No se trata de apostillar al voto en sí, como mecanismo que sirva para elegir a nuestros representantes. Eso está fuera de toda duda. Sin embargo, el problema no radica tanto en «por quién votar», sino «para qué votar». Mirado así el problema, y de acuerdo a las condiciones políticas reales que se vivan, el […]
No se trata de apostillar al voto en sí, como mecanismo que sirva para elegir a nuestros representantes. Eso está fuera de toda duda. Sin embargo, el problema no radica tanto en «por quién votar», sino «para qué votar». Mirado así el problema, y de acuerdo a las condiciones políticas reales que se vivan, el voto puede servir, y otras, no servir. El problema radicará en saber discernir, cuando ese voto va estar en una vereda o en otra.
En mi opinión, en las actuales condiciones políticas-sociales y económicas, nuestra sociedad necesita «cambios» estructurales y no meros ajustes y reformas. En este contexto, el voto va a perder efectividad si no va a ser un vehículo que sirva para efectuar los cambios que nuestra institucionalidad reclama (Constitución, Isapres, AFPs, Código de Aguas, Código Laboral, Concesiones Mineras, Educación Pública gratuita, etc.,). En definitiva, un voto que tenga la seguridad de que quien llegue al Palacio de La Moneda, no va a continuar con la misma política de siempre: puros ajustes, reformas, o mera cosmética.
En este contexto, no es misterio decir que, en las actuales condiciones políticas, el votar se ha convertido en un puro ritual, en un sin sentido, al no producir los efectos que de suyo natural se le atribuyen al voto. En tal virtud, el voto se ha deslegitimado, se ha descredibilizado, peor aún, se ha convertido en un elemento de distracción, un vehículo para cazar incautos. Un proceso que se repite cada cierto número de años, para bien administrar y peor aún, consolidar y profundizar los privilegios del poder económico y político vigentes.
¿Pero qué es el voto? Este no es más que una forma liberal de perpetuación del poder del Estado con sus instituciones. Fue instaurado desde la Revolución Francesa y repetido por los proyectos constitucionalistas posteriores. Es la piedra angular de las democracias burguesas, desde su ascenso al poder, y que ha venido perfeccionándose para perpetuar el poder de los gobernantes que, en general, pertenecen a las capas altas de la sociedad. Las constituciones incluyen este sistema con matices más o menos similares y a veces disímiles, (monarquías, presidencialismo, parlamentarismo), sin embargo, hay un elemento común en todos ellos: perpetúan las relaciones de desigualdad y de opresión, sin cambios verdaderamente profundos.
Sobre el voto y las elecciones, es interesante saber cómo el poder económico, político, mediático, sociocultural, en suma liberal capitalista, ha creado toda una maquinaria para que el ciudadano crea que el voto y las elecciones cumplen con toda una normalidad, como si se tratase de un orden natural y, a veces, hasta divino. Entonces, quien se suma a la crítica consciente, sobre la naturaleza del voto, termina siendo tachado de rebelde, anarquista, o cualquier otro epíteto estigmatizador que se le quiera dar.
El voto, como tal, no es sinónimo de libertad ni de acción real de la sociedad, sino que es una forma de atarse a los designios de una pequeña minoría que ha podido montar su juego del poder y que ha sabido orientar a la mayoría hacia esa burda pero eficaz mentira llamada democracia electoral. Misma que ha podido apaciguar a este gran rebaño por medio de una poderosa maquinaria que sustenta el orden establecido en lo político, económico y social.
En fin, en sus efectos prácticos, el voto y las elecciones no han sido otra cosa que la máscara utilizada por el liberalismo para producir la ficción de una participación popular en los gobiernos, lo que ciertamente, de ningún modo, se cumple. Porque si bien el pueblo vota, éste no tiene ninguna incidencia en el manejo de los asuntos públicos ni tan siquiera en los asuntos de los problemas vecinales.
Pero no se puede hablar aisladamente del voto y las elecciones sin relacionarlas con lo que se entiende por democracia. En este sentido lo primero que hay que decir es que la gran falacia de la «democracia», en su fase actual, es que se la ha considerado desde un punto de vista puramente instrumental, desde una visión reductiva, alejada de sus principios teóricos fundacionalistas más proclamados («gobierno del pueblo y para el pueblo», «igualdad de derechos», «elecciones libres», «participación», «justicia social», etc.).
Instrumental, en el sentido que se la mira desde un punto de vista puramente cuantitativo, alejado de sus elementos cualitativos o valóricos. Democracia remitida a una cuestión de simple número, como democracia puramente representativa (y no participativa) ligada a un puro ritual eleccionario, en que la gente sólo es convocada a votar pero no a elegir, lo que es cosa bien distinta. Se soslaya que la práctica de los actos eleccionarios, para que vaya a correlato con sus supuestos teóricos más proclamados, exige la expresión del ejercicio de la «voluntad libre», esto es, una voluntad que no sea ni inducida, ni coercionada, ni condicionada, ni menos aún, manipulada.
