1. Aclaración No obstante su diferente punto de partida, hemos intentado en desiguales escritos que convergen, aproximar elementos para una reflexión que se antoja por algunos como demasiado jurídica. Acogiendo esa crítica, sea ésta la primera aclaración: si bien toca con normas expedidas tanto por el Estado colombiano como en el orden internacional, corresponde este […]
1. Aclaración
No obstante su diferente punto de partida, hemos intentado en desiguales escritos que convergen, aproximar elementos para una reflexión que se antoja por algunos como demasiado jurídica. Acogiendo esa crítica, sea ésta la primera aclaración: si bien toca con normas expedidas tanto por el Estado colombiano como en el orden internacional, corresponde este ejercicio ineludiblemente a un debate de Derecho. En él, más allá del positivismo jurídico, se trata de procurar un discernimiento sobre la rebelión en sus diversas dimensiones (jurídica, histórica, ético-política, armada…).
Si especular sobre la rebelión ya trae y atrae de por sí una carga de responsabilidad, es todavía más exigente pensar la rebelión tal y como ésta es desangrada y a la vez desangra en la materialidad de un conflicto como el colombiano, uno de los pocos en el mundo donde todavía podrían recomponerse ejemplos de dignidad rebelde, para que la rebelión como derecho humano no resulte deshonrada, ni por sus autores ni por sus detractores, aunque incluso haya sido o pueda ser vencida.
He escuchado sobre esa inquietud entre insurgentes que saben que lo que se teje en los diálogos de paz no atañe sólo al pueblo colombiano, sino a la humanidad entera, y al futuro de un legado de los pueblos. Por ello, el predicamento de la coherencia, de los límites, de los medios, de las explicaciones, de la resistencia moral, supone mirarse y mirar lo que se ha hecho, la razón de ser de acciones, o sea por qué ocurrió lo que hoy está en la mesa de la polémica penal. Efectivamente, por tedioso que sea el tema, debemos comprender lo que está detrás de tal o cual categoría jurídica que concierne al cuidado del bien común de la rebelión, bien del que nadie puede desligarse como heredero en tanto la evolución misma del ser humano y la mejora de las sociedades están indisolublemente encadenadas a la lucha por condiciones dignas de vida contra las adversas condiciones de muerte y opresión.
Un bien común por el que, cesada eventualmente la experiencia armada en Colombia, se continuará luchando por mujeres y hombres en otros sitios del planeta donde tal forma resulte justificada. Incluso aunque del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) se borrara ese enunciado superior, que se refiere al recurso último al que pueden y deben acudir las comunidades políticas a las que se les sojuzga. Lo que se resuelva en Colombia les ayudará en sus argumentos a rebeldes del mañana, o les quitará sustento.
2. «Santanderismo«
En torno a esto, como un compañero me lo indicó, conviene explicar que lo reseñado en anterior artículo («Culpables inocentes, amnistía e indulto«), mencionando la «legalidad santanderista» (término no muy conocido en otras latitudes), hace referencia a esa tendencia de privilegiar el dictado de la ley, la supremacía de la ficción jurídica, sacrificando en su hoguera las necesidades de la realidad política. Tiene que ver con la nefasta herencia de Santander, «hombre de las leyes» al servicio de unas castas, contra Simón Bolívar, hombre de la utopía de liberación de nuestros pueblos.
Tal contradicción adquiere hoy relevancia, está vigente, cuando hay quienes en Colombia emulan la pose de Hegel que resume en parte su pensamiento sobre el Derecho y concluyen que si la formulación teórica y autoritaria de un mandato está en oposición a la realidad, «peor para la realidad»: que venza el dictado del capricho normativo contra la razón de la evidencia de valor político.
3. Las vías jurídicas, en La Habana, tres años después
El 26 de agosto de 2015, tres años después de la firma del Acuerdo General entre Gobierno y FARC-EP, el Jefe de la Delegación gubernamental, Dr. Humberto de la Calle, expresó que es «obligación elemental del Gobierno» prepararse en su organización jurídica para «cumplir la palabra empeñada«: «hay procedimientos que tenemos que agotar (…) las leyes se hacen como lo ordena la Constitución. El Gobierno actúa en la Mesa para lograr acuerdos. Pero corresponde a sus obligaciones constitucionales y su competencia soberana la búsqueda de los mecanismos para agilizar la adopción de las leyes que se requieran (…) el Gobierno viene buscando con el Congreso los mejores mecanismos para los desarrollos jurídicos necesarios a fin de cumplir lo que se convenga y hacerlo de la manera más rápida y eficaz«.
Eso no es santanderismo. Es una absoluta verdad de constreñimiento constitucional y legal, impecable bajo el predicamento de un Estado de Derecho. Una obvia obligación, a la que, no obstante, se le puede ir haciendo el quite a su automatismo interno, si existe no sólo la contingencia de la creatividad sino el deber de la voluntad.
El mismo día, el comandante de las FARC-EP, Iván Márquez, acentuando públicamente que para implementar los acuerdos de paz se requiere «un nuevo proceso constituyente«, explicaba además que para esta organización guerrillera ninguna iniciativa trasladada al parlamento es vinculante si previamente no se ha consensuado en La Habana «tanto sus contenidos como el método de su tramitación legislativa«. Y agregó: «Ello no significa que nos cerremos a utilizar cualquier mecanismo de los actualmente existentes en la Constitución«.
Tal dialéctica pone de presente que no sólo existe la necesidad de un encaje jurídico, sino que, antes, y sobre todo, existe la eficacia vinculante de un pacto político: lo que determinen las partes contendientes que son en ese horizonte partes con capacidad de convenir, de obligarse, de firmar lo que van a cumplir. Si no fuera así, por encima de quienes están en La Habana deberían estar otros. Están por eso los plenipotenciarios: con facultades de comprometer sus respectivas estructuras políticas y jurídicas.
Cómo adecue las FARC-EP las decisiones que plasma en acuerdos con su contraparte para cumplirle, es un asunto que atañe primero y quizá exclusivamente a las FARC-EP.
Cómo adecue el Gobierno las decisiones que moldea en acuerdos con la guerrilla, es un asunto sobre el cual las FARC-EP ahora mismo quizá tengan poco que opinar, dado que opone una propuesta constituyente frente al corrupto e ineficaz poder constituido, cuyos cauces institucionales suponen, demuestran y reproducen una apabullante lógica de exclusión y descomposición.
Precisamente, si la idea de una potencia constituyente es la que ordena su planteamiento de salida del conflicto armado, es lógico esperar que, en consecuencia, deba centrarse en esa posibilidad, y con ello en la exigencia de una ruptura del orden vigente (ruptura consensuada y reglada, no revolucionaria, por las condiciones históricas y la correlación de fuerzas). Quizá por lo mismo no debe distraerse la guerrilla en las comas y comillas del silogismo jurídico ajeno, en cómo internamente se engarza el régimen y resuelve la filigrana de su problema de incapacidades o capacidades políticas, en cómo se tramitan en el fuero estatal actual cuestiones secundarias. Aunque sea comprensible, sin embargo, que se preocupe en que hoy por lo ya instituido se resguarde lo pactado, en que no se afecten por definiciones institucionales y «de ley» los contenidos de esos mínimos ya (com)prometidos por el Estado (en el tema agrario, la participación política, la cuestión de las drogas ilícitas y si acaso sobre la Comisión de Esclarecimiento).
