¡Qué tiempos son estos, en los cuales es casi un crimen hablar sobre cosas inocentes pues implica callar tantos horrores! Ese, que cruza tranquilamente la calle,¿no puede ser hallado jamás por los amigos que precisan su ayuda? Bertolt Brecht Vectores de alienación ¿Por qué unos individuos luchan (a sabiendas de la, más que probable, futilidad […]
Ese, que cruza tranquilamente la calle,
¿no puede ser hallado jamás por los amigos que precisan su ayuda?
Bertolt Brecht
Vectores de alienación
¿Por qué unos individuos luchan (a sabiendas de la, más que probable, futilidad del empeño) contra un orden social injusto y perverso mientras que otros se adaptan, lo legitiman o transitan las múltiples vías del escapismo? ¿Qué tipo de condiciones han de darse para que alguien afronte los riesgos del activismo y la rebeldía en detrimento de su bienestar material, ignorando aquel mantra pequeñoburgués, epítome del cinismo moral: «disfruta de la vida: no te metas en problemas»? ¿Es necesario, para romper la baraja de la «algodonosa» cotidianeidad, sufrir agudas privaciones o debería bastar simplemente con la certeza de la iniquidad del reino de la mercancía? ¿Por qué resulta incluso extemporáneo atreverse a afirmar que aquellos que tienen el coraje de enfrentarse a un entorno despiadado en lugar de aprovecharse de sus migajas son «mejores» que los que asisten (en el mejor de los casos) pasivamente al festín? ¿Debería ser un baldón para los que «comprenden» la realidad recluirse en su refinada privacidad, su relativismo moral y sus cínicas buenas causas? Y, quizás la más ardua de las tareas: ¿cómo romper la gruesa «costra» de alienación que recubre la cotidianeidad de capas ingentes de población que, aparentemente, «ni sienten ni padecen» entre videojuegos, smartphones, litronas y telebasuras varias?
Si en el decurso ordinario de nuestras vidas soslayamos los (torpemente expresados) dilemas anteriores, ello no es más que la prueba del éxito rotundo del aparato de dominación simbólica en la domesticación de la rabia que el espanto producido por la realidad circundante debería incubar. En su lugar, el cañamazo ideológico hegemónico ha logrado desviar (sobre todo entre los más capacitados para el antagonismo) el agudo malestar potencialmente subversivo que podría provocar una percepción sin «filtros» del entorno hacia lo que podríamos denominar sumideros de falsa conciencia. Ellos son las «excrecencias» de los ineludibles conflictos morales, hábilmente escamoteados por la aplastante maquinaria «lobotomizadora» del Poder para aliviar la peligrosa presión que podría impeler al individuo a la disidencia. Taxonomía tentativa de los «vectores de alienación», potentes disolventes del instinto de rebelión y artefactos eficacísimos para la canalización inocua e integrada de las energías y anhelos detraídos de la lucha efectiva contra el ethos realmente existente.
Ejemplos de ese esbozo del catálogo de las «desviaciones» que alivian la presión sobre la espita de la conciencia moral distorsionando la percepción de la ríspida realidad circundante los hallamos en los hedonistas «ávidos», que creen que el mundo y todo lo que contiene es, ante todo, un instrumento para su placer, sean las drogas de diseño o la última aplicación del smartphone, oponiendo ilusamente la disipación libidinosa al odiado puritanismo represor de los instintos; los románticos «escapistas» que, hastiados de la podredumbre circundante, se vuelven de espaldas al mundo y quieren vivir sin relacionarse ni contaminarse con él; los virtuosos «iluminados», que se creen poseedores de la verdad revelada, cargada de espiritualidad y trascendencia (procedente quizás de lejanos valles «himalayenses»), y pugnan por imponer a la amorfa y contaminada realidad su modelo de virtud, cual molde geométrico en el que aquella se resistiera tenazmente a encajar, y, por último, los «miopes» emocionales, leve o plenamente conscientes de la maldad del mundo pero que se recluyen en el cínico ámbito privado-subjetivo ante su incapacidad para aplicar sus emociones (y los actos políticos que de ellas se derivarían) al enorme daño objetivo que las estructuras socioeconómicas en las que participan produce.
