Uno de los demonios más mentados por el discurso ético y político es el individualismo, pues se afirma que sus perniciosos efectos nos convierten a los ciudadanos en egoístas, aferrados a nuestros intereses particulares, despreciando con ello lo público y el compromiso social que requiere este Mundo globalizado; así el individualismo sería un valor obsoleto que, disfrazado como neoliberalismo, resurgiría cual ave fénix de sus cenizas en pleno siglo XXI, amparando y perpetuando la desigualdad económica al proteger el patrimonio de las grandes fortunas y condenando a la vil y sempiterna pobreza a una parte de la humanidad; relegando la sociedad a un mero espacio donde se ponen en juego los intereses privados, un campo de batalla donde cada uno trata de sacar el máximo provecho; y otras veces maltratando lo común como un erial en que depositamos nuestras inmundicias; ese individualismo que nos advierte de que el vecino es un potencial enemigo, que nos hace sentir inmersos en la peligrosa convivencia de un poblado de western, con las manos dispuestas a desenfundar ante cualquier conato de disputa; ese individualismo que tolera que la demanda judicial de un simple afectado pueda paralizar el gigantesco proyecto de desarrollo de una ciudad.
Pero este funesto Leviatán, el individualismo, es una bestia bipolar, y así como una de sus caras es perniciosa, en la otra refulgen ideales y valores tan aquilatados como el de la autonomía de la voluntad, los derechos fundamentales, el celo por el criterio propio, la ética como opción y no imposición, en fin, la apuesta por la libertad en mayúsculas, la que nos ubica en el centro de nuestras existencias, que permite encarar nuestros destinos, elegir nuestras ideas, adoptar valores propios, orientar nuestro futuro…
Abjurar del individualismo no es sólo lamentarse por las injusticias de este Mundo, sino también renegar de la potestad en diseñar, elegir y poner en práctica nuestros proyectos individuales en pos de la felicidad, del placer o del destino que cada uno elija. Una cuestión de higiene ética sería la de apercibir, a todos aquellos que lanzan diatribas a diestro y siniestro contra el individualismo, que fácil es caer en la incongruente bipolaridad de renegar de sus dañinos efectos, desde la tarima de libertad de opinión y autonomía de voluntad que el propio individualismo nos ha proporcionado.
El individualismo, injustamente exiliado de la Filosofía Política y la Ética (cuyos discursos teóricos se centran en el estudio de doctrinas como el liberalismo, el socialismo o el totalitarismo), es, sin embargo y pese a quien pese, el paradigma básico que ha configurado la Ética, la Política y el Derecho en Occidente desde la liquidación del Antiguo Régimen. Del individualismo han emergido otros paradigmas como el liberalismo político y el económico, el constitucionalismo y el modelo ético y jurídico de los derechos humanos. El individualismo es la gallina de los huevos de oro (o de oropel, según se juzgue) de las sociedades occidentales de los tres últimos siglos. Sin embargo, una gallina envejecida, clueca; incapaz de gestionar una sociedad globalizada que debe afrontar retos urgentes y graves como la superpoblación o la crisis ambiental.