El discurso insurgente, hasta ahora, parece apuntar más a las convergencias instituyentes, que por su propio peso definen otra etapa, la de una transición verdadera que conlleva asumir transformaciones que en el actual régimen sus centros de decisión ven como inviables. No por ser socialistas las reivindicaciones de la oposición, en absoluto, sino porque siendo básicas reformas liberales, de elemental ajuste y justicia social, progresistas y de modernización, son incompatibles con la estructura neo-señorial, representada en el cerrado poder que controlan grupos políticos y empresariales, ligados a redes transnacionales neo-conservadoras y neo-liberales.
A esos grupos en el cuadrante nacional, con los que se negocia y hay que convivir y forjar consensos, hay que forzarlos políticamente a cambiar comprometiéndose y prestando garantías, sin sustituirles sus costos, ni por ficciones propias, ni por ficciones foráneas. Esto, como se verá más adelante, es central en la recomposición de mecanismos de «justicia», y más específicamente de la llamada «justicia transicional«.
4. Fetichismo jurídico y decisión política
En las teorías críticas del Derecho es frecuente hallar referencias al proceso explicativo que Marx desencadenó al tratar la fetichización de la mercancía, con clara extensión a todas las regulaciones que nos limitan o determinan existencialmente en la lógica del capital y sus sistemas.
Tanto al Gobierno o en general al Estado colombiano se le puede culpar de fetichismo jurídico, al aferrarse a las normas existentes como si fueran invariables y autónomas de la política, como si ellas por sí mismas constituyeran la solución, la sustancia y la razón justa en el devenir del final del conflicto. A las FARC-EP, por su propuesta persistente de cambio constitucional, le cabría igual cargo, según una crítica ejercida por gran parte del centro-derecha que defiende el actual orden jurídico, conforme a la cual ya existe una buena Constitución, y no es necesario cambiarla, con el riesgo adicional de retrocesos sensibles.
Al jurista Carl Schmitt se le asocia con la paternidad del decisionismo, que en la experiencia histórica sirvió de base a la fundamentación del nacismo frente al liberalismo social, por su afirmación de que debe superarse el debate racional normativista con la fuerza de resoluciones de quien se enseña como autoridad decisora en situaciones de excepción.
El Presidente Santos una y otra vez imprime velocidad y fuerza invocando la hora de las decisiones en el proceso de paz. Tal apelación a esa necesidad de tomar determinaciones drásticas, no puede confundirse como tal con el decisionismo, aunque subsistan rasgos que llamaríamos nacional-uribistas en sus políticas. En realidad no es más que un llamado a que la guerrilla, dice él, elija por dónde quiere ir. Esto expresó el 9 de julio de 2015: «¿Por qué digo que estamos en un momento de inflexión? Porque ha llegado el momento de tomar decisiones, ha llegado el momento de las determinaciones. Y se lo hemos dicho a los señores de las Farc: es el momento de las decisiones… Tenemos que tomar decisiones de fondo y de una vez por todas. Definir si hay paz o si seguimos en la guerra«.
En el mismo discurso, Santos menciona el «derecho de las víctimas a la justicia«, que «es una obligación hoy, legal y política, nacional e internacional. Porque estamos supeditados a los tratados que hemos firmado, a nuestra propia Constitución y también a la voluntad de nuestro pueblo y a la opinión de la comunidad internacional / Por eso les hemos explicado a las Farc que no puede haber ni va ha haber esas amnistías generales que están pidiendo. Entre otras cosas, porque no quedaría blindada esta negociación, no quedarían seguros jurídicamente ninguno de sus participantes / La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha tumbado todas, todas, todas las amnistías que se han decretado en el continente americano en este último siglo. No hay una sola que hayan dejado en pie… si queremos cerrar este conflicto de por vida tenemos también que pasar por el cedazo de la justicia transicional«.
Concluye: «Y si eso lo entienden los señores de las Farc, habrá paz. Si no lo entienden seguiremos en la guerra. Pero es el momento de definir ese tipo de puntos«.
Es claramente una argumentación que ronda la decisión política definitiva, de cierre de una etapa e inaugural de otra, y que amaga con acabar el debate de las normas, cuando en realidad fusiona disposición política y disposición jurídica en un eje excluyente, en el que la (auto)referencia es la política de la norma fetiche.
5. Amnistía no…
La posición del Gobierno Santos negando una amnistía general, es la misma que mantiene (sin que sea de su competencia tal materia) el Fiscal Eduardo Montealegre, que sentencia una y otra vez en relación con otra restricción: «Que se olviden las Farc de amnistías incondicionales» (Revista Bocas, edición 43, julio de 2015, pág. 30). Uno y otro hacen referencia a dos necesidades jurídico-políticas referidas a la naturaleza de un instrumento de resolución como es la amnistía: que sea general y que sea incondicional. Es decir sin limitaciones, predicable obviamente de los delitos políticos y conexos. O sea de la rebelión como accionar complejo en la guerra irregular, aplicable en el mismo el derecho internacional humanitario.
El Presidente Santos y el Fiscal desvirtúan así un instrumento clave que, al empobrecerse por esas limitaciones, deja de ser tal y sólo conserva el nombre, «amnistía» (o «indulto«), y un alcance adulterado y precario alusivo a un rango y a un sentido político que dejan de corresponder a la realidad de la rebelión en la guerra irregular y a una lógica de negociación, para resultar meramente funcional a una propuesta penal restrictiva que traduce rendición o sometimiento, en caso de ser aceptada por la insurgencia.
Comentado someramente qué es el santanderismo, así como el fetichismo jurídico y el decisionismo, surge el interrogante sobre cuáles son las bases en las que fundamenta el Estado colombiano este ultimátum, derivado de la negación a su contraparte política de la presunción de politicidad y en consecuencia la presunción de rebelión y conexos, para hacerla como organización insurgente beneficiaria de medidas ya previstas constitucional y legalmente de solución jurídica y política como son la amnistía y el indulto.
¿En qué se inspiran entonces para negar a los integrantes del colectivo rebelde el acceso sin cortapisas a dichas medidas? Si no es en la compulsión santanderista ni en el fetichismo jurídico, ni menos aún en el decisionismo autoritario, puede pensarse que sea en una inadecuada lectura de los textos jurídicos nacionales e internacionales.
Siendo, como son, altas cabezas de instituciones muy bien informadas, queda el desconcierto, o simplemente la prueba, de que lo afirman y lo sostienen por simple decisión política escudadas en razones de Estado, revestida, indudablemente, de un supuesto argumento jurídico: que el derecho internacional lo prohíbe.
No es así. Es perfectamente compatible una amnistía amplia, general e incondicional, así como un indulto igualmente flexible, para las organizaciones insurgentes, en tanto rebeldes (o sea para el accionar de la rebelión y su complejidad o conexidades en el conflicto armado interno e irregular); es absolutamente compatible, se insiste, con la obligación, igualmente compartida por las partes hoy sentadas a la Mesa de conversaciones, de esclarecer, reparar y sancionar infracciones graves cometidas por miembros de estos grupos alzados en armas.
No acceder a una amnistía e indultos fecundos en tanto concesión a unas organizaciones políticas que dialogan para desembocar en su tránsito sin uso de las armas hacia la vida política legal, equivale a presumir de ellas su entidad criminal y no su naturaleza político-militar. Como absurdo sería de igual forma dejar de dialogar con el Estado y tratarlo como conjunto en irredimible situación sub júdice (pendiente de resolución judicial).