Quizás no sea demasiado aventurado señalar que una combinación, en proporciones variables, de los anteriores «vectores de alienación» es la que nos ayuda a «arrebujarnos» en nuestras solipsistas realidades de «dirección postal», eludiendo los ignotos peligros de las genuinas disidencias y deseando en el fondo simplemente que nuestra entelequia de bienestar y confort perdure.
El cinismo de la «dirección postal»
«Tengo el deseo, y siento la necesidad, para vivir, de otra sociedad completamente distinta de la que me rodea. Como la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella -en todo caso, vivo en ella-. Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adaptación, ni mi asimilación de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica (…) Pero en la vida, tal como está hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de cosas inadmisibles»
Cornelius Castoriadis
Lo que tienen en común las manifestaciones de la falsa conciencia anteriormente esbozadas es la inmunización absoluta que procuran ante cualquier riesgo de contaminación política que pueda resquebrajar la gruesa coraza de alienación. Ello permite al anestesiado sujeto mantenerse totalmente vacunado contra la interpelación moral del espanto circundante. Los mecanismos de evasión, abundantemente servidos en «bandeja de plata» por los genios de la mercadotecnia, crean incluso la vana ilusión de libertad sin alterar en absoluto (más bien reforzándolas) las estructuras socioeconómicas que ahorman el simulacro de individualidad: como le ocurre al preso, que por querer librarse de las ligaduras se enreda cada vez más en ellas. Cuando la fuerza resultante del influjo conjunto de los referidos vectores de alienación arrolla la tenue y deslavazada instancia crítica del individuo, éste se convierte en un pelele en manos de las fuerzas irracionales del hedonismo, el escapismo y el virtuosismo iluminado. El brillo cegador de la profusión de paraísos artificiales aborta cualquier tipo de resistencia consistente. La telebasura, el ocio encapsulado del mall hollywoodiense, los juegos de rol o las terapias transpersonales [sic] de los místicos orientalistas proporcionan eficaz alivio sintomático de los difusos malestares y, por si todo ello no fuera suficiente, los psicofármacos suministran la ataraxia necesaria para preservar el grueso envoltorio translúcido que aísla de la doliente cotidianeidad.
Sin embargo, los vectores alienantes carecen afortunadamente del don de la omnipotencia. Por alguna de las grietas de humanidad que no pueden sellar completamente puede filtrarse la lucidez necesaria para poder escapar, siquiera parcialmente, a su influjo. Cuando un racionalismo atemperado protege al sujeto de la distorsión de la percepción de la realidad que tales «sumideros» procuran, aparece inevitablemente el conflicto moral que podría desencadenar el instinto de rebelión. La ‘multitud de cosas inadmisibles’ de la que habla Castoriadis, el disgusto consiguiente con la vida que se lleva y lo poco o nada que se hace para cambiarla podrían agrietar los robustos muros de la paz social. Surge entonces la necesidad de que otros filtros morales desactiven la potencial disidencia y aseguren la docilidad y la conformidad hipócrita del ciudadano con el orden imperante. Dicha conciencia cínica tendría su basamento en dos pilares complementarios: la moral de «dirección postal» y el mecanismo compensatorio de cariz reformista-asistencial.
Explica Gilles Deleuze en su diccionario audiovisual [i] que la condición de ‘ser de izquierdas’ es una cualidad de la percepción moral basada en la constatación de la unidad del sufrimiento humano innecesario existente a escala global: la auténtica izquierda no es una dirección postal. La intolerabilidad de las flagrantes y crecientes desigualdades globales debería ser pues la fuerza motriz de la praxis vital de cualquier persona de bien. Lo contrario (la percepción de la imperiosa necesidad de fundar la cosmovisión ideológica en la preservación de la precaria confortabilidad del nicho privado) es el marchamo del cinismo pequeñoburgués encarnado en la evanescente middle class. Su conciencia cínica, resignada a la imposibilidad de soslayar su intervención más o menos activa en los complejísimos mecanismos de generación de explotación y sufrimiento, opera el desacople (con la inestimable ayuda de los vectores de alienación) entre su muy conservadora moral de proximidad y su actuación política «de cara a la galería»: a pesar de su cacareado compromiso con el alivio de los problemas del proceloso mundo exterior, su preocupación primordial es el mantenimiento incólume de su «amniótico» entorno.
