1. Lo que viene son apenas algunos titulares para la construcción colectiva de una política propia de los trabajadores y el pueblo en perspectiva de un diseño de ambiciones estratégicas para la emancipación de las grandes mayorías. 2. Que el imperio del capital gobierna las relaciones sociales en Chile desde hace 35 años es una […]
1. Lo que viene son apenas algunos titulares para la construcción colectiva de una política propia de los trabajadores y el pueblo en perspectiva de un diseño de ambiciones estratégicas para la emancipación de las grandes mayorías.
2. Que el imperio del capital gobierna las relaciones sociales en Chile desde hace 35 años es una verdad lapidaria, científica, histórica.
Mientras durante sus primeros años la dictadura pinochetista de refundación capitalista se dedicó a decapitar la conducción política popular y los destacamentos orgánicos de inspiración revolucionaria, paulatinamente retornó los bienes sociales expropiados a los expropiadores durante la Unidad Popular y antes, y hacia finales de los 70 del siglo pasado entregó la dirección económica del país a los jóvenes graduados de la Escuela Económica de Chicago. La generación capitaneada por Hernán Büchi aplicó en inmejorables condiciones -en medio del terror, persecuciones políticas de toda laya, ejecutados, detenidos desaparecidos, torturados y exiliados- la receta más ultra y ortodoxa del liberalismo económico. Ni siquiera sus promotores mundiales (Reagan y Thatcher) se atrevieron en sus propios países a aplicar el recetario íntegro de la privatización extrema de los recursos naturales, áreas estratégicas de la economía, y derechos sociales, como la salud, la educación, y la previsión social.
Ellos nunca dejaron de cautelar zonas de su producción interna mediante medidas proteccionistas (dumping, impuestos a la importación, etc.) Coincidente con el proceso de financiarización de la economía mundial de origen usamericano, producto de la crisis de las tasas de ganancia emanadas de un fordismo en decadencia, se produjo la liberalización del dólar (su autonomía relativa respecto del Banco Central de USA (FED)), el control unidireccional pleno de los medios de comunicación de masas, la importación de los valores y estilos de vida norteamericanizantes (condición para su dominación económica e ideológica), y la descompensación de las relaciones de fuerza mundiales ante el prólogo de la descomposición del llamado «campo socialista». En Chile, sólo la profunda crisis económica de inicio de los 80 recalentó los motores populares y dinamizó la lucha contra la dictadura. Sus puntos más álgidos estuvieron entre el 83 y 86. Rápidamente, las denominadas «fuerzas democráticas», auspiciadas por naciones europeas y el Pentágono, ante la radicalización del movimiento popular y su acelerada rearticulación, suscribieron el pacto interburgués con el régimen pinochetista. Pronto llegaría la mega campaña por el «No» a la prolongación del mandato del extinto General Pinochet, y el comienzo de los gobiernos civiles.
La Constitución Política de 1980, el traspaso a manos privadas de la administración de un territorio descomunal de la educación escolar y superior; la privatización sobre fundamentos especulativos del sistema de previsión social; y la venta del 70 % de la propiedad estatal del cobre, otrora nacionalizado, fueron, entre otras transformaciones nucleares de la sociedad chilena después del golpe de 1973, la expresión de las relaciones de fuerza entre capital y trabajo, hija del ciclo de lucha de clases durante la dictadura. Al respecto, la hegemonía de las facciones democrático burguesas en la lucha antidictatorial y la correspondiente insuficiencia política de los empeños anticapitalistas de inspiración socialista crearon la materia profunda, la estructura y su esmalte jurídico, la moral y la cultura, la democracia sin pueblo y la razón del capital imperante en Chile hasta hoy. El subdesarrollo del país es condición necesaria para mantener los estadios de desarrollo de los países capitalistas centrales, tanto como la existencia de pobres y la explotación es la condición necesaria para que en Chile una minoría goce de los privilegios que ofrece el actual estatus de la civilización humana. Chile no corre linealmente hacia el desarrollo -salvo en las agencias de publicidad del poder-; muy por el contrario, sigue viviendo malamente de la monoproducción cuprífera, la destrucción irracional de los recursos naturales, y el comercio de bienes importados. De este modo, el capital financiero y especulativo ordena la casa mundial -es decir, la economía-, dibuja con mano de hierro la división internacional del trabajo, y promueve la apertura comercial chilena volviendo estructural su dependencia imperialista en el marco de relaciones desiguales y excluyentes.
3. El contexto de producción de una política anticapitalista está asociado al análisis concreto de las relaciones de fuerza entre capital y trabajo en Chile y en el planeta; el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del país; las contradicciones esenciales del terreno; las piezas claves de la dominación, las clases principales, aliados y láminas sociales neutralizables para las posibilidades del nacimiento de la fuerza popular; y el «campo de conciencia» de los trabajadores y el pueblo en una situación concreta ofrecida por la realidad.