Ninguna disposición internacional ordena negar la presunción de politicidad al adversario rebelde; ninguna establece tratar a la contraparte presumiblemente como entidad criminal homologable a una empresa de crimen organizado; ninguna norma internacional prescribe que las amnistías generales o los indultos incondicionales se puedan negar para delitos políticos y conexos; ningún mandato internacional fija la presunción de culpabilidad de crímenes internacionales de las guerrillas en guerra irregular contra el Estado; ninguna dispone que tiene más valor la persecución penal del insurgente que el derecho a la paz.
Por el contrario, no sólo disposiciones normativas vinculantes, sino construcciones y orientaciones dadas en el derecho internacional más progresista, definen principios de presunción de valor y ejercicios de derecho-s, en torno no sólo a la rebelión o a la resistencia como atributos, necesidades y libertades excepcionales, colectivas y personales, sino que en general defienden la presunción de no culpabilidad o no reproche penal, el cual sobreviene sólo cuando se prueba un hecho repudiable, merecedor por lo tanto de castigo en nombre de valores superiores.
En el caso de las y los rebeldes esto debe ser explicado, dado que sí asumen ser responsables de su decisión política, la cual conlleva por definición una infracción penal al orden que combaten.
6. Una vieja pregunta
En alguna ocasión en conversación con los comandantes del ELN Pablo Beltrán (Maguncia, 1998) y Antonio García (Ginebra, 2000), y en otra reciente (2015) con el comandante Jesús Santrich de las FARC-EP, una inquietud encarnada en su propio reconocimiento y responsabilidad como luchadores integrantes de organizaciones político-militares en ejercicio del derecho a la rebelión, terminó por reflejar no sólo una cuestión teórica sino una viva determinación ético-política a la luz de ciertas consecuencias jurídicas. Los cito por cuanto son ellos quienes sustentaron con sentido del honor que aceptar eventualmente una amnistía (olvido) o un indulto (perdón) implica tener que olvidar lo que ellos con decoro desean no se olvide (la lucha rebelde) y ser perdonados por su adversario por algo que ellos no consideran un delito, sino que fue su derecho y su obligación: alzarse en armas contra estructuras de injusticia.
Tal signo referido a la dignidad u honra, no está en la línea argumentativa y crítica de «El honor del guerrero«, el libro de Michael Ignatieff (1998) sobre la moralidad y eficacia relativa de las leyes humanitarias, la «guerra étnica» y la «conciencia moderna«, en cuanto que poco o nada tiene que ver con el caso colombiano, sino que cae más del lado de la reflexión que en 1968 Jacques Vergès realizó sobre la «Estrategia judicial en los procesos políticos«. Y quizá específicamente con lo que este abogado del FLN de Argelia describe, acerca de cómo los rebeldes atacaban a los tribunales franceses señalándoles que no eran competentes para acusarles, y más bien acusaban a sus jueces «en nombre de otra legalidad» (Anagrama, Barcelona, edición de 2009, pág. 129).
Es una visión y una (sub)versión que antepone a la ecuación jurídica, una racionalidad rebelde, por lo tanto no sumisa, de no sometimiento, frente a medidas que indudablemente se deberían producir para el desarrollo de unas conversaciones y de acuerdos de paz definitivos.
Ahora bien, efectivamente, en cualquier caso, en el plano técnico jurídico, en tanto el Estado inició investigaciones por infracciones a su ordenamiento penal o emitió sentencias contra los responsables, puede aminorar efectos o deshacer del todo eso que entretejió con sus códigos. Para ello, para beneficios penales, mínimos o máximos, en general, tiene a la mano instrumentos sin distinguir el delito y su autor, mediando algunos requisitos. Tanto en la etapa de investigación como de juicio, y en la fase misma de vigencia de una condena en firme.
Específica y privativamente, reservado exclusivamente para los rebeldes, en razón de los delitos políticos y conexos, tiene el Estado colombiano a la mano el instrumento de las amnistías y los indultos, como medios amplios que en sí mismos traducen la presunción de politicidad del adversario rebelde, de su organicidad y colectividad.
Como ya hemos explicado, esta realidad jurídica, conforme a la realidad político-militar de la insurgencia, es lo que teme reconocer y aplicar el Estado colombiano, pues le espanta tener que dar status de rebeldes de derecho a sus opositores y rodearlos de estas medidas únicas para ellos (en razón de su carácter altruista), sin que lo mismo pueda decirse y hacerse respecto de los agentes propios, pues si perpetradores pertenecientes a cuerpos del Estado o a redes semi-privadas (paramilitares, parapolíticos, paraempresarios), llegaran a beneficiarse de alguna medida, lo será no por rebeldes sino por delincuentes que habrán tenido que cumplir determinadas condiciones.
Es comprensible y respetable lo que expresaron en ese momento los comandantes insurgentes del ELN y las FARC-EP en relación con su reconocida responsabilidad como «delincuentes» políticos, que en lugar de eludir un juicio lo buscan desarrollar en el transcurso de la historia, inquietos sobre cómo puede entenderse mal la amnistía y el indulto, cuando ellos ni buscan que se olvide por qué lucharon ni otorgan a su enemigo capacidad alguna de perdonarles. Sin embargo, pareciera, no hay otro camino que exigir una amnistía y un indulto, evidentemente sólo por razones técnico-jurídicas, en este caso no provenientes de santanderismo alguno, ni del fetichismo legal, sino del pragmatismo de tener que desvanecer el Estado el «juicio de reproche» que edificó por décadas con su política de persecución penal a su adversario.
Es previsible también que si la guerrilla dejara de demandar una amnistía amplia o general, así como un indulto incondicional, por los delitos políticos y conexos, olvidando estos mecanismos a los que tiene derecho (ver más adelante), y olvidando el derecho mismo que les asiste en términos no sólo históricos sino éticos y políticos con vigencia, dejaría el camino libre para que la fórmula estatal de «justicia transicional» que se adopte hoy en la Mesa sea la de una perversa simetría (cotejo de responsabilidades para intercambio de impunidades), para poner a todos en el mismo saco. Lo cual contraviene normas del derecho internacional que ordenan al Estado tratar sus crímenes de lesa humanidad y de guerra, los de su responsabilidad, sin acudir a subterfugios. Y obviamente para la guerrilla la obligación de producir veridicción, reparar a las víctimas y sancionar congruentemente crímenes graves, sean cometidos por algunos de sus miembros (explicando qué medidas jurídicas tomó o prevé) o a título de responsabilidad colectiva.
7. Ensayos de ayer
En el caso colombiano, son precisas ciertas referencias a fracasados o exitosos intentos de amnistías o indultos. En la larga historia nacional de aplicación de tales institutos jurídico-políticos (véase por ejemplo el trabajo de Natalia Castañeda para un registro parcial: http://www.bdigital.unal.edu.co/39944/1/1052380923.2013.pdf), debe tomarse en cuenta esfuerzos de estudio, como el que realizaron hace más de treinta años los juristas Eduardo Umaña Luna y Eduardo Umaña Mendoza, en una época (1982-1985) que puede considerarse la primera oleada y más coherente (la segunda vendría a finales de los 80 y comienzos de los 90 con la desmovilización de algunas guerrillas), que vincula la reivindicación de la amnistía y el indulto, la experiencia de defensa de presos políticos, así como una perspectiva social de los derechos humanos y de los pueblos, en la encrucijada de una negociación de salida política a un conflicto armado que por esos años apenas cumplía dos décadas de existencia. Hoy llevamos del mismo más de medio siglo.
