Desde que tiene memoria, a Teresa Laborde le duele la espalda. A los 20 años una osteópata le explicó que tenía la columna torcida. Ahí entendió que la causa de sus dolores tenían que ver con su nacimiento: su mamá, Adriana Calvo, parió en el asiento trasero de un Falcon verde mientras los militares la trasladaban a un centro clandestino de detención. Esa historia -que es una de las escenas centrales de la película Argentina, 1985- fue la que permitió, durante el Juicio a las Juntas, convencer a sectores de la clase media de los crímenes atroces de la dictadura.
Desde que tiene memoria, a Teresa Laborde le duele la espalda. Pero desde que empezó a hacer acrobacia aérea, la molestia se incrementó aún más. Por recomendación de un amigo circense, que también padece los mismos achaques, la joven de 20 años llega al consultorio de una osteópata. Es una tarde de 1998. La especialista le pide que se quite la ropa. Teresa queda casi desnuda sentada en la camilla, contemplando la ventana, obnubilada con unas cortinas de gasa violeta. De repente, la mujer la interrumpe.
—¿Mi vida, qué te pasó a vos en la columna? La tenés súper doblada…
Teresa se incorpora. No sabe qué responderle. La osteópata sigue.
—¿Tuviste un nacimiento traumático vos?
—¿Por qué me preguntás eso?
—Porque a simple vista se ve la columna muy doblada y eso pasa cuando durante el parto la madre tiene un miedo, un miedo muy grande…
Teresa se queda callada unos breves segundos. Toma aire. En aquel consultorio del barrio de Palermo, cuenta su historia una vez más:
Su mamá, Adriana Calvo, fue secuestrada cuando cursaba el sexto mes de embarazo, el 4 de febrero de 1977. Tres meses después, el 15 de abril, ella nació en el asiento trasero de un Falcon verde. Su madre pujaba —maniatada y vendada— mientras era trasladada a un centro clandestino de detención, el Pozo de Banfield. La osteópata escucha consternada, impactada, shockeada. Teresa no se detiene. Está acostumbrada a ver esa cara de conmoción cada vez que cuenta su historia. No se imagina que 24 años después una sociedad entera contemplará consternada, impactada, shockeada, la historia de su nacimiento en una de las escenas centrales de la película más taquillera de 2022, Argentina, 1985. El film narra el Juicio a las Juntas del que su mamá fue una testigo fundamental.
Pero ahora, todavía en 1998, Teresa no quiere hurgar en la historia del secuestro de su madre embarazada, ni en el Juicio a las Juntas; solo quiere resolver su dolor de espalda para poder seguir entrenando. Está harta de vivir en un país impune, con los genocidas que torturaron a su familia libres, pero sobre todo, está exhausta de las eternas discusiones con su mamá, que pasa día y noche como Don Quijote, peleando contra molinos de viento. Ya no tiene sentido seguir diciéndole: “mamá basta, no les vas a ganar, ya fue”.
Así que un tiempo después de la consulta con la osteópata, Teresa arma una mochilita y, con un grupo de teatro, viaja a Uruguay, después a Ecuador y a México, hasta llegar a Cuba, donde va a quedarse durante cinco años para volver recién en 2006, pocos meses después del comienzo del juicio a Miguel Etchecolatz, el primer represor llevado a juicio oral y público en Argentina luego de la anulación de las leyes de impunidad. Como en el Juicio a las Juntas, su mamá también será testigo esta vez.
Veinticuatro años después de la consulta con la osteópata, a una semana del estreno de la película de la que habla el país, y con el padecimiento en la columna que ahora sabe, nunca se irá —como tampoco una pequeña sordera que tiene en el oído izquierdo y una malformación en la boca, ambas producto de las torturas de su madre durante sus últimos meses de embarazo—, dice:
—Esa osteópata fue un poco mística, me habló del tema de los miedos, pero la realidad es que apenas nací quedé rebotando en el piso del auto: tiqui, tiqui, tiqui, tiqui. Porque, mamu… —hace una pausa breve, como una comediante de stand up— no había autopista en esa época, estaba todo poceado el camino de General Belgrano. La columna me quedó así torcida por eso.