La lucha de clases -resumen de las relaciones dinámicas entre la situación objetiva del capital, sus pliegues, contradicciones y potencias; y el «campo de conciencia» de los de abajo, sus formatos organizacionales, sus expresiones instrumentales de clase, su tonelaje político objetivo y su convicción de lucha y poder- es el termómetro y el insumo sustantivo de la brújula política para los empeños anticapitalistas de inspiración socialista. Lejos del vanguardismo (que no de la necesaria conducción política para la emancipación), del voluntarismo (que no del ánimo inquebrantable por transformar la sociedad), del dirigismo, las iluminaciones, megalomanías, esquematismos reduccionistas, remedos idealistas y sin contexto de experiencias populares liberadoras de otras latitudes, y muy lejos del puro deseo, es como se construye la fuerza social de los desheredados. El conocimiento acabado del actual período constituye el punto de arranque para cualquier diagnóstico ajustado y estado de situación para la formación compartida y democrática del proyecto liberador anticapitalista y antiimperialista.
4. La hegemonía política -o conducción y liderazgo-, en su sentido general, siempre es hegemonía de clase. Y esa hegemonía, que es burguesa y capitalista, corresponde al conjunto de herramientas interdependientes ligadas al dominio y recreación de un modo de producción económico, militar, burocrático, y sus manifestaciones legales, políticas y culturales. Como un todo modular, flexible, complejo, contradictorio, dinámico y funcional, el liderazgo de la burguesía en su fase imperialista mundializada y sin contrapesos todavía significativos, domina, disciplina, construye realidad y se reproduce aún, más allá de sus crisis cíclicas y estructurales. Cuando apenas un 20 % de los habitantes de la Tierra vive en las mejores condiciones materiales históricamente posibles, un 80 % sobrevive y abastece con su sola fuerza de trabajo el presente orden de cosas. En Chile ocurre, salvando las particularidades propias por un momento, exactamente lo mismo.
5. En la edificación de la hegemonía política de los intereses históricos de los trabajadores y el pueblo (poniendo entre paréntesis por un momento los dispositivos técnico-operativos más menudos y multifuncionales requeridos) es posible convenir que el papel de la reconstrucción de la voluntad, «campo de conciencia», o rol de la subjetividad popular necesaria para la formación de la fuerza social liberadora está siempre a la orden del día. Incluso después de un eventual control político de la sociedad. Aquí, al parecer, se encuentran dos dimensiones intervinculadas que, de manera sincrónica, es decir, contemporáneamente, operan como tareas de largo plazo para el conjunto de empeños anticapitalistas de inspiración socialista y revolucionaria.
Existiría una suerte de plataforma básica, generalizada, amplia, instrumentalmente necesaria, y ética y políticamente legitimada, asociada a ideas fuerza distantes de la versión sobreideologizada y maximalista de las teorías emancipatorias. La incorporación de los trabajadores y el pueblo a la lucha por derechos incluso ilustrados por fracciones menos reaccionarias de la iglesia y la pequeña burguesía, según las capacidades de la conducción política y sus objetivos puntuales, ya comportan, en potencia, un salto cualitativo en el «campo de la conciencia». Pero no se reducen estas ideas a los clásicos pliegos sindicales economicistas, sino que deben instalar la concepción de que la pelea es justa no sólo porque el salario no alcanza para vivir, sino que no alcanza para vivir porque el patrón o el empleador se queda con una parte de la riqueza que produce el trabajador. Es decir, porque las relaciones laborales se sostienen sobre un hecho fundadamente injusto, originalmente devenido de un robo legalizado. Rara vez, en las condiciones del Chile actual, las demandas de los trabajadores son satisfechas (de hecho, el código del trabajo obstruye la negociación colectiva y limita como en pocas partes del mundo, la posibilidad y eficiencia de las huelgas).
Normalmente, los conflictos laborales se ofrecen en un contexto extraordinariamente asimétrico respecto de la patronal, y de manera aislada, acotada, donde la solidaridad de clase se expresa declarativamente, en el mejor de los casos. En este sentido, la idea de la unidad de los asalariados, el mayor contingente de fuerzas para enfrentar al capital y arrancarle parte de la ganancia proveniente de la explotación, suele ser una conclusión general producto del aprendizaje concreto. Aquí es preciso instalar la unidad, pero no sin contenidos; es la unidad para ganar demandas y promover la solidaridad activa, militante, entre personas que viven de un salario. Como la impotencia y premeditadas pobres facultades de la cartera del Trabajo -más allá de sus conflictos más o menos reales con Hacienda- se manifiestan como inútiles en los conflictos laborales, y el sistema de partidos políticos dominante es parte de la cartera de clientes de los patrones, allí tampoco los trabajadores encontrarán colaboración efectiva. Estos datos reales -sustancia de una democracia oligárquica- potencian la independencia política de la clase asalariada, la ponen en la necesidad de aumentar el tonelaje propio y la solidaridad entre pares, y desacredita las instituciones que sostienen el modelo sin pueblo imperante en Chile.