Umaña Luna (en su libro ¿Hacia la Paz? -1985 [Comité de Solidaridad con los Presos Políticos]-, previamente publicado en parte en 1982: «La violencia y la paz«, ediciones Tercer Mundo, Bogotá), quien realiza un análisis de medidas aplicadas desde los años cincuenta, reseña lo que el entonces comandante del M-19, Jaime Bateman Cayó expresó en noviembre de 1980, cuando se estaba tramitando una propuesta de ley de amnistía: «no queremos una amnistía de deshonra y de humillación, porque nosotros no estamos cansados, ni derrotados ni desmoralizados» (pág. 75). Efectivamente, la «contraprestación» para la amnistía condicionada era como tal la rendición (ley 37 del 23 de marzo de 1981). Por eso fracasó ese ensayo y otros con posterioridad, que apuntaron a desconocer la finalidad en la resolución equilibrada de un conflicto, y la amplitud y generalidad en la propia naturaleza y en el sentido de justicia que una amnistía supone.
Cita Umaña al magistrado Carlos Medellín (asesinado en los hechos de la re-toma militar del Palacio de Justicia en noviembre de 1985), quien cuatro años antes (22 de octubre de 1981) sostuvo en el debate del fallo sobre dicha ley, emitido por la entonces Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia: «Al expedirse una ley de amnistía, no como gracia que otorga el Congreso sino como acto debido a su responsabilidad institucional, de ella procede un derecho para quienes resulten comprendidos en sus normas, y de ese derecho, sin duda, resultan beneficios para los mismos. Asunto suyo, de su voluntad, es hacer uso de tal derecho, como también querer del legislativo que los destinatarios de la ley obtengan el beneficio mediante el uso del derecho que se les concede… La voluntad de las partes para acogerse a ella, o lo que es lo mismo, para ejercitar su derecho, no puede sujetarse a requisitos que en la práctica lo impidan» (pág. 98).
Por su parte el excepcional jurista defensor de derechos humanos y presos políticos Eduardo Umaña Mendoza (asesinado por el Estado colombiano en 1998), se refería dieciséis años antes a esa ley 37 de 1981 y al decreto 474 de 1982 que reproducía una amnistía que él calificaba de «improcedente«, «porque vuelve a tomar los presos políticos como rehenes condicionados para que la totalidad de los alzados en armas se entreguen» (negrilla fuera de texto: ver más adelante). Explicaba que era «injurídica» «porque no se puede condicionar una acción de extinción penal a terceras personas ajenas totalmente a los procesados que están juzgando«, y que era «impolítica«, «porque una ley de amnistía debe ser general, es decir simultánea para todos…«. Agregaba: «Toda ley de amnistía debe ser incondicional, que no genere condiciones onerosas o problemas políticos para los alzados en armas. Y debe ser también una amnistía total, es decir, con la nueva concepción de los delitos políticos, de los hechos que engloban la rebelión – no una concepción formal (sic) delitos típicamente políticos como la rebelión, la sedición y la asonada excluyendo actos que son propios de la guerra de guerrillas y de la guerra irregular…» (Revista Solidaridad, aportes cristianos para la liberación, Bogotá, abril de 1982, pág. 38).
En ese entonces, terminando uno de los gobiernos tildado como de lo más represores (1978-1982), a la postre, en comparación, mucho menos que dinámicas de terrorismo de Estado todavía más graves como fue en los períodos de Uribe (2002-2010), el entonces presidente Julio Cesar Turbay Ayala, respondía de forma ladina las críticas a la amnistía propuesta, explicando que habría un decreto con un «procedimiento diferente«: «porque no vamos a llegar a la amnistía misma como la concibe el constituyente, sino a unas formas distintas para producir en algunos casos la extinción de la acción penal» (Umaña Luna, cit., pág. 113, citando la entrevista de Turbay en la revista Consigna, en febrero de 1982). Así como lo anunció, el decreto 474 mencionado contempló la posibilidad de extinguir la acción penal (artículo 3º y ss.), no haciendo uso del dispositivo de la amnistía o del indulto. La guerrilla rechazó esa medida, que buscaba provocar división al interior de la insurgencia, y rendición.
Correspondería hoy, en el segundo Gobierno de Juan Manuel Santos, a la posibilidad de acudir a procedimientos y medios penales ya existentes como la suspensión de la ejecución de la pena o la terminación del proceso penal acudiendo al llamado «principio de oportunidad» (ley 906 de 2004, Código de Procedimiento Penal, art. 321 y ss.). Este problema, aparentemente técnico-jurídico, va más allá: implica, con las categorías a las que se recurra, un juicio no sólo ético-político sino histórico. Tiene que ver con las necesidades de reconocimiento y auto-reconocimiento de la insurgencia como actor diferenciado, si esto es o no importante, como también tiene que ver con las limitaciones prácticas o normativas que alega el Estado, que por supuesto pueden ser modificadas si existe voluntad.
Al respecto, ya en pasada ocasión me referí al tema señalando que hay quienes abogan para que la guerrilla renuncie a exigir amnistías e indultos como corresponde a ser parte alzada en armas por móviles altruistas contra el statu quo, y acepte beneficios más prácticos, más fáciles de tramitar, más expeditos, indistintos y viables, descargados de connotación política, como la renuncia condicionada de la persecución penal por el principio de oportunidad o lo que equivalga como remedio. Que es lo que podría ser igualmente aplicado a contratistas corruptos, pedófilos, mafiosos, militares, paraempresarios o parapolíticos. Es decir, como cuando opera la delación para rebaja de penas, invitan a que la guerrilla misma sea expeditiva, se acuse, se desdiga y desnaturalice su razón e identidad política (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=197542: La tal «justicia»: ¿una trampa moral a las FARC-EP?).
En ese recorrido histórico, Umaña Luna analizó también la ley 35 de 1982, del gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), la cual fue consentida por una parte de la guerrilla. Cita al político y académico socialista Gerardo Molina, quien expresó en el debate de esa ley que «La amnistía se concede con amplitud o generalidad, buscando la raíz de las perturbaciones sociales y políticas, y tratando de extinguirlas. Si pierde este sentido ya no es amnistía» (pág. 133).
En dicha ley 35 de 1982 se entendió los delitos políticos y la conexidad, en tanto los delitos comunes hayan sido cometidos para facilitar, procurar, consumar u ocultar la rebelión, la sedición o la asonada (artículo 2º).
En el mismo sentido de esos cuatro verbos, quedó años después la ley 49 de 1985 de indulto, en cuyo debate intervinieron con una propuesta los políticos comunistas Gilberto Vieira y Hernando Hurtado, que sustentaban una propuesta nacida del IV Foro Nacional de Derechos Humanos (agosto de 1984). Citando al tratadista liberal Carlos Lozano y Lozano, se analiza: «Ya expresamos la doctrina científica según la cual los más variados delitos pueden asumir carácter político por virtud del motivo determinante, noble, altruista e inspirado en el servicio público que pueda haber animado a la gente / En la práctica es casi imposible encontrar un caso de infracción política, sin acompañamiento o mezcla de delito común. Para deponer o atacar a las autoridades o para verificar cambios súbitos en la organización constitucional hay constantemente que cometer homicidios, heridas, atentados contra la propiedad, etc. Separados de estos hechos los delitos políticos quedarían reducidos a la nada» (Umaña Luna, cit. pág. 160).
En ese entonces sobre el indulto el hoy senador del centro-derecha Antonio Navarro Wolf, siendo guerrillero, expresó al gobierno: «le regalamos el indulto a cambio del estudio de los problemas del país, sobre una reforma agraria, a los programas de salud y de la educación, porque a nosotros no nos interesa las mejoras como guerrilleros, nos interesan los problemas del pueblo» (sic) (Umaña Luna, cit., pág. 167).
