«Cuando se escribe un guión televisivo hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad». Así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba exagerando. «En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará […]
«Cuando se escribe un guión televisivo hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad». Así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba exagerando. «En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón», se expresaba sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinsky, asesor del ex presidente de Estados Unidos Jimmy Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa Fe. En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo que nos enseñaba este docente de comunicación social: «manipular a la gente tratándola de niñitos tontos», así de simple (o de monstruoso).
La televisión es parte fundamental de lo que los estrategas de la gran potencia imperialista -principal productora mundial de mensajes televisivos por cierto- llaman «guerra de cuarta generación». Dicho de otra forma: guerra psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la población planetaria, no con armas de destrucción masiva sino con medios más sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final.
La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, sin dudas; pero es más manejable, tremendamente más manejable, más manipulable. Y lo peor de todo, sin que se dé cuenta de ello. No es infrecuente escuchar decir por parte de algún productor audiovisual que «la población quiere basura, por eso le damos basura». Verdad a medias, presentada tendenciosamente. No hay dudas que en términos mayoritarios, la amplia población mundial consume mensajes audiovisuales de bajísimo contenido, «basura» sin lugar a dudas. Pero sería demasiado simplista -o demasiado injusto- quedarse con la idea que el público es tonto por naturaleza, que busca la basura por placer. En todo caso, la gente es obligada a consumir basura, y no teniendo otra oferta que esa, termina por generarse una cultura del consumo de porquería mediática que se cierra en sí mismo. Consumimos lo que nos dan. El núcleo del problema no está en el consumidor sino el productor.
De todos modos, si vemos los gustos generales de las poblaciones, podría sacarse una primera conclusión -por cierto equivocada si se la analiza en detalle- que nos presenta a la gran masa consumidora como «tonta», «frívola», prefiriendo la estupidez simplista a la profundidad conceptual y estética. Pero si «el mal gusto está de moda», como dijo agudamente Pablo Milanés, hay que ver el problema en su conjunto: la televisión, quizá como el símbolo por excelencia de las sociedades masificadas y consumistas a las que dio lugar el capitalismo industrial, expresa de manera descarnada la lógica que domina el mundo de la empresa privada. Las poblaciones planetarias son manipuladas eficientemente según sofisticadas técnicas, como lo decía la brutal declaración de Brzezinsky, consiguiendo así los factores de poder lo que se trazan como proyecto. Y está claro que el proyecto en juego es mantener a la gran masa como pasiva y tonta consumidora. Los mensajes para niños de seis años, efectistas y sensibleros, son el instrumento que se inventó al respecto. Ningún medio se mostró más idóneo para difundirlo que la televisión.
Recordemos lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática moderna: «¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (…) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige. [¿niño de seis años?] (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea».
No hay ninguna duda que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente, más que el cine, la foto, el internet o los videojuegos, generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, de revertir. Lo cual nos abre el interrogante: ¿la televisión sólo es una máquina de fabricar estupidez (y por tanto un público estúpido que la consume) o puede servir para otra cosa? ¿Podrá superarse esa cultura superficial, ese «mal gusto» que está tan de moda en todas partes del mundo? Y más aún: una cultura de la imagen, de la pasividad ante la invasión de ese tipo de mensajes que nos condena a «mirar y no pensar», ¿podrá servir a una propuesta alternativa?
No es ninguna novedad que en estas pocas décadas en que se viene desarrollando, la televisión ya tomó una forma que pareciera bastante definitiva. Y es la forma de la estupidez más ramplona, más superficial. Si bien es cierto que en el momento de su aparición generó grandes expectativas por las posibilidades que parecía abrir como medio de información y educación universal, las mismas se vieron rápidamente frustradas, volcándose la casi totalidad del esfuerzo que la impulsó al entretenimiento pasajero.