Sin arriesgar en absoluto la posición social ni provocar siquiera un rasguño en el armazón del Moloch se pueden hacer buenas obras en los ratos libres, prestar una brizna de solidaridad a los desvalidos o conceder el sagrado voto a opciones políticas sedicentemente progresistas; excelentes lenitivos morales para continuar con existencias perfectamente integradas en la cultura material del reino del capital. La vida compartimentada: colaboración en las cuestiones relevantes con la parte «contratante» combinada con una leve participación en la mejora paliativa del entorno. Moral de «proximidad» de nariz «tapada» y aseados y vistosos servicios a la comunidad que exorcicen la potencial filtración de haces de mala conciencia.
Manolis Glezos, héroe de la resistencia griega durante la ocupación nazi, beligerante aún contra las políticas criminales de la Troika en Grecia, esboza una brillante y llena de simplicidad taxonomía de los grupos sociales que ilustra claramente lo anterior: «Primero, los acomodados, que están bien; segundo, los que no sienten ni padecen; tercero, los que saben que están mal, pero no hacen nada; cuarto, los que salen a la calle a romper cosas y desahogarse y, por último, los que salen a la calle y saben muy bien por qué luchan» [ii].
El pequeñoburgués de la dirección postal, híbrido de hedonista, escapista, virtuoso y moralista cínico, es, a pesar de todo, perfectamente consciente de la insostenibilidad de la situación que precariamente le arropa y de la fragilidad de los asideros que garantizan la preservación de su estatus. Siente vívidamente como a su alrededor le va cercando la marea de descomposición social ante las crecientes agresiones del neoliberalismo rampante, pero sigue creyendo firmemente en poder preservar su ‘nidito’ de pseudobienestar de los peligros simultáneos del precariado y el desclasamiento. Esclavitud a cambio de frágil confort: he aquí el quid pro quo de la mayoría silenciosa.
Empero, la intensidad del autoengaño por parte del grupo potencialmente más consciente de la ciudadanía, que tiene que lidiar constantemente con agudas «disonancias» cognitivas, reconciliarse con la inclemente realidad y proteger su autoimagen idealizada, es siempre endeble y precaria. El cierre moral de la conciencia cínica no puede ser completo ya que carece de los mimbres sólidos que compondrían una existencia basada en la alegría vital y abunda en dosis tóxicas de mala conciencia y cobardía. El filósofo racionalista Spinoza definía en su ética geométrica la alegría como el sentimiento de perfeccionamiento progresivo de la persona al perseverar en su ser. Así pues, si las formas desviadas y cínicas de conciencia impiden el auténtico perfeccionamiento de las virtudes morales del individuo y la sociedad, habrá que alimentar el rescoldo de esperanza de que, como de forma engañosamente infantil describe el siguiente aforismo de Manuel Sacristán, la necesidad de dejarse de lenitivos y escapismos para atajar el mal de raíz alumbre renovados y crecientes ámbitos de deserción.