Reseñando igualmente la sentencia de la Corte Suprema de Justicia (22 de octubre de 1981) y la sólida tesis clásica de la IV Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal (Copenhague, 1935) se sostiene que son reputados delitos políticos los delitos comunes que constituyen los medios que ponen en obra los primeros, favorecen su ejecución o permiten escapar de la sanción penal. «No obstante, no serán considerados como delitos políticos aquellos en que el autor está determinado por un motivo egoísta o vil» (Umaña Luna, cit., págs. 160 y 161).
Finalmente, Umaña Luna consideraba que dicho indulto «muy relativo en su exacta aplicación«, ganaba importancia «por otros aspectos, un tanto «camuflados«» (ampliación de la amnistía de 1982 y extensión de los llamados autos inhibitorios) (cit. pág. 181).
Esa senda de remedios camuflados hoy día puede ser andada por las partes, no siendo transparente o franco ante al país y ante los compromisos de construcción sólida de una salida política al conflicto armado. Un camino turbio y todavía más riesgoso. Me refiero a la posibilidad de «beneficios» (puesta en libertad de algunos guerrilleros) que estén a medio camino entre una amnistía e indulto, sin que sea reconocido plenamente el delito político y la entidad política de la insurgencia, de un lado; y del otro la utilización política con cierta flexibilidad de los mecanismos penales que habilitan a formas de perdón o de renuncia de la persecución penal, produciendo la puesta en libertad o no penalización final de algunos insurgentes.
Las partes, cuando deciden, no solamente pueden tener en la mira objetivos inmediatos, en este caso relacionados con algunos avances o muestras de confianza o desescalamiento en el proceso de paz, que ojalá se produzcan, sino que deben prever y tensar sus realidades externas e internas, para comprometerse seriamente con cada paso y no desdecirse más adelante. En cuanto a la guerrilla es compleja la determinación coherente en el escenario que debe construir con su adversario, no sólo frente a la seguridad jurídica que requiere, sino ante el desafío de quebrar un relato histórico en el que el Estado que mantiene a millones en la miseria, se sigue considerando totalmente legítimo, mientras reanuda sus campañas de calificar a la insurgencia como una empresa criminal.
8. «Rehenes» de hoy…
En situación de «rehenes«, decía Umaña Mendoza, quedaban los presos políticos, a la espera el Estado de que se desmovilizaran las organizaciones alzadas en armas que le confrontan. Opinaba igual Umaña Luna, quien agregaba: «Puede llegar a ser la más peligrosa de las presiones» (cit. pág. 105).
Si estamos ante un proceso definido por el propio Estado como un proceso que no es de sometimiento o rendición, sin vencedores, tratándose de una dinámica entre partes contendientes que han pactado negociar en igualdad con base en una agenda, en materia de «justicia» es preciso hallar entonces los mecanismos que permitan reflejar ese formal punto de partida.
Bien sabemos que la realidad es distinta. El Estado ya tenía y tiene una ventaja considerable que le permite ejercer una presión que puede ser leída desde una racionalidad bélica: tiene en su poder miles de guerrilleros y guerrilleras presas, prisioneros de guerra, rehenes de una resultante situación político-militar. Se calcula que más de cuatro mil. Sin contar las y los que siendo acusadas/os de rebelión o responsables de otros delitos, no son en realidad integrantes de la insurgencia, sino muchos de ellos defensores de derechos humanos, académicos, líderes campesinos, dirigentes cívicos, etc.
Para cumplir sus respectivas obligaciones ambas partes deben des-obstruir un camino ya sembrado de monumentales problemáticas que invitan al pesimismo. Si la guerrilla no tiene medidas pendientes de ejecutar frente a su enemigo, sino que se ha dispuesto a construir con él un proceso y a dar pasos de humanización y desescalamiento, impensables hace no mucho tiempo, no es ilógico esperar que el Estado colombiano también desactive medidas «inútiles» y lesivas, como son las disposiciones penales y penitenciarias fundadas en un «derecho penal del enemigo», que tiene dirigidas claramente contra su oponente.
«Inútiles» para quien las piensa así, así las resiste y así las supera. Pero para el régimen son útiles, en tanto, conjugadas con otras herramientas de violencia legal o extralegal, aseguran su victoria.
¿A qué argumentos o elementos se puede apelar para que el Estado colombiano emprenda medidas colectivas y generales como una amnistía o un indulto? ¿A los ejemplos de otras épocas y de otros conflictos? ¿A la historia jurídica colombiana?, tan esquizofrénica como toda nuestra estructura social… ¿A la sensibilidad del país? cuando el alma nacional es la de un conglomerado donde «lo sentido no es expresión de las vivencias del individuo…los pobres con mentalidad de ricos, así -en su realidad- sean los meros cuidanderos de los bienes de otros» (Umaña Luna, cit. 19). ¿A los pretéritos derroteros morales o a la axiología de la Ilustración en el devenir de la institucionalización liberal o de democracias burguesas, que en ocasiones se mostraron benévolas con sus adversarios, más si éstos eran de sus propias huestes?
Lo cierto es que aunque existen mecanismos constitucionales y legales como las amnistías (de amnesia: olvido) y los indultos (perdón político-penal) para los infractores rebeldes, no se han activado por una cuestión eminentemente de voluntad política que depende de un cálculo estratégico.
Pueden llegar a aplicarse dichos instrumentos, tomando caminos diversos y proporciones disímiles, bajo una comprensión de «cesión» trascendental por el Estado, a cambio de algo todavía más trascendental. Quizá esto, per se, supone no reconocer la dignidad del oponente armado y sus derechos, por lo menos no en el momento actual, sino desmembrar éstos prorrogando ese significado para más adelante: cuando ya haya declinado él mismo y su organización del accionar armado. Es entonces una consideración de valor que no es tal, en ese sentido una «dignidad» sujeta a no poder ser asumida, o a ser tan despreciada como estafada. A ese enemigo se le aplican medidas de favorabilidad en tanto deje de serlo y se reconozca a sí mismo, y se le trate por otros, como «criminal», como parte doblegada y vencida en el terreno militar, político y judicial.
Es ahí donde hallamos el actual «problema» que no es secundario sino que hace parte del núcleo más delicado y crucial, a la vez más público y más íntimo, al momento de verse ineludiblemente el tema de la aplicación de disposiciones jurídicas para continuar (en la visión insurgente, quizá) o para terminar la negociación (en la segura visión estatal).
Hemos insistido que hay ya una contradicción grave, en la medida que el Estado en este tema se olvidó que existe una negociación y se inclina en el tema judicial por una lógica de venganza y amenaza; mientras por el lado de la guerrilla mantiene ésta un sentido propio de dignidad, de decoro, al que ya hemos hecho referencia, exigiendo no sólo ser beneficiaria como tal de amplias y generales medidas jurídicas (amnistía e indulto) que efectivamente son importantes para asegurar el proceso, pues reconocen el trasfondo de los delitos políticos y dan relativa seguridad jurídica, sino que, a cambio de ésta, no se le busque humillar, no se le enrostre una supuesta y publicitada derrota.
Es lógico que así lo entienda y así se defienda por la guerrilla, pues no siendo ciertamente vencida, sino desarrollando todavía con control un proyecto político-militar y de presencia en sus bases sociales y territorios, debe ser visto como elemental requisito en todo el recorrido de un proceso de paz, que no se le sojuzgue o aplaste ni material ni simbólicamente, como está pasando con el cerco y el ensañamiento mediático y político pidiendo punición para las comandancias, a fin de inhabilitarlas en los escenarios futuros.
