Dentro de las peores perversiones del lenguaje político en Chile es aquel que se comete en virtud de difamar las opciones de un gobierno para la gente y en beneficio de sus demandas. El sabio de Aristóteles opinaba que lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; que […]
Dentro de las peores perversiones del lenguaje político en Chile es aquel que se comete en virtud de difamar las opciones de un gobierno para la gente y en beneficio de sus demandas. El sabio de Aristóteles opinaba que lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; que dondequiera que el poder esté en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, será siempre una oligarquía y donde quiera que esté en manos de los pobres será una demagogia (equivalente a Demos, pueblo; gogia, conducir o llevar): Conducir al pueblo.
Desde su génesis en la dictadura, se hizo uso y abuso del término demagogia para justificar el golpe de estado y para imponer un régimen de facto y terror frente a la democracia derrotada. La demagogia de los políticos y los «señores políticos» había sido la que había llevado al caos, haciendo inminente un «pronunciamiento militar», pero jamás dijeron que se trataba de la crisis de un modelo de acumulación capitalista que había estallado en la década de los sesenta produciendo la miseria generalizada en los pobres de la ciudad y el campo y que se intentó superar civil y pacíficamente con un programa democrático y popular pero en el marco de la institucionalidad de la oligarquía.
Durante la Transición – puesto que sabemos que lo único que hizo fue profundizar el sistema- se continuó acuñando y mal utilizando el término para defender una forma de gobierno «serio y responsable», indefinido, incoloro, sin precisar en beneficio de quienes trabaja ese gobierno y a quien obedece. Lo peor de todo es que logró instalar en la conciencia social la manoseada representación de que un gobierno sensato y respetable es aquel que coarta sistemáticamente las más profundas demandas populares, los requerimientos más sentidos o al menos no los escucha porque lo prudente es mantenerse alejados de la chillería cargante de la masa pedigüeña. El gobierno vendría a ser entonces una especie de panteón de los dioses, una morada celestial, más cerca de la divinidad que del vulgo, ubicada por sobre el bien y el mal, porque conoce exactamente las necesidades de los hombres y en particular las suyas propias; dejando la impresión que compitieran entre sí por mantenerse lejanos y distantes, haciendo oídos sordos del clamor de los mortales, y ocupados en sus propios lances. ¿Pero hasta cuando habrá que soportar a estos nuevos faraones de la gran casa? ¿Es que no se percatan es que si han sido elegidos y puestos en sus cargos es para que gobiernen en beneficio de la inmensa mayoría y no de una élite similar a ellos?, ¿Desde cuando reivindicar una educación de calidad y para todos equivaldría a una demagogia? ¿O luchar por un salario, una vivienda y salud dignas sería una quimera imposible de cumplir? ¿O llamar a una Asamblea Constituyente que redacte por fin una constitución democrática? ¿O nacionalizar la banca o los recursos naturales?
Al contrario, estos grandes visires profesionales dejan la triste impresión, opuesta a la mesura y la prudencia, mucho más parecida a la desfachatez, que consiste en el dejar que las cosas se pudran y corrompan al extremo que la sociedad entre nuevamente en crisis y se avecine la lucha civil.
Empecinados en sólo atender los oráculos de los grandes organismos financieros muy por encima de la pobre y andrajosa democracia, confunden el realismo con el amilanamiento, la sensatez con el oportunismo, y se quedan pasmados esperando que los hechos los superen o que las cosas se compliquen.
En Chile se ha afincado un falso pudor ahorrativo y frugal, ha tomado cuerpo lamentablemente, el concepto de que insertarse en una democracia participativa y popular, optar por un modelo de economía social a escala humana, o participar soberanamente en los foros continentales (como el ALBA) sin consultar la opinión de las grandes potencias son actos constitutivos de demagogia.
Es decir, lo serio y lo responsable sería continuar viviendo a espaldas de los intereses reales del pueblo, ignorándolo, gobernando en su nombre, haciendo creer miserablemente que el país nos pertenece a todos por igual, conviviendo con las peores inequidades y las brechas sociales más grandes de las que se puedan ver, todo por no alterar los equilibrios fiscales, las cifras macroeconómicas, y por supuesto las ganancias pingües para la oligarquía, que en fin de cuentas son sus propias utilidades.
La narrativa latinoamericana está llena de ejemplos de este ejercicio de indiferencia en el poder, de apatía y desgana, este hacerse el muerto respecto a las urgencias populares, «El señor presidente», «Yo el supremo», «Los ojos de los enterrados», y muchas otras historias y novelas inspiradas en la realidad, y que finalmente en el desarrollo de su argumento se revierten en contra de quienes mantienen esa frialdad en contra del pueblo y para quienes viven en la burbuja cómoda y sumisa del imperialismo.
Ya somos muchos los que en la disyuntiva aristotélica entre oligarquía y demagogia preferimos esta última, en lo personal prefiero pasar por demagogo antes que por oligarca, cada vez somos más los que estamos ansiosos de escuchar buenas nuevas, de dejarnos acariciar por el susurro de la ilusión y la promesa válida, ávidos de comprobar que se puede gobernar en función del pueblo, que un gobierno para las masas y democrático es posible, será por eso que se apuran en tildarnos de demagogos.