretensiones de consolidación del régimen neofascista colombiano y, en nuestro ámbito, a sus valedores europeos. En oposición a una lógica de quietismo e inmunidad que ofrece una cierta memoria de adorno, investigaciones vivientes como ésta que van más allá de un reporte de derechos humanos o de un ensayo historiográfico nos deben animar a develar diversas complicidades, muchas agazapadas en cacareados nichos progresistas. Por ejemplo en España, donde de forma resuelta y cínica diarios como El País difunden mentiras o callan verdades, al igual que lo hacen formadores de opinión y algunos académicos liberales que enarbolan la cultura de la pacificación usando palabras como paz y seguridad a modo de disuasivos y disolventes, con los que hostigan en pos de la renuncia de diferentes rebeldías, para que cesen contra un sistema de opresión y sus mecanismos de reproducción, para que se acepte un orden de cosas radicalmente injusto.

Por eso es contundente este trabajo: porque su peso y su modestia contribuyen a que se abra -y no se cierre- una investigación contra Uribe Vélez, contra escuadrones de la muerte, contra unidades de las fuerzas armadas, contra grupos económicos depredadores. Una investigación que se realiza desde hace años por nodos de organizaciones y personas perseverantes en tremenda desventaja ante el poder del silencio, que trabajan por documentar las responsabilidades de la larga y honda guerra sucia en Colombia.

Nace así un proyecto de respuesta con propuestas serias, como la necesidad de una Comisión Ética, que se forja entre otras herramientas del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE). Todavía disperso, en ciernes, se cualifica para arrojar luz, ya en instancias internacionales, y mejor si fuera para procesos nacionales desde perspectivas de justicia de ruptura. Sin transacciones y transiciones funcionales a ese sistema de muerte, sino para la recomposición todavía lejana de un país y su cultura política. Que será superadora de paradigmas como el de la transición española, sólo si se logra conocer cómo y quiénes ordenaron desaparecer y matar a miles de personas; quiénes se hicieron con ello más ricos y poderosos; quiénes extirparon organizaciones sociales y políticas contestatarias; cómo se enmascaró una maquinaria de exterminio desde las direcciones empresariales de los medios de comunicación, que son los que hacen posible que la muerte de otros no sea noticia; que sólo reseñan lo que les interesa, como hacen con el alardeo de cifras del secuestro, cuya engañosa o falsa estadística ha quedado al descubierto, siguiendo la lógica de abultar para propagar una versión, para conquistar adhesiones a los planes de fuerza y ceguera contrainsurgentes.

VI. Contra la buena conciencia

Los autores de este libro y sus editores han sido tercos. Y a fuerza de su buena tozudez afectan la insensibilidad reinante: complican nuestra indolencia y acostumbramiento, para hacer incómoda la buena conciencia frente a los crímenes de los que somos más que espectadores. Al contar con este acreditado documento, que debería tener también una repercusión judicial si cayera en manos de algún fiscal o juez honrado, tiene que ratificarse lo dicho otras veces sobre personas de nuestro tiempo que son como aquellos hombres que Albert Camus describió en La Peste, en la aturdida elaboración de una indocilidad ante el pláceme de la muerte. Y evidentemente la impunidad que reproduce el crimen de los poderosos es muerte. Sin más. Por eso quienes acá documentan no se fugan de su deber. Escogen ser dueños de su testimonio y no esclavos de sus silencios.

En 1963 se publicó el libro La banalidad del mal de la filósofa judía Hannah Arendt. En él se refirió ella a Eichmann, aquel nazi responsable de miles de asesinatos dentro de la maquinaria genocida en la que era apenas un burócrata. Con la descripción de este funcionario, ella relató no sólo una cierta psicología del matón de buena conciencia, sino la lógica de su trabajo en la industria de la muerte. La banalización del mal significa así varias cosas: que el mal es común y una rutina; que al convivir con lo perverso no lo distinguimos de lo ordinario; que carece de toda importancia y novedad.

Después, muchas reflexiones jurídicas, pedagógicas, filosóficas y sociológicas, plasmadas en publicaciones, o producciones de cine y teatro, han reivindicado o recordado, del otro lado, la denominada banalidad del bien, en cuya cadena se supone están los que no matan, los que tienen interiorizada la bondad, a los que les es connatural ser benignos, a los que les es familiar y habitual hacer el bien. Por ejemplo, quienes sienten que cuando van a su oficina en un banco, una ONG, una agencia de cooperación o ayuda humanitaria, una universidad, una iglesia o una dependencia estatal, desempeñan una función no perjudicial, asumida como útil y equitativa, desde la que se postula y cumple la normalización de un modelo que lubricamos y mantenemos con presunción u orgullo, como si no asesinara y expoliara o como si no contara para ello con nuestro permiso o colusión.

De ahí que la inmensa mayoría de los periodistas, políticos o empresarios gocen de buena y tranquila conciencia. Y también las capas de súbditos de esa lógica a la que estamos enganchados. Una tibia racionalidad que no se ve asaltada, salvo cuando libros como el presente tocan a la puerta, pero sólo de ciertas sensibilidades, para hacernos mirar, preguntando qué hemos hecho y qué haremos ante esta miseria humana. No para injertar la culpa, sino para sembrar la resistencia. El libro aludido de Alba Rico lo hace señalando que debemos hacer sentir que las cosas ocurren realmente, localizando los focos de construcción de la realidad; y éste, el que tenemos en las manos, concreta un esfuerzo de memoria no decorativa o estética, impugnando la lógica que oculta lo sucedido, la que hace que el crimen elocuente no sea noticia.

