En una de sus habituales columnas del rotativo ‘El Mercurio’, de agosto recién pasado, recuerda Carlos Peña (a menudo, olvidado por él mismo) que, para poder entablar un diálogo —y, agregamos nosotros, para escribir—, necesario es el empleo de un lenguaje común.
“[…] las personas se entienden no cuando hablan entre sí, sino cuando asignan a las palabras que emplean el mismo significado.
Si lo anterior no ocurre, en vez de diálogo hay simple desencuentro, apenas una coincidencia de sonidos”[1].
No deja de ser notable que este saludable consejo haya sido una norma constantemente empleada por nostros en los trabajos que hemos realizado, cuidando muchas veces no herir sensibilidades o reacciones altaneras que protegen, generalmente, conceptos poco elaborados o equívocos. Como sucede cuando se hace referencia, majaderamente, a la ‘violencia’[2], afirmación que vale, naturalmente, para los efectos de conversar o escribir acerca de la ‘legitimidad’.
EL CONCEPTO DE ‘LEGITIMIDAD’
El Diccionario de la Real Academia Española RAE, define tal vocablo como
“[…] cualidad de legítimo”.
Por su parte, entre otras acepciones, esa misma autoridad lingüística asevera que ‘legítimo’ es
“[…] cierto, genuino y verdadero de cumplir en cualquier línea”.
No deja de ser lamentable que el referido Diccionario, así como lo hace con la ‘legalidad’ —al destacar su relación con lo ‘legal’—, omita indicar el origen de la legitimidad que, para numerosos autores, ha de encontrarse en las formas de relación de los seres humanos entre sí, en determinada formación social del planeta. Así lo hace, entre otros, el teórico greco/francés Nicos Poulantzas[3].
Siguiendo su razonamiento, hemos querido encontrar la esencia de la ‘legitimidad’ en esas formas de relación humana, relaciones que dan origen a la cultura (y, por ende, mantienen estrechos vínculos con la moral o la ética) de una sociedad, a objeto de separar definitivamente su significado del de ‘legalidad’, concepto jurídico que se emplea en el campo del Derecho al que no pocas veces, por error, se le sinonimiza.
Nos mantenemos en una línea teórica similar a la que adoptase, también, Max Weber para quien la legitimidad de un estado no es más que
“[…] una creencia por parte de los miembros de la población que habita el territorio bajo su dominio”[4].
No se trata, sin embargo, de una creencia cualquiera. Como lo expresa un académico, que estudiara los trabajos del pensador alemán, dicha legitimidad
“[…] se basa en la creencia de que las reglas de acceso en vigor son las mejores (o las menos malas), dadas las condiciones sociales y políticas del contexto”[5]
‘Legalidad’ no es, por consiguiente —y en modo alguno—, sinónimo de ‘legitimidad’. Antes bien, son categorías (en términos semióticos) que pueden encontrarse en abierta contradicción: lo ‘legal’ puede adoptar el carácter de absolutamente ‘ilegítimo’ y lo ‘legítimo’ puede mostrarse por entero ‘ilegal’ o, en el peor de los casos, como un fenómeno abiertamente ‘alegal’, es decir, no delictual, sino completamente fuera de las fronteras que delimitan el campo del derecho positivo.
LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD
De esta manera, legalidad y legitimidad, categorías que debieran presentarse normalmente en el carácter de paralelas, yuxtapuestas, guardando estricta correspondencia entre sí, lo hacen, en determinadas circunstancias, bajo la forma de expresiones contrapuestas, algo que debería preocupar a quienes ejercen la política como profesión.
Porque, en esos casos, estando ambos conceptos en abierto antagonismo, no puede presumirse (erróneamente, por cierto) que la estabilidad de una nación esté asegurada y que toda la administración del Estado pueda seguir realizándose en la forma normal que se hacía hasta antes de entrar en colisión ambas expresiones. Y es que, en tales casos, lo que era ‘legal’ se ha tornado ‘ilegitimo’, o lo que era ‘legítimo’ se ha trocado en ‘ilegal’.