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En la película que dirige Santiago Mitre —que tuvo más de 800 mil espectadores desde su estreno y ya se puede ver por la plataforma Amazon Prime— Adriana Calvo, interpretada por Laura Paredes, llega a declarar a Tribunales con un saco marrón clarito de corderoy y una camisa blanca. Camina determinada, con paso firme, molesta, de la mano de una pequeña niña que, después sabremos, es Teresa. Para los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo —Ricardo Darín y Peter Lanzani—, el testimonio de esta mujer es clave. En la película, el testimonio en primera persona funciona no solo interpelando a los jueces, también es la historia que conmueve particularmente a la mamá de Moreno Ocampo, una señora de clase alta, feligresa de la misma Iglesia del dictador Jorge Rafael Videla. El testimonio logra que la mujer cambie su opinión sobre el juicio y, en especial, sobre la responsabilidad de los militares. En la vida real, el alegato de Adriana Calvo también fue determinante.
Según relata la periodista Luciana Bertoia en Página 12, “Adriana Calvo se convirtió en la primera sobreviviente en declarar ante la Cámara Federal porteña, que juzgaba a los nueve comandantes. Su declaración fue punzante, precisa y logró enmudecer a las defensas”.
Además, la mamá de Moreno Ocampo efectivamente cambió su postura con respecto a los militares, pero no después de escuchar el testimonio por la radio, como en la película, sino después de leer un artículo en el diario La Nación. En la vida real, Adriana también llegó con un saco marrón de corderoy y una camisa blanca, como en la película, pero además, de su cuello colgaba un collar —este outfit se encuentra perfectamente guardado, intacto, como si fuera una reliquia, custodiado por sus hijas—. A Tribunales no llegó de la mano de Teresa, sino de su marido, Miguel Laborde. Sus tres hijos, Martina (11), Santiago (9) y Teresa (8) se quedaron en su casa de Temperley.
El 28 de abril de 1985, un día antes de la declaración, como todos los domingos, se reunieron en el lugar más sagrado de la casa: la cama doble de sus padres. Para Adriana Calvo, no había placer más grande que hacer fiaca y desayunar en la cama todos juntos. El menú, el de siempre: café con leche, tostadas y naranja. Ese día Adriana les contó, como pudo, sobre el secuestro, las torturas y el nacimiento de Teresa. Para graficarlo dijo:
—Como los que nos hicieron eso son malos malísimos, mamá va a declarar en un juicio contra ellos. Porque nosotros somos buenos buenísimos.
Lo que sigue es historia conocida: Adriana Calvo declaró en el juicio y, como en la película, al igual que a Strassera, a los Laborde Calvo también los amenazaron. Llamados a toda hora, papeles por debajo de la puerta, personas que los amedrentaban. Por las dudas, Martina y Santiago, los mayores -los que pensaron en el 77 que sus padres se habían ido de viaje- pergeñaron un plan de escape por si los malos malísimos volvían a atacar. Con una hoja y fibrones dibujaron un mapa para salir de la casa y anotaron los roles de cada uno. El más importante: quién se llevaría a Teresa, la joya preciada, la bebé que los militares no habían robado, como sí hicieron con tantos otros. Una de las pocas criaturas nacidas en cautiverio que había logrado sobrevivir con su mamá. Teresa: un milagro.
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Después de cinco años viviendo en Cuba, donde estudia Historia del Arte en la universidad, Teresa, ya de 29 años, queda embarazada. Teresa, la que nació presa —como solían decirle los detenidos con los que compartió cautiverio— será madre. Y Adriana Calvo estrenará el título de abuela. Ambas están rebosantes. Adriana va a visitarla a la Isla y le cocina, la mima, la cuida. Hacen fiestas, hay un exceso de felicidad. Cuando está por entrar en el noveno mes, le dicen que debe volver a su país. Como ni ella ni el padre son cubanos, no puede dar a luz en Cuba. Entonces regresa. Cuando pisa suelo argentino y ve a Adriana en el aeropuerto, piensa, en ese momento y por primera vez, en la joven de 30 años que a los seis meses de embarazo fue secuestrada y torturada. Estar embarazada la conecta de otra manera con la historia de su madre, revisita su propio nacimiento. También se le suman los miedos de madre primeriza. Adriana la calma, la acompaña a las consultas con el obstetra. La alegría de su mamá es como un bálsamo de sosiego.