«Nunca habrá buena alegría mientras haya burguesía, pero nadie echará al burgués si antes alegre no es»
Vectores de «desalienación»
«Aspiro a que mires a tu alrededor y te des cuenta de la tragedia. ¿Cuál es la tragedia? La tragedia es que ya no hay seres humanos, sólo hay máquinas extrañas que chocan entre ellas»
Pier Paolo Pasolini
«Me mezclé con los hombres en tiempos turbulentos y me indigné con ellos»
Bertolt Brecht
Vivimos en una sociedad marcada por el predominio de las pasiones tristes. La ya mencionada ética spinoziana enseña a cultivar las pasiones alegres, aquellas que fortalecen nuestro poder de acción estimulando nuestras ganas de vivir, en oposición a las pasiones tristes, que lo coartan y debilitan. El ciudadano del mundo rico, en los clásicos términos de Eric Fromm, está atrapado en una contradicción insoluble, potenciadora (a pesar de su situación de privilegio «relativo») de tristeza y desasosiego: vive en el mundo «idílico» de las libertades aparentes (de voto, de consumo, de venta de su fuerza de trabajo) y de cierta seguridad material, mientras que en realidad se halla al albur de los designios de poderes oscuros que lo someten a la insignificancia y pueden hacer añicos, ante cualquier azaroso giro del destino, esa precaria ilusión de bienestar. Nunca antes el ser humano ha podido sentir tan vívidamente la abismal distancia que reina entre las enormes posibilidades de realización de una vida más plena y los crecientemente agudos procesos de deshumanización en curso. Todos los potentísimos lenitivos esbozados están al servicio de la ocultación de esta punzante paradoja. Su éxito aparente reside en la aplicación de sofisticados trampantojos que «encriptan» las fuentes reales del malestar. Las expresiones de sufrimiento que no logran mitigar los vectores de alienación son consideradas potencialmente patológicas, alejadas de cualquier etiología originada en las asperezas de la cruda realidad y encuadradas en el ámbito de los trastornos adaptativos. De reconducirlas hacia la «normalidad» integrada se encargan el aparato psiquiátrico-terapéutico y los «chiringuitos» de autoayuda. Fatigas, miedos y trastornos del ánimo enmascaran la infelicidad «estructural» y llenan los departamentos asistenciales focalizando el mal en el desvalido sujeto. Nuestra potencia de modificar el inhóspito entorno politizando los malestares es cercenada a través de los múltiples medios de imponer la docilidad que tienen los aparatos represivo-persuasivos de la sociedad crematística. Esta astenia moral generalizada es aprovechada por el aparato de dominación simbólica para fomentar la pasividad y generar impotencia frente a lo que se presenta como inevitable, sin escapatoria posible, salvo descenso a los infiernos nefarios de la marginalidad y la subversión. Una parte importante de la colectividad social adapta su conciencia de la realidad en la que vive hasta llegar a hacerla contradictoria con la que debería esperarse de su condición subalterna, colaborando entusiásticamente con los mecanismos de explotación y de fomento de la estulticia. Los que osan rehusar procurarse con fruición las anestesias del consumo de fruslerías o los paraísos artificiales sin aceptar tampoco los cambalaches del cinismo pequeñoburgués de «nariz tapada» se abocan a una doliente alternativa: adoptar el aire taciturno del lobo estepario, rumiando impotente su derrota o arrostrar los bien tangibles riesgos de la disidencia.
Así pues, quien no quiera engañarse (los que ‘salen a la calle y saben muy bien por qué luchan’, los «mejores» de la taxonomía de Glezos) y trate de mantenerse en pie sin someterse (aumentando así su potencia de acción colectiva y fortaleciendo la alegría spinoziana) no encajará en el molde aceptado de la vida socialmente instituida. He aquí el origen de la llamada a la práctica política: propiciar mecanismos de acción social transformadora que permitan establecer lazos de fraternidad creadores de otros ámbitos de sociabilidad que exorcicen el temor de ser una absurda y solitaria anomalía. ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde hurgar para encontrar fermentos de esas tendencias socializantes en un entorno despiadadamente individualista? ¿Cómo persuadir al aturdido paisanaje de la existencia de otras formas de estimular la alegría vital y el auténtico hedonismo infinitamente más gratificantes que las supinas vacuidades proporcionadas por el ocio mercantilizado? Y, quizás lo decisivo, ¿cómo lograr que no sólo los «mejores» sino también una «masa crítica» de ciudadanos den el paso de politizar la vida y construir nuevas formas de convivencia más allá del férreo corsé mercantilista que agosta sus pulsiones fraternas?