El esparcimiento es algo necesario, imperiosamente necesario en la dinámica humana. No hay civilización humana que no lo tenga. Espectáculos de circo, deportes, actividades recreativas -por mencionar algunas formas- no faltan en ninguna cultura. Pero la cultura de la imagen a que dio lugar el surgimiento de la televisión trajo con sí una entronización de la superficialidad ramplona y terminó convirtiéndose rápidamente en una verdadera máquina de hacer estúpidos. Estúpidos a la medida que los factores de poder desean, claro está. Las posibilidades de generar un ámbito educativo e informativo de nivel quedaron muy rezagadas en relación al pasatiempo barato. Hoy, con varias décadas de historia acumuladas, la televisión está inclinada básicamente a seguir siendo ese distractor simplista, habiendo desechado casi por completo sus otras posibilidades.
Si informa, lo hace de manera tendenciosa, parcial -como, en general, lo es buena parte del periodismo-, pero con el agregado que su misma esencia de audiovisual le confiere una autoridad y preeminencia que no alcanzan a tener otros medios. La realidad virtual de la televisión es, sin más, la realidad misma. Las noticias de la televisión pasaron a ser «la» realidad misma.
Y los programas educativos-culturales, infinitamente más escasos que la estupidez banal del entretenimiento vacío, en términos generales no terminan de tomar distancia de una visión elitesca y acartonada que equipara cultura con museo, saco y corbata y voz melosa y monocorde, tornándose muchas veces bellos productos…soporíferos.
En la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito («algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas» enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Y no se equivocaba). La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy por hoy pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no permite una actitud crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer con facilidad; y ello, por varios motivos.
En el marco del capitalismo, porque es un fácil expediente para generar enormes ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que el sistema necesita. El negocio de la televisión mueve fortunas, y ninguna de las corporaciones que lo manejan está dispuesta a perderlo. Por otro lado, la televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz (guerra de cuarta generación, más «letal» que las peores armas de fuego), y los factores de poder no dejarán de usarla sino que, por el contrario, apelan cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales. Por ambos motivos entonces: fabuloso negocio y mecanismo de control social, la televisión es parte medular del capitalismo desarrollado.
Pero además se suma otro factor: la cultura de la imagen fascina, atrapa, seduce. Y más allá de las mejores intenciones por generar una televisión de gran calidad estética, educativa, superadora de la feria de vanidades con que en general se identifica la versión comercial que ha inundado el mundo, es muy difícil producir propuestas alternativas con real impacto. O dicho de otro modo: vemos que el «rating» sigue inclinándose por el lado de la estupidez. ¿Será entonces que es cierto aquello de que el público quiere basura? ¿Podríamos quedarnos con la respuesta sencilla que señala al público consumidor como tonto, con mal gusto, banal? ¿O es más compleja la situación?
Sin dudas, es mucho más compleja. En todo caso el público no es tonto sino que lo han vuelto tonto. Pero (y esto es importante no olvidarlo) la cultura de la imagen repetida hasta el hartazgo tal como sucede con la actual oferta televisiva, la civilización montada sobre esta realidad virtual que ofrecen las cajas de sueños que son estos aparatos hipnotizadores llamadores televisores, tiene muchos límites; concretamente dicho: el mismo medio torna muy difícil generar 24 horas diarias durante 365 días al año de programación excelente. Es mucho más fácil apelar al entretenimiento barato que a la reflexión para llenar la programación. Y cuando se quiere generar una alternativa encontramos que es más fácil caer en el panfleto, en la consigna, en el mensaje ideologizado que en una nueva televisión de alto valor estético y conceptual.
Es decir -esto es una hipótesis a discutir- que la misma naturaleza del mensaje audiovisual (¡que es muy distinto a, por ejemplo, la lectura!) tiene límites muy cercanos. ¿Es posible construir una nueva cultura, un «hombre nuevo», una nueva ética, una nueva forma de ver el mundo, apelando sólo a la imagen virtual? ¿No libera ello del pensamiento crítico? ¿No impide la imagen, aunque no lo quiera explícitamente, la posibilidad de la reflexión profunda?