Los gobiernos, que constituyen la especificidad de una formación social y, por eso, su generalidad (o, también, lo accesorio de lo principal), son duramente afectados por estas contraposiciones; y dado que lo específico sigue la suerte de lo general —al igual que lo accesorio respecto de lo principal—, también tales categorías siguen esa suerte. Pueden, en consecuencia, tornarse en ‘legítimas’ o ‘ilegítimas’ y en ‘legales’ o ‘ilegales’, según sea la circunstancia. Es decir, en palabras similares, gobiernos que pudieron ser ilegales se hacen legítimos en tanto aquellos que han sido legales pueden devenir en ilegítimos.
CUANDO LO LEGAL ES ILEGÍTIMO Y CUANDO LO ILEGAL ES LEGÍTIMO.
Así, pues, llegamos a un estado en el que podemos estatuir como ‘ilegítimas’ ciertas acciones legales y como ilegales ciertas acciones legitimas. En estos casos, cobra asombrosa actualidad aquel refrán que se expresa vulgarmente bajo la sentencia ‘el ladrón detrás del juez’.
Pero, ¿cuándo sucede ello? ¿Cuándo el ladrón adquiere la capacidad de procesar al juez y situarse en su lugar? Ello ocurre, simplemente, cuando la sociedad lo tolera. Chile ha sido testigo de ello en innumerables ocasiones. En efecto, los casos en que defraudadores del Fisco han sido condenados a cumplir clases de ética (¡!) o se perdona a grandes depredadores políticos (casos de Penta, SOQUIMICH, SENAME, etc.) y se mantiene en prisión preventiva durante más de un año a jóvenes que participaron en una protesta nacional destruyendo luces del alumbrado público o señales del tránsito e, incluso, armando barricadas, está (medianamente) claro que se ha actuado dentro de los estrictos marcos la ley. Lo que implica que, si la ley equipara el valor de una defraudación de miles de millones de dólares al valor de un semáforo, su contenido es abiertamente inmoral. Y si la autoridad condena a los defraudadores a clases de ética y a los manifestantes a prisión, ha actuado ilegítimamente. En palabras más directas, la autoridad ha violado toda conducta ética aceptable. Aun cuando haya cumplido con la ley, algo que, incluso, estaría por verse. Porque no podemos estimar al Congreso tan torpe e irreflexivo (que no se fija o pone escasa atención en lo que aprueba) o perverso y mal intencionado (que actúa subordinado constantemente a intereses particulares y no al interés general de la comunidad).
CÓMO PUEDE DETERMINARSE LA LEGALIDAD O LEGITIMIDAD DE UN GOBIERNO
En sociología no se ha inventado aún el termómetro que permite medir el grado de aceptación o rechazo que tiene la administración de un país. Esa medida, hasta hace algunos años, era indicada por los eventos eleccionarios que, a menudo, daban amplio respaldo a la coalición gobernante o, simplemente, la ignoraban. En palabras distintas, hacían legítimo lo que pudo ser ilegal o ilegítimo lo que había comenzado como legal.
En la sociedad de hoy, ese termómetro no ha dejado de ser útil. Por el contrario, cobra extraordinaria validez, aun cuando está siendo superado por otras formas de medir que vienen abriéndose paso desde hace varios años y que adquieren cada vez mayor significación y precisión en sus pronósticos. Me refiero a las ‘encuestas’ que hoy abundan, dado el salto gigantesco que han experimentado los saberes estadísticos.
Las encuestas, que realizan en Chile, periódicamente, y de preferencia, organismos privados —a veces comprometidos con el gobierno de turno—, se encargan de entregar esos pronósticos de apoyo ciudadano. Pero hay límites a tal compromiso: una mentira puede sostenerse, pero sólo hasta cierto punto. De ahí en adelante, la empresa que realiza tales mediciones puede entrar en el descrédito y perder toda credibilidad. En esos casos, se puede asegurar que ‘la confianza, al igual que la honra, cuando se pierde no se recupera jamás’: la empresa que miente pierde toda credibilidad. Sin embargo, puede ser usada como arma política en determinadas circunstancias. Todo va a depender del grado de polarización de las fuerzas políticas que se enfrentan y de la credibilidad de los instrumentos de medición que se van a utilizar para medir el fenómeno.
