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Reflexión sobre San Andrés y la resolución de la CIJ

Territorio, autonomía e identidad

Fuentes: Rebelión

La resolución emitida por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) despertó una variedad de sentidos emocionales, éstos se han evidenciado en los diferentes discursos que se escucharon en la última semana. Unas voces reclaman reacciones drásticas del gobierno colombiano, la renuncia de su canciller, otras piden el desacato frente al fallo, otras más alientan al […]

La resolución emitida por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) despertó una variedad de sentidos emocionales, éstos se han evidenciado en los diferentes discursos que se escucharon en la última semana. Unas voces reclaman reacciones drásticas del gobierno colombiano, la renuncia de su canciller, otras piden el desacato frente al fallo, otras más alientan al nacionalismo y lamentan la perdida de territorios, otras hablan de guerra, varias voces raizales ponen en duda su pertenencia a Colombia.

Para aportar en el tratamiento de este problema, considero que es necesario avanzar sobre su clarificación y delinear algunos aspectos para la discusión. La primera tarea consiste en el reconocimiento de nuestros hábitos de pensamiento/sentimiento sobre nuestra historia, hábitos que han sido constituidos grupalmente y que han favorecido el mantenimiento de un orden de las posiciones sociales. En este sentido, podemos acordar que el proceso histórico de la actual nación que es Colombia, ha sido soportado con base en la imposición de unos sectores sobre otros, de una clase política y económica que se ha parado sobre el grueso de la población, esta última acorralada en la pobreza y el no-futuro. Claro ejemplo de lo antes dicho los encontramos ya con la llegada de europeos a América -desde finales del siglo XV con su legado que aún prevalece, allí primó la imposición de un grupo humano sobre otro, de los indígenas que se vieron despojados de sus tierras frente al poder militar que prácticamente los sometió. Del mismo modo, en tiempos recientes, la comunidad raizal ha vivido un juego de imposiciones sociales, en el que lo importante ha sido el desarrollo de una economía turística por encima de las prácticas locales de vida y de sus condiciones ambientales.

Si lo que se está reclamando en la actualidad es la legitimidad que un grupo social tiene sobre el territorio, sería importante recordar que los primeros desposeídos fueron los indígenas miskitos, de los que poco se habla y que han sido actores invisibilizados a la fuerza. Si Colombia ha mantenido en el olvido a la comunidad raizal y a las comunidades indígenas en general, del mismo modo Nicaragua ha dado la espalda a las comunidades indígenas y mestizas; así, podemos pensar que, en principio, la disputa tiene que ver con el poder que cada uno de estos estados puede ejercer sobre el otro -una especie de vanidad y orgullo nacional. Sin embargo, las mismas voces que resuenan hoy en día, denuncian que posibles intereses económicos, de multinacionales petroleras, hacen parte del ejercicio de la justicia de la CIJ. Este último asunto se irá aclarando con el tiempo, pero a fin de cuentas, de ser cierto, estaría en la misma sintonía del tratado de 1928, en el que intereses de naciones más poderosas se imponen sobre las más débiles.

Desacatos a normas internacionales, modificaciones tendenciosas de tratados e intervenciones en disputas internacionales, han sido posibles en la medida que la nación que realiza estas acciones cuenta con un sólido aparataje económico y militar. Tales formas de proceder, de los estados poderosos que se atribuyen actos de ‘justicia’, nos demuestran modos de acción bastante cuestionables que se amparan básicamente en la capacidad de ejercer la fuerza física. Asumimos que una corte internacional debe pretender superar tal lógica; así, sería un absurdo que el mar concedido a Nicaragua termine siendo el marco del desarrollo de proyectos económicos de empresas que cuentan con el respaldo militar de las naciones dominantes. En este mismo sentido, reivindicar nacionalismos a partir del uso de la fuerza física, desacreditando al opositor (colombianos vs. nicaragüenses), va en contravía de la construcción de acuerdos que aporten al fortalecimiento de las comunidades y de la construcción colectiva de la política.

Más allá de las pretensiones nacionales o de las normativas acerca de las delimitaciones fronterizas, las comunidades que incluyen al archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, las costas afro e indígena de Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Belice, las islas aledañas incluida Jamaica, conforman todas ellas una red cultural innegable. En esta región se ha figurado una identidad cultural con múltiples influencias cruzadas, que ni las naciones ni las cortes han reconocido y hacerlas parte de su agenda parece un asunto remoto. Así, en medio de este panorama, bien vale la pena preguntarse de dónde vienen esas emociones nacionales, que líneas de poder trazan, que acciones encauzan y cómo nos acompasamos con sus ritmos. Del mismo modo, en los sentimientos generados, en las reacciones que se activan, también podemos apostar por sincopas sociales de resistencia y construcción de otra(s) política(s).

En esta última línea, la autonomía raizal, en tanto ejercicio político de construcción colectiva, se presenta como un eje desde el cual se debería afrontar una problemática que no se curará con mayores y más agresivos ejercicios de colombianización, ni con la pretendida adhesión que reclama el gobierno nicaragüense. Allí entran en juego las fuerzas de organización local que tienen en la cultura y sus prácticas una fuente para la orientación de sus acciones, para la construcción de salidas que no reboten en sentimientos nacionalistas prefigurados históricamente y que validan mezquinas formas de poder.


(*) Rafael Andrés Sánchez Aguirre es investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Sociológicos CIES-Argentina.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons , respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.