Por supuesto que necesitamos divertirnos; un tercio de la vida disponemos para ello, según alguna división del sanitarismo (otro tercio para dormir y otro tercio para producir). Pero la cultura televisiva que se ha generado hasta ahora sólo ha servido para llevar el campo del entretenimiento a la peor creación conocida. Los graffiti de los baños públicos son mucho más ingeniosos y agudos que muchos (¿casi todos?) los programas que nos inundan por televisión. ¿Será que diversión es sinónimo de mal gusto, de chabacanería, de burla barata? Si nos quedamos con eso, por supuesto que podemos sacar la rápida conclusión que el público televidente es tonto. Pero no es el público el que produce esos programas, no olvidarlo. Los graffiti populares son una clara expresión de cultura popular, y definitivamente no son tontos. Son mucho más agudos que tantos programas, sin dudas. La gente no es tonta per se. Afirmar eso no es sino despreciativo de la especie.
¿Cómo hacer una televisión distinta entonces? ¿Es posible?
Sí, pero sólo bajo ciertas circunstancias. Por supuesto que hoy también existen programas de gran nivel, verdaderamente educativos, que fomentan el pensamiento crítico y el buen gusto. Son islas, claro está, pero existen. Y ello evidencia algo: una programación masiva durante todo el día todos los días del año hace muy difícil contar con programas de calidad en su totalidad. Ello es así no porque el público sea tonto, sino porque es técnicamente difícil disponer de 24 horas diarias para dedicarse a la reflexión, al goce estético. El pasatiempo también es necesario. La cuestión es buscar un equilibrio entre ambas cosas, entre reflexión y diversión. Y la televisión, dado que es comercio y arma de dominación ideológica, por tanto siempre en manos de las fuerzas conservadoras, es mucho más probable que ofrezca banalidades a que sea autocrítica. Como nos han tornado muy estúpidos, es más fácil «vender estupideces», incitarnos al consumo, habituarnos a no pensar que fomentar ese nuevo espíritu incisivo.
Las propuestas alternativas para una nueva televisión, los proyectos que han surgido en el campo de la izquierda, del progresismo, las iniciativas que tratan de no ser sólo un medio comercial, en muy buena medida han pecado de otro defecto: panfletarismo, adoctrinamiento ideológico. Eso es la contracara de la estulticia superficial de la televisión comercial. ¿No es también un ejemplo de la fascinante e hipnótica cultura de la imagen una cámara fija que muestra un discurso político sin ningún corte durante media hora? ¿Es eso bello en términos estéticos? ¿Sirve eso para fomentar el pensamiento crítico? ¿Entretiene? ¿No logra eso, muchas veces, que la gente, ya acostumbrada a la a «basura mediática», busque la telenovela o el reality show?
Todo esto abre la pregunta en torno a para dónde ir con la televisión en una nueva sociedad, tal como está pasando en estos momentos en el laboratorio social que es la Venezuela bolivariana. ¿Se puede hacer una nueva y mejor televisión con más televisión? Quizá -también esto es una tímida hipótesis- la mejor manera, o al menos una manera, de fomentar una nueva cultura es no apostar por más televisión. ¿No nos estamos condenando a una civilización de la imagen, del inmediatismo, del «mirar embobados la pantalla y no pensar»? La cultura de la imagen, ¿no nos lleva inexorablemente a ídolos con pies de barro?
Insisto: estas reflexiones son hipótesis. Ahora, justamente, en Venezuela se termina la concesión al canal televisivo de ultra derecha y alineado con el golpe contrarrevolucionario de 1992 Radio Caracas Televisión -RCTV-. ¿Qué hacer al respecto con ese espacio radioeléctrico que quedará libre? La discusión puesta en la agenda nacional es cómo recuperar ese medio para el campo popular, para el proyecto revolucionario. ¿Cómo transformar una señal especializada en la mentira informativa y en la telenovela-basura en algo de más provecho para la población? El debate está instalado. Pero cabe ahí abrir la reflexión -válida para el caso puntual de Venezuela, y extensible a todo el mundo por cierto- respecto a: ¿una nueva cultura socialista necesita más televisión? ¿No sería un paso superador pensar en reducir las horas de emisión? Sabiendo de los límites de la cultura de la imagen, ¿no sería transformador el buscar menos imagen y más pensamiento crítico?