UN RECUERDO DE LA ‘UNIDAD POPULAR’
La elección del Gobierno de la Unidad Popular, en 1970, con un 36% del electorado, se llevó a cabo como todas las elecciones presidenciales realizadas bajo la Constitución de 1925: ningún Gobierno electo bajo sus normas obtuvo mayoría absoluta. Nunca hubo segunda vuelta o ‘balotaje’ para asegurar esa mayoría’. La ratificación de la elección la hacía el Congreso Nacional quien, normalmente, respetaba la mayoría relativa de todos los candidatos. Se hizo de esa manera, incluso, para la ratificación de Eduardo Frei Montalva, electo con una mayoría que casi llegaba al 50% de los votos válidamente emitidos por el electorado.
En 1973 no se contaba aun con el desarrollo de las encuestas como formas de medir la aceptación ciudadana. Y la polarización de las fuerzas era de proporciones. Estos hechos bastan para entender, desde ya, lo complejo de la situación. Por eso, no debe sorprender que una de las explicaciones dadas para justificar el golpe militar de 1973 fuese aseverar que el Gobierno de Salvador Allende era un Gobierno que no representaba a la mayoría de la población puesto que había sido electo con sólo un 36% de la votación nacional. La circunstancia que la votación en las elecciones parlamentarias de 1973 le hacía rondar con un apoyo ciudadano de casi el 50% no fue considerada a pesar que ese triunfo llenaba de júbilo a la coalición gobiernista. Y, por el contrario, hubo quienes lo vieron como la amenaza más seria a la oposición.
Esta forma de usar en provecho propio la ‘legitimidad’ (aunque sin los resultados de las elecciones parlamentarias de 1973, obviamente) fue empleada, años más tarde, por los sectores opositores en el segundo mandato de Michelle Bachelet, acusando a su Gobierno de ser ‘ilegítimo’, aunque ‘legal’. Sin embargo, aunque Bachelet jamás bajó de un 20% de aprobación ciudadana, tal cifra ya se consideraba un baldón para quien ejerciese la Primera Magistratura de la nación.
EL GOBIERNO DE SEBASTIÁN PIÑERA EN SU SEGUNDO MANDATO
Piñera fue electo con un porcentaje alto de votos; superó con creces al obtenido por su contrincante que era Alejandro Guillier. Y se suponía que mantendría ese apoyo hasta el término de su mandato. O, al menos, si no el mismo, un porcentaje respetable que no lo colocara en una situación similar a la de su eterna rival, Michelle Bachelet, con quien siempre quiso competir.
No fue así, sin embargo. Los ‘treinta años’ de sometimiento al que se tuvo (y aun se tiene) a la inmensa mayoría de la comunidad nacional, le golpearon en el rostro. La propia empresa elaboradora de encuestas que dirigía un amigo suyo arrojaba, para él, en diciembre de 2019, una cifra de aprobación de sólo un 6% en tanto al Parlamento le asignaba un 3%.
UN GOBIERNO LEGAL QUE SE TROCA EN ILEGÍTIMO
La cifra de aprobación de Piñera, el mutilador, no supera hoy el 15%. Representa a un Gobierno que, habiendo sido legalmente electo, ha devenido en ilegitimo. No representa el interés de la comunidad nacional. Debe, en consecuencia, dimitir, abandonar el cargo y entregarlo a una autoridad aún no contaminada con las graves violaciones a los derechos humanos, que pueda llamar a nuevas elecciones y dar tranquilidad a la nación. Esta idea no es nueva: en marzo de 2020, en una entrevista que le hiciera el canal de televisión CNN, Jaime Mulet, diputado por el Frente Regionalista Verde Social FRVS, había expresado sobre el particular:
“Hoy día el presidente es el problema que tiene este país, él es el problema, él no es la solución. ¿Por qué es el problema? Por lo que él representa, por su historia, porque ha tenido cuatro meses y no ha sido capaz de cambiar un ápice respecto a las reformas profundas que el país necesita”.
“Piñera tiene que irse, y creemos que la forma que proponemos los Regionalistas Verdes hoy día, es una forma democrática“[6].