Cuando el Estado aplica determinados instrumentos jurídicos de favorabilidad al autor de alguna infracción, debe producir una argumentación concordante desde la cual explica qué delito se beneficia, con qué condiciones, por qué y a efectos de qué. No es lo mismo surtir una medida que beneficie a un violador de menores que a un conductor ebrio o a un insurgente. Estas diferencias sólo es posible comprenderlas con una aproximación analítica, bien por mera capacidad u obligación académica o por básica necesidad de discernir en las funciones y esferas políticas y judiciales.
Hay que recordar en esta materia que existe y se ha venido desarrollando con fuerza un gran número de subrogados penales, de medidas que no son ni amnistías ni indultos; unos medios relacionados con esas facultades del Estado, como la suspensión condicional de la ejecución de las penas privativas de la libertad. Mecanismo éste que se puede aplicar tanto a un banquero delincuente de «cuello blanco», como al acusado de rebelión. Su puesta en práctica no hace distinción.
Y es precisamente esa distinción no sólo doctrinal sino política y moral la que hay que introducir con claridad, desde ahora y de manera congruente, en atención a los rasgos propios de las organizaciones insurgentes, de sus luchas políticas por razones altruistas, como de hecho y de derecho se reconocen, y de lo que proyectan al asumir el valor de las mismas con todas sus consecuencias, en atención a su opción política, ideológica y ética que hace referencia al sentido superior del delito político, como lo sustentan ahora mismo las FARC-EP y el ELN en la construcción misma de una solución política a la confrontación bélica.
El Estado colombiano, en el arco de la llamada política anti-terrorista desplegada desde los años 80, y con mayor fuerza desde el 2001, a nivel global y bajo la tutela de centros como los EE.UU. y de teorías jurídicas avaladas en Europa, ha apuntado tradicionalmente a negar la naturaleza de los delitos políticos, las causas del alzamiento, tratando a los luchadores revolucionarios como terroristas o delincuentes comunes, y por eso prefiere, en el sendero de esa estrategia de no reconocer al rebelde, de mostrarlo como simple delincuente peligroso para la sociedad y de despolitizar el conflicto, «favorecerlo» una vez deponga sus ideales, «preste colaboración eficaz», delate y afirme estar en un desplome existencial.
Ahí sí, si acaso, en ese ocaso político, se le pueden aplicar, para su situación jurídica individual, no los mecanismos tradicionales que se reconocían y que están vigentes para el delito político y conexos, o sea la amnistía y el indulto generales en relación con organizaciones insurgentes y sus actuaciones rebeldes, sino una serie de herramientas para «actores por fuera de la ley», sean paramilitares o guerrilleros, es decir herramientas uniformes, indistintas, técnicas, discrecionales, condicionadas, temporales, parciales, inciertas, «despolitizadas», de peso negativo vinculadas a un intercambio: se le aplican a cambio de su sometimiento o desmovilización, de que siga una «ruta de reintegración» (Artículo 6º, numeral 2º, ley 1424 de 2010, relativa a disposiciones de «justicia transicional«, por ejemplo).
El llamado «principio de oportunidad» y la oferta normativa y política de «terminación anticipada del proceso», como encaje jurídico en el procedimiento penal para resolver la situación del delincuente «arrepentido», son expresiones que pueden valer para otra clase de infractores de la ley penal, pero no para las y los insurgentes. Esto se concluye del actual tenor de sus intervenciones públicas. Caben sí, desde hace décadas, para quienes de forma manifiesta dejen de ser tales, en el sentido moral de la rebelión, y acojan la juridicidad del Estado que antes combatían y las opciones que celebra el statu quo.
Aun con lo espinosa que resulta toda esta cuestión, ésta es no sólo inteligible sino que admite ver alternativas, siendo preciso pensar o examinar unas proposiciones y unas líneas de actuación congruentes en el proceso de paz, sin que se acalle el debate ahora mismo absolutamente necesario, sobre cuál es la razón de Estado (de Derecho) que se esgrime para mantener como rehenes a miles de mujeres y hombres, y el motivo por los que no se presentan ya mismo por el Gobierno y el Congreso amnistías e indultos generales, que tengan como destinatarios a todos los integrantes de la guerrilla, reconocidos como actores políticos.
Está claro que no se hace mientras no depongan las armas colectivamente y mientras no se asegure una claudicación que se vea reflejada en la adopción de una fórmula de justicia transicional en la que las comandancias suscriban pactos de nuevos tribunales y mecanismos, y pagarés en blanco del que éstos harán uso, para ser con posterioridad atomizadas dichas dirigencias, con parte de los mandos cumpliendo penas, mientras otros intentan re-hacer un proyecto político ya desaprobado históricamente al ser acusado por el Estado de un considerable número de crímenes de lesa humanidad. Mientras las castas políticas y de empresarios que manejaron el poder público en favor de un poder privado salen exentas.
Así, algunos de los enunciados cambian radicalmente. Pues sí estaríamos ante una justicia de vencedores sobre «vencidos». En medio de la descomposición de su «justicia», como ha quedado patentado en sucesivos casos de corrupción y felonía de altas esferas (ver más adelante referencia a la Fiscalía General y al señor Baltazar Garzón) y a lo largo y ancho de toda su estructura, se habrá tenido que pasar (como lo hacen las víctimas del propio terrorismo de Estado pidiendo a los victimarios algo de justicia) por demandar a las «instituciones» adversas, resolver favorablemente para la insurgencia la situación de algunos de sus miembros. Ya no aplicando indultos y amnistías, sino otros medios, cayendo por pragmatismo sin salvedad en una validación moral de la juridicidad y de los términos jurídicos de la institucionalidad estatal.
Pero otro puede ser el espíritu, si se comprende y acompaña el planteamiento de que se trata llanamente hoy de demandar del Estado que desembroce el camino, retirando los obstáculos que su política ha interpuesto. En primer lugar, ya mismo, reconociendo el delito político, recuperando legalmente de forma diáfana su aplicación, con las conexidades y el alcance complejo que supone. En segundo lugar o de forma paralela, abandonando dicha confusión intencional con delitos comunes, trazando ya el dispositivo conforme al carácter múltiple o heterogéneo de la rebelión, para decidir e implementar las medidas propias de amnistía e indulto generales. Es el Estado el que puede y debe desatar lo que ató. Esta no es una facultad de la insurgencia, no está en su campo de capacidades, pues hablamos de la juridicidad estatal, que es la que entró en dicha contradicción y la cultivó. A la guerrilla le corresponden otra clase de obligaciones. Esta no.
Cuando hablamos de amnistía e indulto para los guerrilleros y guerrilleras, hablamos no de un favor, sino de un derecho que les asiste, que deviene de la índole reconocida del delito político como ejercicio del derecho a la rebelión, en la más amplia teoría penal liberal-social de un humanismo que busca cesar violencias y recobrar también legitimidad para un sistema que se postula incluyente. Contrario sensu, es al Estado al que corresponde aplicar lo que adeuda, en consonancia con la categoría de la rebelión que desvirtuó empleando la perfidia del «terrorismo»; está en mora por lo tanto de reconocer a su oponente como es, en el camino de la construcción de un Acuerdo final de paz en el que dicho Estado, transformado en ese tránsito, se propone desarrollar nuevos consensos.