Resulta, en este sentido, sumamente ilustrativa de las enormes dificultades de la tarea una paradoja (escasamente percibida como tal) muy presente en la vida cotidiana de las clases populares. La que refleja el agudo contraste entre la presencia abundante de valores de fraternidad y de solidaridad en la vida privada de la gente «de bien» y la casi total desconfianza hacia todo aquello que huela a política institucional o incluso a la cooperación con «desconocidos» en el tejido de redes de acción colectiva. Las preocupaciones y desvelos cotidianos de las «buenas» personas están en realidad repletos de moralidad; de un «hacerse cargo» de los otros a través de múltiples muestras de desprendimiento. Mediante las solícitas atenciones y cuidados a los allegados plasmadas en la total entrega a la crianza de los niños, los desvelos hacia los mayores y el apoyo incondicional a los amigos (cuenta conmigo para…) multitud de personas anónimas hacen gala continuamente de una generosidad desbordante e indicadora de fuertes impulsos de solidaridad, al menos en el círculo más íntimo de la gente «de confianza». Incluso participan animosamente en la organización de las fiestas del barrio, reclaman la peatonalización de una calle, la construcción de un área infantil en un parque o colaboran desinteresadamente en causas solidarias con algún lejano y desgraciado lugar del acerbo planeta. Sin embargo, esas demostraciones de genuina fraternidad, que podrían constituir la argamasa de la construcción de mallas de acción colectiva y la materia prima de un poder popular potencialmente transformador, acaban quedando totalmente circunscritas a la esfera privada, único ámbito donde se expresa esa «densificación» de las redes de apoyo mutuo.
La Familia, la Propiedad y el Estado pueden estar tranquilos: la moral de proximidad de las clases populares y la desconfianza hacia todo lo que huela a práctica política operarán eficazmente la desconexión entre esa bondad de «dirección postal» y el intento de tejer auténticas redes de política «capilar» antagonista. Existe, pues, un agudo contraste en el sentido común del pensamiento cotidiano entre las reglas de la política y las de la vida. La política-espectáculo se hace en un lugar abstracto y separado de la vida, un lugar «excepcional» que requiere un tipo de saber y una disposición totalmente ajenos a las capacidades e inclinaciones de la mayor parte de los sufridos ciudadanos. Política supeditada a los medios de embrutecimiento de masas, de creación de personajes mediáticos, fomento de la pasividad ciudadana y vacuo electoralismo. Redentores que nos leen la cartilla y nos ofrecen la salvación a cambio de una «mísera» papeleta. Los dictados, abusos y corruptelas de los fantoches de la realpolitik provocan una indignación estéril y una desconfianza instintiva del pueblo «llano» hacia cualquier tipo de implicación en la farsa partitocrática. En realidad, todo funciona como una gigantesca pantomima: la gente «sabe» (que los políticos se corrompen, que los banqueros roban a manos llenas, que la democracia liberal es una marioneta en manos del gran capital, que el trabajo es una esclavitud…) y, a pesar de esa incólume certeza en la podredumbre del poder, trata de actuar como si no le incumbiera o no se pudiera hacer nada para combatirlo, legitimando así el retorno al ámbito privado y cortocircuitando la conexión con cualquier implicación en tareas comunitarias que puedan devenir embriones de contrapoderes efectivos.
Empero, la actual catástrofe en curso y la apabullante devastación social resultante están actuando de catapultas para que capas crecientes de desclasados y empobrecidos ciudadanos abandonen su, cada vez más deteriorado, nicho «amniótico» y su desconfianza hacia lo colectivo para intervenir en el combate contra la «multitud de cosas inadmisibles» que cotidianamente nos asaltan: el entorno laboral, crecientemente depredador y precario, el escándalo moral de los desahucios, el impúdico festín de los saqueadores a mansalva del erario público y, en fin, la crecientemente aguda desposesión de derechos de las clases trabajadoras arramblan el fallido intento de cierre del ámbito privado e impelen al desvalido ciudadano a dejar el estado de «crisálida» social y arrostrar los riesgos de la lucha política y la acción colectiva. Sólo cabe esperar pues que la cacofonía de inspiración y de conocimiento compartidos generada por estos poros de nueva sociabilidad active poderosos vectores de «desalienación» que contribuyan a disolver los arcanos temores de las clases populares ante la implicación en ámbitos de vida comunitaria para avanzar así, en las bellas palabras de Sacristán, «…por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan»
Notas:
[i] https://www.youtube.com/watch?v=cuYh5ekf7SY
[ii] http://info-grecia.com/2013/05/30/manolis-glezos-heroe-de-la-resistencia-de-la-ii-guerra-mundial-en-grecia-sigue-a-sus-90-anos/
Blog del autor: http://trampantojosyembelecos.wordpress.com/
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