Cuando comienzan las contracciones, el sábado 16 de septiembre de 2006, Teresa va a casa de su mamá en el barrio porteño de Boedo. Adriana está con sus compañeras de militancia: Marga Cruz —también sobreviviente de la ESMA—, Irene Hipólito y Gabriela Vargas. Dos días después, las abogadas de estas mujeres leerán los alegatos en el juicio a Etchecolatz y ellas tienen que prepararles material
Todavía no lo saben, pero el 18 de septiembre va a desaparecer Jorge Julio López, otro de los testigos que, como ellas, ya había declarado en contra de Etchecolatz. Pero ahora es doble nervios y doble emoción; por el juicio y por el inminente nacimiento. Teresa se mete en la bañadera para calmar los dolores de las contracciones y su mamá se cuela en el baño. Sentada encima de la tapa del inodoro, coloca una tabla de madera como escritorio móvil para la computadora. Y cuando a Teresa le agarra una contracción fuerte, corre la madera y le agarra la mano: ya pasa, chiquita, ya pasa.
Se hace de madrugada. Y Teresa ya no puede más porque, además de las contracciones, el dolor de espalda es agudo, peor que nunca, peor que cuando fue a ver a la osteópata diez años atrás. Entonces, el domingo 17 de septiembre a la mañana Adriana, Teresa y el padre de su hijo van a la clínica para comenzar con el trabajo de parto. Y cuando la dilatación llega al punto indicado, van a la sala y Teresa pasa a la camilla, el padre de su hijo entra detrás. Adriana la despide con un beso, pero el obstetra interrumpe:
—Esperen.
Nadie entiende a qué se refiere la advertencia. Él sigue.
—Adriana, vos te merecés otro parto.
Todos se quedan mudos. Ni Teresa ni Adriana saben que el obstetra conoce su historia.
—Entrá, vas a recibir a tu primer nieto.
De la mano de su madre y con la arenga de ¡vamos chiquita, vamos chiquita! con cada pujo, nace Iker. Sano y salvo. Apenas colocan al bebé en el pecho de su madre; Adriana, la abuela, se desmaya. Es demasiada la revancha, la felicidad no entra en ese cuerpo que se desploma.
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Es 4 de octubre de 2022 y Teresa está en la fila para entrar al baño en el cine Lorca de la calle Corrientes. Acaba de terminar de ver por segunda vez el film Argentina, 1985. La primera fue el día del estreno, al que llegó por la alfombra roja invitada por la producción con su papá y sus dos hermanos. Adriana falleció dos años después del nacimiento de Iker -que ya tiene 16- aunque por suerte llegó a conocer a la recién nacida Nalúa, ahora de 15 y a Tomás, el hijo mayor de Martina, también de 16. Pero ellos no fueron a la avant premiere. Al momento del estreno del film, Teresa tiene muchos prejuicios porque, además, nadie la llamó a ella ni a ningún integrante de su familia durante el proceso de guión y filmación. Apenas termina la proyección, su percepción cambia.
—Pensé que iba a ser una película tibia y no lo es, al contrario, aunque no sé qué hubiera dicho mi mamá si hubiera estado viva…—aclara.
En la fila del baño del cine Lorca y mientras mira los mensajes en su celular hasta que le toque su turno, Teresa escucha a dos señoras comentar: “ay, esa señora que parió en el auto, yo no sabía eso, qué terrible”; Y oye también a dos pibas que repiten: “qué tremendo el testimonio de esa mujer, qué tremendo”. Ni las viejas, ni las jóvenes saben que compartirán el baño con la misma beba que nació en ese auto. Pero es ahí, en ese instante, en ese epicentro cloacal que, como ese mensaje místico de la osteópata, se le revela a ella misma:
—Tengo que tomar la posta. Ahora sí es mi responsabilidad.