Aspirar a esas medidas, exigirlas, no significa en absoluto entrar en la repudiable lógica de un «canje de impunidades». Nada de esto se puede prestar a confusión. Cuando hablamos de medidas de amnistía e indulto, lo son para los delitos políticos, la rebelión y todos sus conexos, no para otro tipo de delitos (ni para una violación o acceso carnal violento, ni para torturas, ni para nada que no tenga que ver con los objetivos y medios de la rebelión). Por lo mismo, si no se le puede aplicar a un insurgente por actos que no son conexos, mucho menos, nunca, se le deben aplicar a quienes no están incursos en delitos políticos sino que son responsables de otro tipo de hechos.
Sabemos bien que los métodos de perversión de muchos Estados y sus normas, así como modelos de la denominada «justicia transicional», han acomodado o acoplado de manera tergiversada amnistías e indultos en procesos de tránsito político de regímenes o conflictos, sean o no rebeldes los beneficiarios de esas medidas. Lo que ha ocurrido, en la inmensa mayoría de esas experiencias, es que esos mismos Estados legisladores y transgresores de su ley y del derecho internacional, decretaron y usaron para sí mismos esos instrumentos, que estaban reservados exclusivamente para los insurgentes u opositores, no para los agentes e instituciones represivas que tales Estados formaron para la guerra sucia. Por eso, ello no fue en estricto sentido una «amnistía«, sino una «auto-amnistía«. Ese dato protuberante lo olvidó el Presidente Santos en su discurso del 9 de julio de 2015 (atrás citado), cuando se refirió a las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que «ha tumbado todas, todas, todas las amnistías que se han decretado en el continente americano en este último siglo«. Esto no es exacto. Hay que hablar de las auto-amnistías. Y de la pudrición que suponen.
Por eso, debe ser radical la distinción. Si el Estado va a aplicar medidas de favorabilidad para sus propios agentes o para sus aliados paramilitares, como ya lo ha hecho y lo prepara por diferentes vías, dichas medidas de inmunidad, impunidad o alternatividad penal, deben ser nombradas, independientemente de su éxito, de acuerdo al sujeto, a sus características, a sus articulaciones, a sus organizaciones y estrategia, o sea sin confundirse en absoluto con el delito político o la rebelión, como lo pretendió hacer Uribe Vélez hace unos años al pretender que los paramilitares fueran declarados «sediciosos».
Y nunca deberían ser tratadas esas medidas de «auto-beneficio» como contrapartida, como «la otra parte de la balanza». Es perversa la simetría establecida con la idea de que hay que dar a ambos «demonios» el mismo trato; que hay que hacer o compensar para «una parte» estatal o paraestatal, ofreciendo lo mismo o más de lo que se le otorgue a la guerrilla, sea ésta destinataria nominalmente de amnistías o indultos o de otras medidas bajo otras denominaciones. Si eso no es detectado y recusado, puede quedar dicha operación como un intercambio de impunidades. Y no es así.
Pues cuando se aplican medidas de amnistía o indulto a los rebeldes, o si hubiera lugar para otra figura nueva consensuada que se conciba en la Mesa de conversaciones, no lo es en términos de impunidad, sino como derivación de una solución de transparencia, esclarecimiento y justicia (o sea, todo lo contrario a la impunidad), pues se parte del reconocimiento del delito político, es decir per se del reconocimiento de hechos y de responsabilidades en el contexto del conflicto generado que se pretende acabar; no es su negación ni el negacionismo, ni por el Estado, ni menos por la guerrilla, que, al contrario, y es lógico que así sea, se demuestra no arrepentida de la lucha abanderada. Hablamos de infractores a una ley penal (la de su enemigo, no la propia), por necesidad y convencimiento. Ese es el delincuente político: el que orienta valores de lucha sin avergonzarse de ella.
Por eso la amnistía no es para los-as rebeldes en ningún momento amnesia. Es todo lo contrario en un itinerario de reconstrucción moral: memorias de sus luchas, y, más allá del predicamento personal e inmediato, el no olvido de las luchas y contingencias de las organizaciones insurgentes y populares de ahora y del pasado, producidas en los cursos históricos. De ahí que, como parte de su discurso identitario, que le vincula a una demanda de coherencia, reivindica sin vergüenza alguna a vencedores y a vencidos del pasado: a un Galán desmembrado y a un Bolívar traicionado. A un Raúl Reyes (2008) caído en bombardeos en otro país, a un Alfonso Cano asesinado una vez puesto en indefensión (2011) y a un Camilo Torres muerto en combate (1966). Recuerdan sus gritos y programas de emancipación en la sucesión de las gestas de independencia inconclusas, en las que se identifican hoy los insurgentes, en sus palabras, como herederos o continuadores de esas bregas.
Esa memoria colectiva e histórica, no puede significar, por definición, ni olvido de los yerros propios de la rebelión en los sucesos que haya que mantener como consciencia y lucidez de lo que nunca debió acontecer en el conflicto, aún en las peores circunstancias de presión; ni olvido alguno de las prácticas de violencia sistemática del terrorismo de Estado: lo que nunca más debe volver a pasar tras un Estado que dé garantías de ello. En esto está cifrada la no repetición histórica. Por eso la guerrilla podría dejar de serlo, como lo busca, pasando como movimiento social y político a una lucha ya no armada; y el Estado debe emprender fehacientemente, en esa recomposición de estructuras y voluntades que supone un proceso de paz, las urgentes reformas necesarias, a fondo, para que sus propios crímenes nunca más vuelvan a ocurrir. Por eso debe verdad, justicia, reparación y cambios institucionales sustantivos.
Dicha amnistía que no se opone a la memoria sino que la recobra (de la mano del indulto como una categoría técnica que no implica autoridad moral para perdonar), deben ser por eso única y exclusivamente las piezas de un binomio orientado a la insurgencia atendiendo la razón de la rebelión. Ni puede aplicarse a delitos no políticos o conexos cometidos por insurgentes (de nuevo cito: el enriquecimiento personal, por ejemplo), ni debe aplicarse a actores contrainsurgentes en el conflicto, que, si llegaran a gozar de algún tipo de rebaja de pena o medida de atenuación, insisto, debe ser a cambio de ofrecer toda la verdad posible y contrastable sobre las órdenes superiores en la cadena de crímenes planeados y ejecutados, además de reparar y prestar garantías de no repetición.
9. Colonización o dignidad
Uno de los asesores internacionales de Uribe Vélez y actualmente del Gobierno Santos en el proceso de paz es el ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, acusado de ser uno de los asesinos del gran poeta revolucionario Roque Dalton. Sin saber bien si de igual modo dirige opiniones sobre la vergonzosa situación de El Salvador, sobre el caso colombiano ha escrito recientemente (31 de agosto de 2015) que: «A diferencia de la mayoría de guerrillas latinoamericanas, que luchaban por vencer o morían en el intento, las Farc y el Eln hicieron de las armas, la coca y la vida rural su razón de ser. Son insurgencias estratégicamente perezosas, con escasa vocación de poder, con una visión infinita del tiempo y un sentido religioso, conspirativo y paranoico de la política» (http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/proceso-de-paz-la-impopular-negociacion-prolongada-de-las-farc/16320096).
En realidad lo cito, no por polemizar sobre una exangüe calificación que él hace, sobre la cual si valiera la pena – y valiera la pena el interlocutor – responderá la misma guerrilla colombiana, sino por el término que usa patéticamente Villalobos, sea o no metafórico, para referirse con supuesta autoridad ética y académica a un vector histórico: pereza.
