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Teorías conspirativas

Fuentes: Rebelión

Aunque se tenga que creer en pajaritos preñados y por absurdas y rebuscadas que sean las explicaciones que el IMG (imperialismo mundial globalizado) dé, a quienes no reconozcan al píe de la letra la versión oficial sobre los eventos que a ellos les competen, se les ridiculiza y se les acusa de dar fe a […]

Aunque se tenga que creer en pajaritos preñados y por absurdas y rebuscadas que sean las explicaciones que el IMG (imperialismo mundial globalizado) dé, a quienes no reconozcan al píe de la letra la versión oficial sobre los eventos que a ellos les competen, se les ridiculiza y se les acusa de dar fe a teorías conspirativas, estigma creado para ocultar las malas acciones de los gobiernos imperiales.

Así se debe aceptar que los esposos Rosenberg fueron ejecutados porque entregaron secretos atómicos a la URSS, pese a que cuando el KGB abrió sus archivos, ellos no constaban como agentes suyos; se oculta que fueron condenados con base a una ley que establecía la pena de muerte por espionaje sólo en tiempos de guerra y cuando montaron ese infama juicio los EE.UU. y la URSS vivían en paz.

Tampoco importa que el testigo principal, David Greenglass, hermano de Ethel Rosenberg, fuera obligado por el FBI a firmar la declaración de que su cuñado Julius Rosenberg le había convencido para que espiase en favor de la Unión Soviética, acusación falsa de la que luego se arrepintió. Pero independientemente de que él se hubiera arrepentido o no, el haber sostenido que un neófito en cuestiones de ciencia, como él, había recordado de memoria los cálculos y dibujado los planos de la bomba, que había visto de reojo, y que estas ridiculeces fueron mecanografiadas por su hermana, sólo causarían hilaridad de no ser por sus trágicas consecuencias.

Como siempre, de complementar la patraña se encargó la prensa amarilla, que divulgó mentiras y envenenó a la opinión pública. Puesto que la inmensa mayoría de la gente, de mente sana, no podía concebir que todo este juicio fuese una farsa, para perpetrar tamaño crimen se comenzó por crear una atmósfera de intolerancia anticomunista, que indujo al pueblo norteamericano a odiar a Rusia porque dizque se trataba del enemigo que estaba al borde de atacar a los EE.UU.; de ahí a ejecutar traidores faltaba un paso de poca monta. A partir de entonces, no importó que los Rosenberg fueran inocentes, se les debía ejecutar en la silla eléctrica para aplacar a las graderías del circo, que así lo exigían. En realidad se trataba de reprimir cualquier rescoldo de espíritu revolucionario que quedara en el pueblo de los EE.UU., de dar aire a la Doctrina Truman de meter miedo al comunismo, lo que servía de justificativo para las intervenciones armadas del IMG en el exterior, como en la Guerra de Corea.

También les cayó como anillo al dedo la política anticomunista del senador Joseph McCarthy, que inició la cacería de brujas a nivel global en los EE.UU., con acusaciones falsas ante el Comité de Actividades Antiamericanas, creado con este maquiavélico objetivo, locura colectiva que les permitió perseguir, encarcelar y eliminar a cualquier persona que propugnara ideas de libertad. En ese entonces era director del FBI Edgar Hoover, que con el apoyo de los sectores más retrógrados de Norte América atosigó al pueblo para que odiara a los comunistas,  sembró el terror, grabó todo tipo de conversaciones telefónicas y escuchas ilegales, logró que los familiares se denunciaran entre sí como sospechosos de sentir simpatías por el comunismo y estimuló el chivateo para que la gente se espiase mutuamente. Así, de esta manera, todo ciudadano se volvió sospechoso y se buscó y se encontró comunistas en todo lugar: En el Departamento de Estado, en el Pentágono, en Hollywood, en Broadway, en las universidades y en cualquier medio colectivo de comunicación.

Es que la elite gobernante, enceguecida por el odio al comunismo, no podía aceptar la pérdida del monopolio nuclear y que la Unión Soviética, prácticamente por sus propio medios, hubiera desarrollado la bomba atómica, y que si algún espionaje se dio, no fue por parte de los esposos Rosenberg sino de Rudolf Abel, cuyo nombre real era Willian Guénrijovich Fisher, hijo de emigrantes políticos rusos, asentados en Inglaterra. Rudolf Abel trabajó durante 14 años en Brooklin, donde creó una red de agentes que trabajó con bastante éxito y obtuvo valiosos datos atómicos y sobre los planes de guerra de los EE.UU. para lanzar un ataque atómico sorpresivo contra la URSS. En 1962, Rudolf Abel fue intercambiado con Francis G. Powers, el piloto norteamericano que fue derribado cerca de Sverdlovsk en 1960, cuando piloteaba un  U2 estadounidense en misión de espionaje.