Sin embargo, la edificación de un sentido común de los trabajadores en la línea presentada, podrá tener salidas esperanzadoras o demoledoras, dependiendo del tipo de liderazgos autorizados democráticamente por los propios trabajadores. El problema de la conducción no es una perogrullada, o una pieza adjetiva en la construcción de la recomposición de la hegemonía política de los trabajadores y el pueblo; es una condición determinante en el «campo de la conciencia».
En el plano educacional (como en el de salubridad o previsión social), tan bien instalado como una de las demandas pilares del período en Chile por los estudiantes, el derecho a la enseñanza que no puede subordinarse a la ganancia o al lucro ya ha ganado prestigio en largos territorios sociales. En este sentido, la idea de la «igualdad», al menos de oportunidades, campea coyunturalmente. No obstante, todavía la fuerza concreta constelada se sintetiza sólo en los actores inmediatamente involucrados. Nuevamente, las conducciones existentes tienen el papel de ampliar la base de apoyo social de la demanda. No basta que las encuestas encumbren el saludo popular a los escolares y sectores de profesores en lucha. De no integrar los trabajadores como demanda propia el derecho a una educación pública como eje del sistema (y a cuenta de un superior financiamiento, participación social y la destrucción de la educación privada subvencionada), se reducen drásticamente las posibilidades de imponer éxitos desde abajo en un plano tan sensible para el país, debido al mito de la educación como palanca de movilidad social.
6. Los ejemplos anteriormente acotados, recorren la colmena integral de la plataforma básica en el plano del «campo de conciencia», en tanto punto de partida en la batalla de recomponer la hegemonía política de los intereses de los trabajadores y el pueblo. Pero resultan completamente insuficientes para acaudalar fracciones relevantes de las iniciativas de lucha de la clase con el objetivo histórico de construir una nueva generación (en términos más culturales que etarios) mandatada a conducir, a través de nuevos instrumentos políticos y sociales (y/o transformando radicalmente los existentes) los próximos ciclos de lucha de clases en mejores condiciones.
Al mismo tiempo que se provocan -intencionadamente, por un lado, y con rasgos de espontaneidad en su organización, por otro- los fenómenos políticos populares que, de manera incipiente, van despercudiendo el Chile del siglo XXI de la paz de cementerios impuesta por el terror y la alienación de los de arriba, también es una tarea estratégica para los empeños anticapitalistas de inspiración socialista arriesgar racionalmente, ideas fuerza que atenten contra el sostén profundo del capital, sus maneras y contenidos. El ejercicio político necesario al respecto debe provocarse en alta frecuencia popular, en conjunto con los sectores más adelantados de lucha, y con una irrenunciable estatura ética y justificación contextual. La musculatura de la dominación y hegemonía de la minoría en el poder, en términos culturales y en el «campo de la conciencia», deben enfrentarse con claridad, de manera creativa, y adecuándose a los sujetos que mañana -a través de diversas expresiones político-orgánicas- están llamados a conducir las transformaciones en beneficio de los intereses de las mayorías.
En este sentido, es dable cuestionar críticamente la contradicción capital-trabajo, considerando que la producción de la riqueza es social, pero su apropiación, privada. Que la propiedad privada no es un derecho natural sino el fundamento devenido de los privilegios de una minoría dueña de todo. Que la lucha permanente y creciente, y la unidad de los trabajadores y el pueblo es la condición que abre las posibilidades de una vida plena para las mayorías de Chile. Que el combate contra los patrones es internacional, anticapitalista y antiimperialista. Que la colaboración con los patrones, en toda coyuntura, a la larga, fortalece a la minoría en el poder. Que no es fatal el actual orden de cosas. Que se puede producir mejor y para bien del conjunto social, sin patrones. Que el egoísmo, la competencia, el lucro, el sectarismo y el sobre consumo son los valores y prácticas que publicitan y ejercitan históricamente los poderosos para reproducir y perpetuar sus privilegios.
Que si, eventualmente, gana las elecciones presidenciales de 2009 la derecha histórica, y entonces, obligadamente, bajan los funcionarios concertacionistas de palacio con el fin de enrielar el movimiento popular en ciernes sobre objetivos electorales para recobrar el Ejecutivo, es preciso disputar con razones y fuerza la potencial hegemonía política del territorio popular. Que la educación debe volver al Estado, pero esa meta por sí sola, no resuelve las contradicciones irreconciliables de las clases antagónicas existentes objetivamente en Chile. Que detrás de las luchas economicistas en cualquier ámbito, debe palpitar la lucha por el poder político y un proyecto de nueva sociedad que promueva sus instrumentos más adecuados al contexto y las relaciones de fuerza actuales, y tenga a la vista la experiencia -sus aciertos y derrotas- de las batallas populares de la historia de Chile y del mundo. Y que la política es el arte de construir fuerzas y establecer alianzas.
– Andrés Figueroa Cornejo es miembro del Polo de Trabajador@s por el Socialismo.