El puerto de Buenaventura en Colombia es un lugar de miseria y miedo. 80% de la población, afrocolombiano en su mayoría, vive en una pobreza extrema y grupos paramilitares ejercen un régimen de terror. La mayoría de los productos importados llegan por vía de este puerto que está siendo aumentado a gran escala para responder […]
El puerto de Buenaventura en Colombia es un lugar de miseria y miedo. 80% de la población, afrocolombiano en su mayoría, vive en una pobreza extrema y grupos paramilitares ejercen un régimen de terror. La mayoría de los productos importados llegan por vía de este puerto que está siendo aumentado a gran escala para responder a las necesidades de los nuevos tratados de libre comercio.
Pero no hay evidencia de los frutos en los barrios bajos de Buenaventura, cuya depravación es parecido al peor de Bangladesh. La mayoría de la población no tiene saneamiento, y muchos viven sin luz. Decenas de miles han sido despojados de su tierra alrededor de la ciudad para que haya espacio para la llegada de los megaproyectos.
Lo peor de todo viene en la forma de la violencia paramilitar que ha visto a paramilitares descuartizando a sus víctimas con moto sierras en casas conocidas como las «casas de pique». La policía reconoce que en los últimos meses una docena de personas han llegado a su fin en esta horrorosa manera, pero el obispo de Buenaventura dice que la cifra real es mucho más alta.
El gobierno insiste en que los grupos paramilitares que han aterrorizado a la oposición colombiana ya se han desmovilizado, pero en Buenaventura se ven conversando tranquilamente con los soldados en las calles y publican hasta su propio periódico.
A cientos de kilómetros de Buenaventura se encuentra la zona de Putumayo, un área rural y aislado que ha sido al epicentro del conflicto entre el Estado y las guerrillas de izquierda de las FARC que ha durado 50 años. Aquí los campesinos están bloqueando las calles y los puentes para protestar contra la destrucción que trae la exploración petrolera y la política de fumigación aérea que implementa el gobierno como parte de su guerra contra las drogas.
En la vereda de Puerto Vega, los habitantes hacen fila para contar sus historias de atrocidades y secuestro por parte de la policía y el ejército. Una familia explica como cuatro jóvenes sindicalistas fueron disparados en mayo por soldados quienes después dijeron que fueron abatidos en combate. Los pobladores dicen que no es a la guerrilla que temen, sino a las autoridades.
Es una historia parecida en el barrio obrero de Soacha, en las afueras de Bogotá, donde madres de jóvenes secuestrados y asesinados por soldados quienes después alegaron que fueron guerrilleros para poder acceder a recompensas lloran mientras explican los años de campaña que han empeñado para encontrar justicia. Calculan que más de 3.000 civiles han sido asesinados en esta manera durante la última década.
Así es la realidad de Colombia hoy. Pero por supuesto esto no es la historia contada por el Gobierno colombiano y sus promotores estadounidenses y británicos. Para ellos, el proceso de paz con las FARC sigue hacia el éxito después de la reelección el mes pasado de Juan Manuel Santos y su programa de paz.
Representantes del gobierno colombiano hablan de paz y derechos humanos con un entusiasmo evangélico y con una colección vertiginosa de gráficos. Pero, como un informe tras otro confirma, hay un abismo entre la interpretación y la vida real. Ni las leyes se implementan ni tampoco los victimarios se sentencian. Miles de presos políticos se pudren en las cárceles colombianas. Activistas políticas, sindicales, y de movimientos sociales siguen siendo encarcelados o asesinados habitualmente.
Un cuarto de millón de personas se han muerto como resultado de la Guerra colombiana, la gran mayoría victimas del ejército, la policía, y paramilitares con nexos al gobierno. Cinco millones han sido desplazados forzosamente de sus hogares. Aunque la violencia haya bajado de su punto más alto, los asesinatos de defensores de derechos humanos y activistas sindicales aumentaron en el último año.
Uno de los encarcelados es Huber Ballesteros, un líder sindical y de la oposición quien fue detenido el año pasado justo antes de viajar a Inglaterra para dar una presentación a la Central Sindical británica (TUC). Hablando con él la semana pasada en la cárcel La Picota en Bogotá, Ballesteros me dijo: «No hay democracia en Colombia, nos enfrentamos a una dictadura con una cara democrática».
Mientras tanto en La Habana, donde un proceso de paz se ha ido desarrollando desde el 2012, líderes guerrilleros de las FARC advierten que el proceso podría colapsar sin que el gobierno se comprometa a implementar reformas democráticas profundas y que deje de buscar matar a los líderes de la organización.
No hay duda que las FARC quieren acabar con su campaña armada, que inició como una defensa de los campesinos y ha sido utilizado para difamar y aterrorizar a la oposición por décadas. Pero la profundización de las frustraciones de las guerrillas con un proceso dictado por una de las partes y con un gobierno que se niega a responder a sus ceses de fuegos unilaterales es evidente.
Son personas como Ballesteros y las madres de Soacha quienes han atraído la solidaridad de los sindicalistas y políticos británicos e irlandeses, llevado con frecuencia a Colombia, donde cerca de 3.000 sindicalistas han sido asesinados desde el 1986, por la ONG británica Justice for Colombia.
Pero es el Estado colombiano y sus fuerzas militares, responsable por una guerra sucia de décadas y la peor situación de derechos humanos en el hemisferio, que recibe el apoyo de los gobiernos estadounidenses y británicos. Colombia es el aliado más cercano de Washington en America Latina, y es el tercer país del mundo que recibe ayuda militar y en tema de seguridad de los Estados Unidos.
Es por eso que el conflicto colombiano se ha etiquetado «La otra Guerra de los Estados Unidos», mutado de una lucha contra el comunismo, a una batalla en contra de la droga, a ser otra frente en la guerra contra el terrorismo. Pero Gran Bretaña también está muy involucrada porque fortalece lo que según el Embajador británico en Bogotá, Lindsay Croisdale-Appleby, es una relación institucional «cercana» y «institucional de largo plazo» con las Fuerzas Militares.
Los intereses son estratégicos y económicos, ya que Colombia ha abierto su economía de abundante recursos a la privatización y la inversión extranjera. Se ha demostrado que corporaciones occidentales como la bananera estadounidense Chiquita ha financiado directamente a los paramilitares que han desplazado a campesinos de tierra de suprema calidad y han atacado a sindicalistas.
Santos representa a la parte de la élite colombiana que quiere acabar la guerra para que entre inversión corporativa de gran escala. La ola progresista que pasa por America Latina y que ha llevado a gobiernos de izquierda a tener el poder a lo largo de la región es también algo menos favorable al modelo político de la derecha tradicional que se implementa con escuadrones de muerte.
Un acuerdo de paz con protección efectiva para la oposición podría abrir la posibilidad de un cambio real en Colombia. Pero para eso se necesita apoyo para los que realmente están luchando para ese cambio – y que los poderes globales que predican sobre los derechos humanos dejen de respaldar a la represión y el terror de gran escala.
Original source: The Guardian Click here for original article
Traducción Justice for Colombia: www.justiceforcolombia.org