Vale la pena releer apenas un fragmento de la crítica que el escritor, psiquiatra y filósofo francés y argelino Franz Fanon hiciera a quienes igualmente acudieron en la teoría oficial contrainsurgente y colonial al expediente de la pereza para descalificar la rebelión. Decía en primer lugar que «el colonialismo no ha hecho sino despersonalizar al colonizado«. «Cuántas veces, en París o en Aix, en Argel o en Basse-Terre hemos visto a algunos colonizados protestar con violencia de la supuesta pereza del negro, del argelino, del vietnamita (…)».
Fanon controvierte el hallazgo de investigadores muy cuestionados, uno de ellos John Carothers (1954, experto de la OMS), algo así como un oxfordiano Villalobos tras su paso por Oxford, quien sostenía que «la disposición de las estructuras cerebrales del norafricano explica a la vez la pereza del indígena, su incapacidad intelectual y social y su impulsividad cuasianimal… La no integración de los lóbulos frontales en la dinámica cerebral explica la pereza, los crímenes, los robos, las violaciones, la mentira«.
Explicaba Fanon que Carothers establecía así que «el africano normal es un europeo lobotomizado… Según el doctor Carothers, la similitud existente entre el indígena africano normal y el lobotomizado europeo es notable… Carothers definía la rebelión de los Mau-Mau como la expresión de un complejo inconsciente de frustración, cuya repetición podría evitarse científicamente mediante adaptaciones psicológicas espectaculares«(Los Condenados de la Tierra, Franz Fanon -1961-, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007, págs. 271, 272, 280 y 281).
En realidad esta referencia hecha a Villalobos y su soltura, tiene que ver con un concepto que si fuera válido aplicar, incluso alegórica o simbólicamente, en un debate sociológico, histórico y una polémica del Derecho y la Política en el marco de un proceso de paz que demanda seriedad para soluciones más justas, sería aplicable en realidad, en primer lugar, a todos los actores nacionales de un conflicto acrecentado por la pereza de los de «arriba», y no ni primera ni exclusivamente de la guerrilla, por cuanto aquellos han hecho dejación de sus responsabilidades.
Fanon, precisamente se refería a «la impreparación de las élites«, afirmando «la ausencia de enlace orgánico entre ellas y las masas, su pereza y, hay que decirlo, la cobardía en el momento decisivo de la lucha van a dar origen a trágicas desventuras… La debilidad clásica, casi congénita, de la conciencia nacional de los países subdesarrollados no es sólo la consecuencia de la mutilación del hombre colonizado por el régimen colonial. Es también el resultado de la pereza de la burguesía nacional, de su limitación, de la formación profundamente cosmopolita de su espíritu» (cit. pág. 136).
Esta pereza de las élites, y no sólo sospechas de alguna forma de sordidez, engañifa y abuso, es lo que uno deduce al ver cómo, en la Colombia «descolonizada» del 2015, un Fiscal General de la Nación, Montealegre, que se precia como cultivado académico -y lo es- acude a una conocida embaucadora y a un personaje tan turbio como Baltasar Garzón, implicado en violaciones a los derechos humanos.
La periodista María Jimena Duzán escribe diáfanamente esta semana (7 de septiembre de 2015) sobre la nómina paralela del Fiscal:
«Frente a dos de los contratos más onerosos hay serios reparos que en otro país tendrían al fiscal bastante emproblemado. Un contrato es el de Natalia Lizarazo, -mejor conocida como Springer Von Schwarzenberg-, por un monto de más de 4.000 millones para ayudar a la Fiscalía en el procesamiento de datos en casos de crímenes internacionales cometidos por las Farc, el ELN y las bacrim / El otro, el del juez Baltasar Garzón, un lagarto internacional que ha sido reencauchado por Montealegre -quien tiene contratos por cerca de 1.200 millones, firmados entre 2013 y 2014-, para «apoyar al despacho del fiscal en la investigación penal de la microcriminalidad en contextos de justicia transicional«.
«Para que la Springer (¿o Lizarazo?) pueda hacer los algoritmos «revolucionarios» que le prometió al fiscal debió tener acceso a los expedientes judiciales. Si ese es el caso, la Fiscalía estaría entregando información confidencial a una persona privada, violando la reserva sumarial y afectando los procesos en serio detrimento de las víctimas. Pero además se le estaría entregando una información confidencial a una farsante que se ha ganado la vida aparentando lo que no es y a un lagarto internacional que no puede litigar en su país porque está sancionado / Según expertos consultados por esta columna, estos contratos podrían dar lugar al delito de contratación indebida, por el cual la Fiscalía tiene procesados a muchos colombianos…» (ver http://www.semana.com/opinion/articulo/maria-jimena-duzan-la-nomina-paralela-del-fiscal/441276-3).
Todo lo anterior debe llevar a un examen con rigor sobre las nuevas instituciones y relaciones que se generarían de ser suscrito un acuerdo en el que se dará vida a reglas y mecanismos de justicia transicional, donde harían arribo personajes como el español Garzón o como Natalia Lizarazo, con sus apellidos cosmopolitas.
Lo que se impone como un reto a las víctimas de crímenes de Estado, que en algún momento vieron algunas de ellas como positivo que en una Comisión de la Verdad (de conclusiones no vinculantes) estuvieran integrantes «internacionales», es revisar, discernir, estudiar muy bien hoy, si conviene o no, por razón de una perjudicial correlación de fuerzas internacional, o por razones no chauvinistas sino de coherencia política y ética con un proyecto de transformación nacional ligado a un concepto de honor político en una solución penal, dejar que sean extranjeros como el ex juez Garzón los que, vestidos con nueva toga, vengan a deslumbrar con espejitos, a producir decisiones obligatorias, a relajar de sus responsabilidades a las partes que construyen un Acuerdo de paz.
Sobre todo sustituyendo de sus cargas y exigencias de cambio necesario a unas castas perezosas que, trayendo a algunos de sus amigos con jugosos contratos, podrán ver favorablemente manipulables las condiciones para que ese tribunal mixto aparentemente independiente, con composición internacional, se luzca como sentenciador imparcial juzgando a los rebeldes, y eventualmente a algunos militares y policías (¿qué piensan éstos, integrantes de la fuerza pública, de esta injerencia extranjera o que titulares de contratos leoninos y abultadas cuentas hagan algoritmos y fortuna con sus casos? ¿Tienen pundonor político para sustentar una respuesta?).
A los interrogantes anteriores, y de cómo y en qué sentido decidirá la guerrilla, ponderando entre una reivindicación de soberanía o margen nacional y la necesidad de superar un aparato de justicia corrupto, se suman otros que van desgranándose en el proceso.
¿Aceptará la guerrilla se le niegue una amnistía amplia, general e incondicional, así como un indulto con esas características, y se le apliquen medidas homologables o de simetría propias para delincuentes comunes, incluyendo paramilitares, parapolíticos y agentes del Estado?
¿Suscribirá la creación de un andamiaje jurídico, sustantivo y procesal, incluyendo nuevas instituciones alojadas en la juridicidad estatal o en nichos internacionales sin autoridad moral, por ejemplo un Tribunal que le juzgará, sin saber antes qué comprende y qué no la definición de delito político y sus conexos?
¿Ese Tribunal quedará habilitado para juzgarles por algo que no sólo podría ser asimilado como delito político, sino que, no siéndolo, podría haber sido tratado y sancionado desde la juridicidad rebelde con plena veridicción propia, reparación y medidas de no repetición?
¿La guerrilla validará y pondrá en marcha aparatos y compromisos para un funcionamiento de esos jueces, sin haberse aplicado antes una amnistía y un indulto de la mayor plenitud posible, mientras miles de mujeres y hombres esperan hoy mismo que se luche por su libertad para salir a trabajar por una Colombia en paz y con justicia?
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