Los trabajos para la fabricación de la bomba atómica en la URSS fueron suspendidos al comienzo de la Gran Guerra Patria y reiniciados al fin de la misma. El 24 de julio de 1945, durante la conferencia de Potsdam, Truman le comunicó a Stalin sobre el éxito del experimento atómico norteamericano. Según el Presidente de los EE.UU., Stalin no reaccionó de manera ostensible, le dio la impresión de que no había entendido de qué le hablaba. El Mariscal Zhukov cuenta en sus memorias que después de la reunión, Stalin le manifestó a la delegación soviética: «Hay que hablar hoy mismo con Kurchátov (célebre físico que dirigía la investigación atómica de la URSS) para que acelere nuestro trabajo». Yo entendí que hablaba de la creación de la bomba atómica.

Pero en Washington, el poder gobernante había decidido reprimir a la gente de ideas progresistas y parte de esta conspiración fue ejecutar a los Rosenberg. El mundo entero protestó contra este barbaridad por lo que el gobierno norteamericano ofreció el perdón a los esposos Rosenberg a cambio de que se declarasen culpables. Ellos, con todo coraje, rechazaron esta innoble propuesta y prefirieron mantener la verdad, aun a costa de sus vidas. Julius Rosenberg en carta a su mujer escribe: «La terrible realidad es que nuestro caso se está utilizando como enmascaramiento para detener a las personas abiertamente progresistas y acabar con las críticas a una política que puede llevarnos a la guerra atómica.»

Para finalizar esta historia, cabe señalar que el expediente completo del caso, junto con la solicitud de clemencia, fue entregado en la Casa Blanca. En menos de media hora fue negado el perdón a los Rosenberg. Esta rapidez, según Julius Rosenberg, «demuestra al mundo que el presidente Eisenhower jamás leyó el expediente ni vio nuestra solicitud de clemencia.» Cuando Eisenhower trató sobre este caso, dijo que no pudo perdonar a Ethel porque si la hubiese indultado, la URSS hubiera empleado siempre a mujeres como espías.

Al Presidente Eisenhower le llovieron decenas de miles de cartas y telegramas, que le fueron enviadas desde los cinco continentes, un sinfín de multitudes se movilizó por el mundo entero y llenó las calles de París, Londres, Moscú, Roma y de cientos de ciudades más. La gente lloraba de rabia, apretaba sus dientes y se enronquecía gritando: ¡Salvad a los Rosenberg! Las fotos de Ethel y Julius se repartieron en hojas volantes, pero el General Eisenhower, uno de los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial, no escuchó. El 19 de junio de 1953, Julius y Ethel fueron ejecutados por la ultra derecha norteamericana. La experiencia que tenían en este campo era basta, repetían lo que le habían hecho a Nicola Zacco y Bartolomeo Vanzetti, dos anarquistas italianos que fueron electrocutados el 23 de agosto de 1920, así mismo, inocentes.

Para no ser acusado de creer en teorías conspirativas, se debe aceptar que el 22 de noviembre de 1963, un solitario «esquizofrénico», ex desertor de la URSS con una vida bastante oscura, llevó a cabo el magnicidio que segó la vida del Presidente John Fitzgerald Kennedy, aunque para ello se deba tragar la rueda de molino llamada «Informe de la Comisión Warren», comisión encabezada por el entonces presidente de la Corte Suprema Earl Warren, y creada para investigar oficialmente el atentado.

Esta comisión dictaminó en 1964 que el asesino, Lee Harvey Oswald, actuó solo y fue el único que disparó a Kennedy desde el sexto piso del edificio del Depósito de Libros Escolares de Texas, donde trabajaba desde hacía cinco meses; que también Jack Ruby, un pobre diablo propietario de un local de striptease de Dallas, actuó solo y por motivos patrióticos para eliminar a Lee Harvey Oswald. La Comisión Warren no halló evidencias alguna de que hubiera un segundo complotado o cómplices o evidencias de «cualquier conspiración, doméstica o extranjera, para asesinar al Presidente Kennedy».

Como, según este informe, era matemáticamente imposible que Oswald realizara cuatro disparos, se determinó que sólo hubo tres, pero que una tercera bala «mágica», luego de herir el cuello del Presidente Kennedy, realizó una extraña cabriola que le permitió herir en diferentes lugares al Gobernador Connally, para finalmente alojarse en su muslo. En Moscú, la gente que leía este informe se desternillaba por la risa que le causaba la ingenuidad del pueblo de los EE.UU., que lo aceptaba. En la actualidad sólo un 19%, de lo que debería ser el 0%, lo acepta, la inmensa mayoría cree que este asesinato fue promovido por la CIA o por la mafia cubana, resentida porque Kennedy se hubiera retractado del prometido apoyo que al inicio de su mandato le dio para invadir a Cuba en la Bahía de Cochinos, o por el complejo industrial militar, porque el presidente amenazaba a sus intereses con los planes de retirar tropas de Vietnam; que Lyndon B. Johnson, el vicepresidente que sucedió a John F. Kennedy, habría participado en la eliminación de su Presidente porque creía que él no lo escogería como compañero de fórmula en los comicios de 1964, por lo que veía cercano el fin de su carrera política.