Pero, si el individualismo ya no se adapta a esta nueva era de la Globalización, ¿cuál es la alternativa de que dispone la humanidad para afrontar los nuevos retos del siglo XXI? La tradicional fórmula ha sido el socionismo. Y, ¿qué es el socionismo? Anteponer los intereses generales (como la seguridad o la sanidad pública, la nación, la clase proletaria…) a los individuales en la confección de la Política, de la Ética y del Derecho. Para lograr tal objetivo, han sido necesarios gobiernos autoritarios y éticas totalitarias basadas en dogmas religiosos o ideológicos. Cierto es que el socionismo ha sido anterior al individualismo; la mayor parte de nuestra historia hemos vivido bajo sistemas autoritarios y dogmas impuestos, en los que estaban marginados los intereses individuales. En el Mundo Medieval, cada uno estaba incardinado desde el nacimiento en uno de los tres órdenes (laboratores, oradores, bellatores), bajo la estricta vigilancia y control del dogma cristiano. Y también en la modernidad han surgido alternativas socionistas en forma de estados totalitarios, de índole comunista o fascista, dispuestos a limitar al máximo el proyecto del individuo en favor de una ideología de masas, sea la igualdad de clases o el éxito del proyecto nacionalista. Hoy en día sobrevive un modelo socionista y no le va tan mal: China, que ha apostado por una hábil mezcla de liberalismo en lo económico y autoritarismo en lo ético y político. Los chinos han sabido conjugar las virtudes del capitalismo de mercado con el totalitarismo político, anteponiendo los intereses colectivos de su país y de la clase proletaria, a los individuales. A fuerza de sacrificar los proyectos individuales de sus ciudadanos, han avanzado mejor en el logro de objetivos comunes como el desarrollo y el crecimiento económico, y han sido más eficaces en la lucha contra la pandemia del COVID-19. No olvidemos que, así como el gobierno chino no tuvo obstáculos en imponer estrictos confinamientos domiciliarios y mascarillas obligatorias en espacios al aire libre, en el otro extremo, los EEUU, el estado liberal por antonomasia, el presidente Biden tenía que rogar a su ciudadanía para que le autorizasen a exigir el uso de mascarillas durante un periodo limitado de noventa días.
En el siglo XXI, la lucha entre izquierda y derecha parece ceder frente a dos modelos, el individualista o liberal, y el socionista. Uno que nos convierte en egoístas pero libres, el otro en súbditos pero iguales, uno que arrincona el gobierno, y el otro que lo convierte en un ojo totalitario. Dos modelos enfrentados en una nueva Guerra Fría, en la que las armas ya no serán misiles nucleares, sino el control de las redes y de la comunicación; con nuestro continente, Europa, con un pie en el mundo liberal, y otro balanceándose ante la tentación socionista. Con el invento del Estado del bienestar, el viejo continente ha apostado por atemperar el individualismo con medidas sociales de ancho calado, aunque sus cimientos siguen anclados en el liberalismo hacia el que hay un creciente desapego. En este sentido, el recurso a las medidas restrictivas de libertades con el COVID-19, mezclado con reformas como las que se plantean en la Ley de Seguridad Nacional, hacen pensar que estamos virando hacia un modelo cada vez más alejado del individualismo. ¡Qué más podíamos esperar de un mundo en el que la humanidad envejece y, al mismo tiempo, se multiplica sin freno! Puede que nuestra ingente cifra de habitantes, combinada con los avances tecnológicos y el voraz consumo de recursos naturales, hagan imposible el proyecto de libertad, lo conviertan en un capricho inalcanzable, en un ideal frustrado; el laissez faire está en crisis, cada individuo debe ser sometido, pues una sola de las más de siete mil millones de almas puede incendiar un bosque entero, provocar un descomunal atasco de tráfico en el centro de París, lanzarse con la furgoneta al atropello de decenas de viandantes, diseminar un virus letal o hacer estallar en mil pedazos un centro escolar. Nos hemos otorgado demasiado poder y esto nos está pasando factura. Pero la libertad sigue ahí, en nuestras narices, y tan factible es la resignación al oscuro destino, como la rebeldía a aceptarlo. Y es aquí donde entran los horizontes alternativos: nuevos proyectos filosóficos (que son la raíz del pensamiento), diseños ético-políticos de futuro que transformen nuestro miedo en esperanza.
La solución no pasa por suplantar el individualismo por el totalitarismo (o los llamados socionismos), lo cual supone el reconocimiento implícito de que sólo existen ambos modelos en pugna; sino en explorar nuevos horizontes, alumbrados por la Ética y la Filosofía, que son las ciencias que deben ofrecer una solución original para aquella parte del Mundo que somos libres de gestionar. Y es aquí, desde la perspectiva central de la denominada ética de intereses, que propongo la participación de dos nuevos sujetos jurídicos (el Planeta y la Humanidad), como nuevos paradigmas político-jurídicos que convivan con el individualismo, planteamiento que aparece expuesto y detallado en El Mundo y la Libertad.
Miquel Casals Roma / Profesor Ciencias Sociales / Escritor / Librepensador
El Mundo y la Libertad