A este respecto, sabemos que los supuestos de libre elección, atribuibles hoy a la democracia, no se cumplen en la mayoría de los países del mundo. La apologización de la democracia, a la que recurre frecuentemente la clase política contemporánea, no tiene más sentido que inscribirla dentro de aquel contexto intelectual que se ha plegado a las concepciones liberales de hacer política, esto es, orientada a preservar el poder en el ámbito de una elite minoritaria y clasista. Un plegamiento que valora la vida política sólo como una asociación meramente instrumental, cegándose ante la esencial importancia de la participación ciudadana activa en la vida pública.
De otra parte, en tanto subsista una multiplicidad de grupos que pueden navegar entre lógicas antagónicas, resulta contradictorio negarles sus derechos a las lógicas minoritarias por el simple hecho que así lo haya determinado una mayoría. Por eso, solucionar la democracia mediante un puro procedimiento de suma y resta aparece hoy bastante mezquina. Y es en este cuadro cuando una democracia más participativa que representativa debe empezar a tomar vuelo.
Delegación y participación; nada de antagonismo sino complemento enriquecedor. La somera enumeración de caracteres distintivos de la democracia, por sí sólo no bastan. Las democracias para que sean plenas requieren, además de otras condiciones, de la participación efectiva de la ciudadanía. Por eso, frente al encandilamiento de las supuestas bondades de la democracia puramente representativa, aquí estamos los que hoy observamos esta modalidad con desconfianza, con conciencia crítica, porque avizoramos e intuimos de algún modo la crisis que se avecina.
En su momento, Zbigniew Brzezinski explicaba: «En la sociedad tecno trónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma del apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente dentro del radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo, las técnicas más recientes de comunicación para manipular las emociones y controlar la razón».
Una reflexión que revela la realidad actual. Esto se debe a que la democracia, en su actual modalidad y fase, contiene todos los elementos para dar curso al ejercicio de la manipulación. Manipulación no tomado como un término del todo cerrado, sino más bien como un concepto asociado a la idea de que la ambigüedad en lo humano, como realidad ontológica que lleva sobre sí el hombre, es volcado en favor de tal o cual proyecto, o tal o cual acción, sin que el sujeto se dé cuenta de ello.
Por tal, una decisión que aparenta ser libre, no es más que la expresión de condicionamientos inducidos que actúan desde el lado de afuera hacia los subconscientes. Sin embargo, reconocer la manipulación contraría la conciencia de la adultez y, por tanto, tal posibilidad, aunque sea un dato de la realidad tiende a ser negado, fundamentalmente, por aquellos mismos que son manipulados.
Gramsci en sus notas referidas al carácter de la opinión pública señalaba que cuando el Estado quiere iniciar una acción impopular o poco democrática, empieza a ambientar una opinión pública que sea adocilada a tales propósitos. En efecto, sirviéndose de la publicidad, los medios de comunicación y las encuestas de opinión, el Estado es capaz de crear una sola fuerza que modele la opinión de la gente y, por tanto, la voluntad política nacional, convirtiendo a los discrepantes en «un polvillo individual e inorgánico.»
Esto quiere decir que la adhesión «espontánea» de las masas a los propósitos y fines del sistema, no implica una adhesión racional y consciente, sino más bien el resultado de un proceso compulsivo y manipulador capaz de dejar en total estado acrítico a los que recepcionan los mensajes.
En fin, el poder que tienen los dominadores, lo tienen sólo porque nosotros consentimos en ello, porque nos convencieron funcionar bajo la premisa de la competencia por sobre la cooperación, por el individualismo, por sobre la comunidad, dividir e imperar usando todos los recursos comunicacionales que tienen. Esta actitud, que desde un punto de vista psiquiátrico caería en un grado de Psicopatía, desde el punto de vista filosófico, según Nietzsche, correspondería al nivel de obediencia que lleva en su ADN el espíritu de rebaño, todos corderos, todos borregos, no más allá de eso.