Robert F. Kennedy Jr., hijo de Robert F. Kennedy, hermano del presidente y a la sazón Fiscal General de los EE.UU., dijo que su padre consideraba que la labor de la Comisión Warren había sido «de pésima calidad»; incluso, el actual Secretario de Estado, John Kerry, declaró a la cadena de televisión NBC: «Al día de hoy tengo serias dudas de que Lee Harvey Oswald actuara solo» y agregó que sus dudas principales se referían a la «influencia de Cuba y Rusia» en el comportamiento de Oswald y que no creía que la CIA o el gobierno de entonces estuvieran vinculados en la perpetración el magnicidio de 1963.

Y cualquiera debería  preguntarse ¿por qué tantos organismos, como la CIA, el FBI, la Corte Suprema, el Gobierno, el Congreso, la prensa multinacional y la misma Comisión Warren mintieron sobre este asesinato que cambió no sólo la historia de los EE.UU. sino que también repercutió y repercute todavía en el sistema norteamericano y sus generaciones futuras y cuyas consecuencias los ha afectado a ellos y al mundo entero? ¿Por qué Jack Ruby imposibilitó que Oswald pudiera explicar lo ocurrido cuando dos días después, mezclado entre los reporteros, le disparó y le asesinó? ¿Por qué ha muerto misteriosamente tanto testigo presencial de este nefasto evento?

Algo semejante ha pasado con el atentado del 11 de septiembre a las torres gemelas. Se debe aceptar que éstas se derribaron como resultado de los incendios provocados por la quema de un combustible cuya temperatura no puede ser lo suficientemente alta para derretir y debilitar el esqueleto de acero que las sostenía; que una tercera torre, una mole de concreto que se encontraba a más de cien metros de distancia y de cien metros de altura, se precipitó en caída libre como consecuencia del aliento provocado por la caída de sus dos distantes y vecinas camaradas de barrio; asimismo, se debe creer que un avión, cuya total estructura se evaporó, se estrelló ese mismo día contra el Pentágono. Para ello exhiben como pruebas evidentes los pasaportes intactos de los terroristas, rescatados de entre las ruinas humeantes de las gemelas gigantes, y un borroso video hallado bajo las profundas rocas de una cueva afgana, donde habitaba el decrépito Osama Bin Laden, un anciano sometido a diálisis. Se debe aceptar que desde allí, el líder de Al Qaeda, sin contar con ningún medio técnico moderno, planeó y coordinó de la manera más elemental el atentado; que el 2 de mayo del 2011, un equipo antiterrorista de los Estados Unidos asaltó un complejo militar en la localidad de Abbottabad, donde se encontraba la casa en que habitaba Bin Laden, sin que las autoridades de Paquistán supieran de ello, aunque sí, la CIA; que la CIA con mucho ahínco había recolectado esta información; que en el asalto murieron Bin Laden y uno de sus hijos y que su cuerpo fue arrojado al mar.

Hasta aquí se debe creer y no dudar ni por broma de esta versión, que es un mal libreto de una película de pésimo gusto. Peor escuchar a Seymour Hersh, reconocido periodista que durante la guerra de Vietnam destapó la Masacre de My Lai, trabajo por el que se le concedió el Premio Pulitzer de 1970, quien sostiene que sobre el plan de asesinato de Osama Bin Laden lo conocía tanto el ejército paquistaní como el ISI, el servicio de inteligencia pakistaní; que la CIA no recolectó la información sobre el paradero de Osama Bin Laden sino que, con la finalidad de obtener la recompensa de 25 millones de dólares, ofrecidos por el gobierno americano, un alto ex miembro del ISI visitó a Jonathan Bank, jefe de estación de la CIA en la embajada americana en Islamabad e informó que desde 2006 Bin Laden era prisionero del ISI, que lo había capturado en las montañas del Hindu Kush; que el gobierno de Arabia Saudita conocía de la presencia de Osama Bin Laden en Abbottabad y le había solicitado al gobierno paquistaní que lo mantuviera prisionero porque no quería que Osama informara a los norteamericanos de sus relaciones con miembros de la familia real saudí; que el ejército paquistaní estaba al tanto del asalto a efectuarse y permitió el paso de los helicópteros hasta el complejo de Abbottabad e instruyó al personal de vigilancia para que facilitara la acción de los comandos; que el cuerpo de Osama, por haber sido cernido por el fuego de las ametralladoras, nunca llego al portaviones Carl Vinson sino que sus restos fueron arrojados al Hindu Kush, y no al mar.

Estas y otras fábulas gordas son parte de la historia oficial de EE.UU. y hay que aceptarlas como artículos de fe, so pena de ser catalogado de pertenecer a la sarta de ingenuos que cree en teorías conspirativas y no en sus absurdas versiones oficiales.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.