Hoy vivimos en un mundo «bizarro» donde todo está al revés. Hoy los fines se adaptan a los medios, lo abstracto condiciona a lo concreto, lo cuantitativo a lo cualitativo, el bienestar humano está supeditado al interés económico. Para graficarlo mediante un viejo aforismo campesino, se ha puesto la carreta delante de los bueyes. Esto […]
Hoy vivimos en un mundo «bizarro» donde todo está al revés. Hoy los fines se adaptan a los medios, lo abstracto condiciona a lo concreto, lo cuantitativo a lo cualitativo, el bienestar humano está supeditado al interés económico. Para graficarlo mediante un viejo aforismo campesino, se ha puesto la carreta delante de los bueyes. Esto es así porque se ha impuesto una mentalidad tecnocrática, que se caracteriza por desentenderse de los fines de su gestión y cuyo funcionamiento, aparentemente racional, en el fondo es pura irracionalidad, como ha quedado demostrado con trágica contundencia con el Transantiago. Se trata de funcionarios miopes, condicionados por la lógica computacional del paso a paso, que carecen por completo de una visión de proceso o de estructura, lo que les impide siquiera atisbar cuáles serán las consecuencias de sus acciones. Lo que ha pasado con el Transantiago tiene una sola explicación: los tecnócratas al mando son constitutivamente incapaces de ver más allá de sus propias narices y la realidad les explota, irremediablemente, en la cara. Los planes que diseñan no pueden funcionar porque su visión lineal se les impone, frente a cualquier consideración de orden más estructural.
Hay que recordar que el nuevo plan de transportes para Santiago pretendía corregir el monstruoso caos que a su vez había producido en la ciudad la decisión de unos tecnócratas anteriores, los mismos que ahora critican a los actuales (¡socorro, están por todas partes y son inmortales!), en orden a dejar que el transporte público fuera automáticamente regulado por el mercado, cosa que -por supuesto- nunca sucedió ni de cerca. Pero como les cuesta un poquito aprender, al abordar el diseño del nuevo plan el primario seguía puesto en hacerlo viable económicamente, y no en que fuera realmente operativo para la gente. Ese pie forzado condicionó todo el desarrollo posterior. En algún momento se dieron cuenta que, con el actual precio del pasaje, los números no cuadraban porque los costos superaban a los beneficios. Entonces tenían tres alternativas: subir el precio del pasaje, subsidiar desde el Estado al transporte público o externalizar los costos. Su rigurosa formación tecnocrática los ha llevado a elegir, obviamente, esta última opción que, traducido al lenguaje vulgar, significa algo así como «tiremos estos problemas cargantes para afuera del sistema». Entonces, empezaron a recortar, con el furor de un peluquero demente, distintas inversiones que eran fundamentales para que el plan funcionara medianamente bien: no construyeron las vías segregadas, ni las estaciones de trasbordo, ni los paraderos, disminuyeron el número de buses y así siguieron -sin distraerse, hay que decirlo- hasta que cuadraron los números. Lo más probable es que ni siquiera llegaran a prever las consecuencias de sus decisiones, porque el regocijo que los embargó al «optimizar» todo tan bien obnubiló por completo su escaso juicio.
Para abreviar, entonces sucedió lo que hoy ya todos sabemos: los problemas «externalizados» cayeron -como es obvio- sobre quienes estaban «afuera del sistema» y no eran parte de la ecuación costo-beneficio, es decir, sobre los usuarios. Simple ¿no? Siempre resulta estimulante observar en acción esta gran capacidad matemática de las tecnocracias para simplificar lo complejo. El único problema es que la realidad humana es un tanto rebelde a dejarse encorsetar y siempre sale con alguna rareza. Como, por ejemplo, que la paciencia la gente se agotara, la indignación popular saliera a flote y ahora les esté pasando una cuenta que no incluyeron en sus cálculos. Los humanistas hemos puesto en marcha una campaña de desobediencia civil que convoca a la manifestación activa pero no violenta de ese descontento, considerando que al poder establecido no se le puede pedir mucho más, mientras sean los tontócratas allí enquistados quienes tomen las decisiones. Lo que está en juego aquí es la capacidad de respuesta que tiene una base social organizada y movilizada, hoy por hoy la única posibilidad efectiva de forzar los cambios sociales necesarios.
Tomás Hirsch: Líder del Partido Humanista chileno y ex-candidato a la presidencia del año 2005 para «Juntos Podemos Más»