«Y ordenó el Señor Dios al hombre, diciendo: de todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás». (Génesis, 2:17) «Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía». […]
«Quien no haya experimentado la seducción que la ciencia ejerce sobre una persona, jamás comprenderá su tiranía». (Mary Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo).
He visto recientemente la última aportación a la saga cinematográfica del planeta de los simios, La guerra del planeta de los simios; una película de factura técnica impecable y de sólido empaque narrativo. Es buen cine, y atractivo para todo tipo de público, lo que no es fácil de conseguir; pero es que, además, sus virtudes van más allá de lo estrictamente cinematográfico para apuntar al trasfondo del que asoman cuestiones que siempre han sido trascendentes para la humanidad. Sobre un par de ellas quiero compartir aquí alguna reflexión.
Para empezar, considero que cabría incluir a esta película dentro del género de las historias apocalípticas. Cómo va a ser el fin de la humanidad, dada nuestra consciencia de finitud, es una cuestión recurrente que me atrevo a pensar ha ido de la mano de la que el paleoantropólogo Richard Leaky llamó «la cuestión fundamental», relativa ésta al enigma de nuestros orígenes. Así ha sido en las explicaciones de índole mítico-religiosa en las que siempre es esencial la intervención de agentes divinos o sobrenaturales. Ellos eran los que tenían en exclusiva la potestad de decidir y ejecutar nuestro final como colectivo terrenal. Ahora bien, de un tiempo a esta parte, en las contemporáneas proyecciones a futuro, los causantes de nuestra destrucción somos nosotros mismos, tal como se refleja en la mayoría de las expresiones culturales objeto del consumo de masas. A mí entender tiene sentido, pues se ha confirmado la senda señalada por el «moderno Prometeo» que vislumbró la jovencísima escritora romántica Mary Shelley a principios del siglo XIX en su paradigmática novela Frankenstein. El hombre le ha robado a los dioses el cetro del poder sobre la naturaleza. De modo que si algo malo pasa no hay que clamar al cielo, sino asumir las consecuencias de una era de estupidez en la que hemos demostrado a través de nuestra toma de decisiones colectiva que «nuestro conocimiento corre parejo a nuestra demencia».
Justamente esa expresión está extraída de uno de los diálogos de la película pionera de la saga ya aludida, la ya clásica El planeta de los simios de Franklin J. Shaffner. Producida en 1968, nos permite constatar al verla cómo cambian los miedos de la humanidad, sus proyecciones ficticias representadas en el cuadro del apocalipsis. En la película protagonizada por Charlton Heston se recoge, en efecto, el que seguramente entonces era el principal temor apocalíptico de nuestra especie, a saber: la guerra global nuclear definitiva, la que en el imaginario colectivo de la segunda mitad del siglo XX nos llevaría indefectiblemente de vuelta a la edad de piedra. No se dice explícitamente, pero queda evidente en la secuencia final del filme, cuando el astronauta que ha viajado en el tiempo de vuelta a la Tierra futura cae de rodillas frente a la semidestruida estatua de la libertad en la orilla de aquella playa desierta ante la mirada de incomprensión de la mujer que representa el estado de inferioridad animal al que ha quedado reducida la humanidad por su culpable estupidez; dicho de otro modo: la sabiduría de la especie no estaba a la altura de su poder tecnocientífico, y la consecuencia de ello es su extinción de hecho. (Un apunte cinéfilo de pasada: el mismo actor -uno de los grandes del estrellato hollywoodiense- protagonizaría en 1971 Soylent Green, y en 1973, El último hombre vivo, ambas películas del mismo género de ciencia ficción apocalíptica, lo que da idea de que el tema era de interés dentro de la atmósfera de la cultura popular ya hace casi medio siglo.)
La misma preocupación por el futuro de la civilización humana forma parte de la temática que da interés a la historia que nos cuenta La guerra del planeta de los simios, estrenada hace un mes, aunque en ella la amenaza no es la tecnología bélica nuclear, pero sí la biotecnología, la manipulación del sagrado orden de la naturaleza. Es otra manifestación de la alargada sombra del moderno Prometeo, en el que se ha convertido el ser humano. De nuevo la ciencia bajo sospecha, el furor fáustico como arma de destrucción masiva. El hombre ha matado a Dios y lo suplanta haciendo de sus primos hermanos evolutivos monstruos que sacuden la asentada jerarquía de las especies donde el ser humano es el monarca supremo. Lo natural, expresión divina, es bueno; lo artificial, producto del saber humano, malo. Cada nuevo progreso nos lleva a abrir una caja de Pandora de contenido impredecible. En el caso de la película que referimos, de esa caja proviene la pérdida de la capacidad lingüística característica del ser humano, que los simios han adquirido como consecuencia de la transgresión perpetrada mediante la ciencia. Igual que el titán Prometeo fue condenado por robar el fuego de los dioses para dárselo a los humanos dando inicio a su carrera en pos de alcanzar el poder sobre la naturaleza, la soberbia científica se vuelve contra la especie que la encumbró y la naturaleza la castiga arrebatándole el don del lenguaje sin el que el conocimiento se torna imposible. Así, la ciencia, medio principal por el que en la edad contemporánea hemos alcanzado las más altas cotas de seguridad de toda nuestra historia, se muestra como factor crónico de inseguridad en el imaginario colectivo; piénsese, si no, en la química, en su enorme importancia para el incremento de longevidad y la cura de enfermedades, y sin embargo cuántas veces no habremos oído expresiones parecidas a esta: «¿pero cómo te tomas eso? ¡Si es todo química!».
Xavier Rubert de Ventós escribió hace ya veinte años -¡y qué distinto y qué igual era todo hace veinte años!- un certero artículo titulado El azar y la moralidad, que partía de la siguiente certeza: «Queríamos meter al mundo en un puño al tiempo que controlábamos nuestro destino»; y en el que constataba ese ancestral temor humano a la alargada sombra de Prometeo con estas palabras: «Comenzamos apenas a empuñar la antorcha de nuestro destino biológico o cósmico, y lo primero que sentimos es que nos quema la mano, que no sabemos cómo desprendernos de ella». Por eso duda el filósofo de que tengamos el temple necesario para administrar el «inmenso territorio que se desprende del reino del azar y entra en el de la moralidad», tarea incompatible con el miedo a la libertad y la busca de la inocencia perdida reconocibles en el género apocalíptico de la ficción audiovisual de consumo masivo; porque no es sólo la película de la que he partido en este artículo, sino toda una pléyade de series de televisión de éxito la que incide en nuestros temores prometeicos. Como botón de muestra, un par: Mr. Robot (sobre el poder de la tecnología informática) y Westworld (sobre la tecnología que nos capacita para crear réplicas humanas).
Son los miedos de una especie que se mira en el espejo de su autoconsciencia y no acierta a ver con claridad el reflejo de su identidad cósmica y biológica ni a qué futuro señala.
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