Una autoridad que se torna ilegítima debe hacer abandono del cargo que detenta. Como el rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba, un presidente que se vuelve ilegítimo contagia con su ilegitimidad a todo su Gobierno. En palabras más directas, se hace moralmente insoportable a la vez que inaceptable.
HAY OTRAS RAZONES VALEDERAS
En medio de una sociedad convulsionada como lo está la chilena, un presidente que ame su patria debe hacer abandono de su cargo y no hacer más difícil la situación. Porque su ilegitimidad lo convierte en ‘interlocutor no válido’, en un ‘ilegítimo contradictor’. En suma, una persona que se ha inhabilitado como dialogante, un personaje con quien no puede entablarse parlamento alguno. Lo señalamos en una de nuestros trabajos:
“[…] si bien al principio pudo ser Sebastián Piñera la persona indicada para hacerlo en su calidad de presidente de la nación, tras su declaración de guerra a la población se inhabilitó por completo; y selló para siempre el destino de su misión al hacerse responsable de la muerte de una indeterminada cantidad de personas, mutilar visualmente a casi quinientos chilenos, encarcelar a otros varios miles y disponer la represión constante y arbitraria de toda la población. Piñera no es hoy el ‘interlocutor válido’. No es, por consiguiente, ‘legítimo contradictor’. No es casualidad que una de las peticiones más voceadas por los movimientos sociales sea su resignación al cargo de presidente de la nación. Piñera debe irse.[7]”
Piñera está enfermo, y así, como se encuentra, está dando muerte a la democracia. La petición que el Comité de Defensa de los Derechos Humanos y Sindicales CODEHS hizo en enero de 2020 al presidente del Senado, en ese entonces, Jaime Quintana Leal (PPD) —y que éste, mañosamente, archivara—, de proponer su separación del cargo por enfermedad, es otra razón que, incluso, podría hasta explicar la resistencia que opone a la proposición que se le hace de hacer resignación del cargo que desempeña. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra “Cómo muere la democracia”, advierten que
“[…] la trágica paradoja de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia, utilizan sus propias instituciones para de manera gradual, sutil e incluso legal liquidarla”[8].
Piñera, como cabeza de un gobierno éticamente reprobado, ilegítimo, insoportable para el 80% de la población que se manifiesta a través del voto, debe hacer resignación del mandato recibido en 2017. No puede hacernos parafrasear la letanía que, majaderamente, profería José María Aznar, en España, contra el presidente José Rodríguez Zapatero, en cada oportunidad que tenía, ‘Váyase, señor Rodríguez Zapatero. Por favor, váyase’. No puede obligarnos a recurrir a la fórmula que propuso su actual ministro de Relaciones Exteriores Andrés Allamand, en su libro ‘El Desalojo’, para terminar con el gobierno concertacionista. No puede, y no debe.
Santiago,
noviembre de 2020
[1] Peña, Carlos: “El pacto verbal”, ‘El Mercurio’, 25 de octubre de 2020.
[2] Acuña, Manuel: “Pero, entonces… ¿qué es la violencia?”, publicado en varios medios digitales de INTERNET, octubre de 2020.
[3] Véase, al respecto, la obra de Nicos Poulantzas “Poder político y clases sociales en el Estado capitalista”, Ediciones Siglo XXI (Mèxico, Chile, Argentina, España).
[4] Mazzuca, Sebastián L.: “Legitimidad, autonomía y capacidad: conceptualizando (una vez más) los poderes del Estado”, Revista de Ciencia Política, Vol.32, Nª3, Santiago, 2012.
[5] Mazzuca, Sebastián L.: At. Citado en (4).
[6] Redacción: “Jaime Mulet (FRVS): ‘Piñera tiene que irse y la forma que proponemos es democrática’”, CNN Chile, 11 de marzo de 2020.
[7] Valenzuela, José Luis y Acuña Asenjo, Manuel: “La Revoluciòn Chilena de Octubre”, Editorial Senda/ Senda Főrlag i Stockholm, Santiago, 2020, pág. 349,
[8] Citado por Braulio Jatar en su trabajo “¿Puede un pueblo sometido por un tirano, ejercer el derecho de la autodeterminación?”, ‘El Dínamo’, 05 de octubre de 2020.