Ahora bien, cualquiera que salga electa de las dos candidatas en disputa, para las elecciones presidenciales del 15 de Diciembre, todo seguirá igual, es decir, seguiremos viviendo en un sistema institucional en que todos los espacios fundamentales están copados por el mundo de la derecha, sobre todo, de la económica que es la predominante. Carlos Marx ya nos advertía, hace 200 años, que lo predominante es la infraestructura (el poder económico), y que la superestructura sólo es derivada de ésta (religión, tribunales, política, FFAA, etc.,)
Y no deja de tener razón, cuando en nuestro país estamos viviendo con crudeza tal realidad. En efecto, las Fuerzas Armadas seguirán siendo de derecha, igual los directorios de las AFPs, Isapres, bancos y financieras. También los dueños de Malls, Supermercados y cadenas farmacéuticas, así como también, las empresas concesionarias de carreteras. La educación seguirá con su lucro a cuestas, así como el agua potable – caso único en el mundo- seguirá siendo propiedad privada. La energía, los minerales y peces seguirán siendo entregados a las multinacionales o transnacionales, todos sus dueños, por cierto, de derechas. En la salud seguirán habiendo clínicas para ricos y consultorios para la clase media y los pobres. Prensa, radio y televisión, seguirán bombardeándonos con sus mentiras, al compás de las instrucciones de sus dueños, todos ellos de derecha. Así, suma y sigue, en un largo etc.
Y si la derecha es propietaria de todo lo que existe en nuestro país, ¿De qué es dueño el pueblo?
No hay donde perderse: de sus sueños, de sus puras ilusiones. Para eso tienen los programas de farándula, el fútbol, los realities, el Festival de Viña del Mar, los Malls, las tarjetas de créditos, el Kino, los carretes, y la ilusión de que somos dueños de esta tierra a través del espejismo del voto y las elecciones. La religión como opio del pueblo, advertido en su tiempo por Carlos Marx, ha sido reemplazada hoy por estos nuevos opios.
Noam Chomsky se refiere a una de las estrategias de las elecciones como la distracción, consistiendo ésta en desviar la atención del público de los problemas importantes y reales, y de los cambios decididos por las élites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes.
¡Dejad que los votos se acerquen a mí! Parece ser la consigna de las dos candidatas. Cada cual prometiendo cualquier cosa que se le pida en el periodo de la campaña electoral, para una vez elegidas, olvidarse e incumplir las promesas de campaña. Una historia repetida hasta el hartazgo, y sin embargo, todavía hay quienes ingenuamente creen el cuento de hadas del voto y las elecciones.
Un misterio envuelto en un enigma. Extraño caso de cómo los menos, explotadores, obtienen autorización de los más, explotados, para seguir expoliándonos. Nadie que ignore esto podrá develar la intriga que encierra «la ley de votaciones», centro y motor que les permite mantener nuestra servidumbre voluntaria. La beligerancia caníbal de una derecha antidemocrática y el cortoplacismo baldío de una izquierda sin ideología ni ética, explican el porqué ocurre este raro fenómeno, pero no el cómo lo toleramos
Como lo ha dicho Felipe Portales, ésta es una ‘dictadura perfecta’ porque no se nota a simple vista. Incluso cada vez parece más democrática. Sin embargo, La verdad es muy diferente. Estructuralmente, es el mismo país que era al término de la dictadura, con la misma Constitución apenas retocada en mínimas formas. La Concertación, en acuerdo con la derecha, legitimó el sistema económico y social existente. Tenemos el mismo Plan Laboral, las AFP, las Isapres, las concesiones mineras, el mismo sistema tributario y financiero, etc. Vivimos en medio de mitos e imágenes falsas. Lo más patético de todo esto es que la Concertación legitimó, consolidó y perfeccionó el sistema refundacional de la dictadura
Podemos concluir que el sistema político chileno vive una crisis que no puede resolverse desde adentro, votando ni eligiendo un candidato u otro. Apostamos, por el contrario, a dejar en evidencia que la mayoría de Chile no se siente representado por los partidos existentes bajo el amparo del sistema electoral pinochetista. Creemos que dejar en evidencia la grave crisis de legitimidad es un tapabocas político a los propios actores enquistados en el sistema. Es recordarles que cada vez somos más quienes rechazamos un sistema de elecciones que sólo sirve para avalar y consolidar las posiciones de dominio de quienes descaradamente nos siguen explotando. Avalados por los partidos políticos y una serie de enredadas otras martingalas, entre ellas, el propio voto y las elecciones, se nos impide hacer los cambios que necesitamos para salir del deplorable estado en que nos encontramos.
Por último, en todas las elecciones ha habido votos nulos, blancos y abstenciones. Sin embargo esos votos quedaban encerrados en la intimidad de nuestras propias conciencias y, por tal, nadie las tomaba en cuenta, era sólo un número, no producían ningún efecto político.
En esta ocasión, esa íntima decisión dejará de perderse en la pura individualidad, para pasar a constituir un hecho político social de envergadura. Una abstención que marcará un hito político muy potente, más potente que aquel rutinario acto de depositar un papelito con una raya en una urna, lo que sólo ha servido para mantenernos por 26 años dándonos vueltas ahí donde mismo.
Nos asiste la seguridad, de que, por esta vez, los que NO VAMOS A PRESTAR EL VOTO, constituiremos la primera y gran mayoría del país. Si así sucediera, quien sea elegida quedará política y éticamente deslegitimada.