Que maten a otros y no sea noticia y, si llegara a ser noticia, que permanezcamos en nuestro confortable sillón, tiene que ver no sólo con dimensiones epistemológicas y psicosociales, sino con las consecuencias éticas y políticas de un sistema destructivo. Dos pensadores cercanos trabajan con suma claridad y rotundidad esa reflexión para nuestro despertar, dos compañeros del ámbito cultural, político e intelectual español, Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria (de ambos es el reciente libro El naufragio del hombre). El profesor Fernández Liria nos ha dicho: «no cabe duda de que el papel de los medios de comunicación respecto del nihilismo contemporáneo es mucho más importante que el de la Iglesia. Los periodistas y los intelectuales mediáticos son los nuevos sacerdotes y obispos de este mundo secularizado en el que se ha vuelto imposible distinguir el bien del mal». Cita a Günther Anders, pareja de Arendt, quien, refiriéndose al colapso moral que representó que todo un pueblo como el alemán acompañara la aventura nazi, denunció la continuidad de esa complicidad entre nosotros, en la conciencia occidental en general. «Lo que le preocupaba era que nos habíamos vuelto analfabetos emocionales y que eso nos abocaba a un abismo moral en el que todos nos hacíamos cómplices de un holocausto cotidiano e ininterrumpido». Alba Rico nos viene exponiendo coherentemente, y con ello nos revoluciona, sobre cómo el capitalismo perpetra el nihilismo normalizado, sin que reaccionemos a la selección de vidas, al cálculo que mata, al ordenado precio de la vida de otros y el desprecio por su muerte. Esto es lo que explica que los empresarios y políticos españoles, o los editores de El País, se deleiten con el sicariato eficaz de Uribe Vélez, laureado por su colosal seguridad para los negocios, pues ha podido brindar y blindar resguardos para la continuidad del saqueo económico y el enajenamiento. Como lo hacen en relación a Palestina, Afganistán o Iraq. Ellos mercantilizan para que unas matanzas lejanas, en la geografía y en el tiempo, sean un dato más del que podemos prescindir, tanto como del postre.

Mientras miles y miles realizaban sus compras de año nuevo, una fría noche de enero de 2009 en Madrid, estaba Ricardo Ferrer con otros latinoamericanos defensores de derechos humanos e inmigrantes. Entre no más de un centenar de personas en un grito común, vencidas pero no rendidas, coincidentes, con la justa indignación y esa dignidad evocada que surge de estar al lado de las víctimas de un sistema, no del otro lado. Sin más banderas que la lucha por la verdad, como si ella fuera suficiente. Protestaban por la masacre que gran parte del mundo, no sólo Israel, estaba cometiendo contra el pueblo de Gaza, sobre la cual semanas después pasaron página los grandes diarios y los círculos políticos dominantes, como sucede año tras año, mes a mes, ante los crímenes y la impunidad institucionalizada en Colombia. Es la limpieza mediática que sigue a la limpieza étnica o política-social del enemigo, de los otros.

No siempre va a ser así. Hay límites. Hay rebeliones que ya deambulan de la mano y con la palabra de derrotados y derrotadas, en insumisión, que saben que lo son y que permanecerán en tal revuelta moral, porque repudian el triunfo del entorno, el de los crímenes que nos rodean y sus gestores. Testigos no protegidos sino expuestos, que dan cara entre el fandango de tanta mentira y frente a la incitación de tanto olvido.

Contra la estructural banalidad del mal y sus equivalencias prácticas, como lo es el bien, banal o no, predicado en un sistema de mercado capitalista que monopoliza sus buenas violencias.

Contra la buena conciencia que paga en diferido y en especie a los asesinos a sueldo, y contra la tranquila conciencia y el bien estar que comparte renta y dividendos de miles de asesinatos ordenados desde arriba.

Contra el bien que hace viable el éxito histórico, no de los que ayer activaron la motosierra, sino de ilustrados civiles, políticos, jueces, empresarios y propietarios filántropos que la prestaron para encumbrar a Uribe Vélez como presidente y regidor, y a sus sucesores.

Contra el bien de los jueces que absuelven a victimarios en Madrid o Bogotá, mientras persiguen a víctimas y testigos, y contra el bien que los maquilla en medios de comunicación, desde España o Colombia.

Contra el bien que oficia como condición de posibilidad de la impunidad y como condición sine qua non de las violaciones por venir. El bien de los que deciden, desde sus emporios, que matar y morir lejos y pobremente no es noticia.

No siempre va a ser así. Nos lo pone de presente la afirmación ética y esperanzadora de este libro que Ricardo Ferrer y Nelson Restrepo nos entregan, con la labor editorial de Cambalache y Soldepaz Pachakuti. A todos ellos, gracias.

Carlos Alberto Ruiz Socha
Abogado e investigador social
abril de 2010
A doce años del asesinato, ejecutado por el Estado colombiano,
del Compañero y Maestro Eduardo Umaña Mendoza.

Nos matan y no es noticia. Parapolítica de Estado en Colombia,  Ricardo Ferrer Espinosa y Nelson Javier Restrepo Arango. Editan Cambalache y Soldepaz Pachakuti. Primera edición, mayo de 2010.

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