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Terrorismo gallego

Fuentes: Rebelión

El pasado día 13 de septiembre la Audiencia Nacional condenó a penas de entre 10 y 18 años a cuatro jóvenes independentistas gallegos por participación en «organización terrorista», por falsificación de documento oficial «con fines terroristas» y -a dos de ellos- por tenencia de explosivos «con fines terroristas». Lo cierto es que, más allá de […]

El pasado día 13 de septiembre la Audiencia Nacional condenó a penas de entre 10 y 18 años a cuatro jóvenes independentistas gallegos por participación en «organización terrorista», por falsificación de documento oficial «con fines terroristas» y -a dos de ellos- por tenencia de explosivos «con fines terroristas». Lo cierto es que, más allá de las numerosas irregularidades registradas durante el proceso, el tribunal no ha podido probar la comisión de ninguna acción terrorista por parte de los acusados y, a pesar de eso, les ha impuesto las penas más altas contempladas en el código penal. El asunto es que la única prueba de que los jóvenes independentistas son «terroristas» es que pertenecen a «una organización terrorista», pero la única prueba de que pertenecen a una «organización terrorista» es que son «terroristas»: una tautología viciosa que suspende la racionalidad jurídica y aplica en Galicia, como antes en el País Vasco, el principio de analogía y el derecho penal del enemigo para criminalizar una intención y un programa políticos. Si Resistencia Galega existe y es una organización terrorista, todo lo que hagan los cuatro activistas -junto a otros compañeros todavía libres o a la espera de juicio- es potencialmente «terrorista»: comprar zapatos con «intenciones terroristas», lavarse los dientes «con intenciones terroristas» y hasta condenar el terrorismo «con intenciones terroristas». Si la Audiencia Nacional decide que el club filatélico al que pertenezco es una «organización terrorista», pegar sellos en un álbum -ésta es la lógica- se puede convertir en un delito condenado con 10 años de prisión y hasta con 18, si se prueba que la cola con la que pego los sellos admite un «doble uso» criminal.

No se trata de defender la inocencia de los acusados. Son sin duda culpables de compromiso político equivocado. Si hubieran sido fascistas y hubieran usado gas pruriginoso contra niños tras asaltar un local público, les habrían impuesto una multa por vandalismo. Lo suyo es más grave, claro, porque no habían causado daño a nadie. Las sentencias a los activistas gallegos deberían llenarnos a todos de preocupación, porque es un mensaje fuerte dirigido a todo el espectro de la izquierda del Estado español. Como antes en el País Vasco, como siempre en el País Vasco, se criminalizan no las acciones sino las ideas, los proyectos y los objetivos políticos. Por desgracia, en Galicia y en el resto del Estado estamos más desvalidos y más desprevenidos, y eso hasta el punto de que la atroz noticia de la condena de los activistas gallegos ha pasado casi completamente desapercibida en los medios de izquierdas.

A la preocupación se añade un dolor muy fuerte. Conozco a uno de los condenados y lo considero mi amigo, pero no necesito tener un amigo en prisión para representarme, también como padre, lo que significa una pena injusta y desproporcionada aplicada a cuatro jóvenes sensibles y comprometidos cuyas carreras y proyectos personales quedan de pronto despiadadamente rotos. Sorprende un aparato judicial, apoyado constitucionalmente en la idea de la reintegración social, que utiliza los márgenes de discrecionalidad que le permite una ley demencial para ensañarse con los más jóvenes, los más solidarios, los más conscientes y politizados, mientras utiliza esos mismos márgenes para liberar o aliviar la suerte penal de aquellos a los que más convendría, desde un punto de vista pedagógico, la estancia en prisión: banqueros y políticos, cuyo desprecio por la gente e insensibilidad moral se ajusta más al medio carcelario.

Siento dolor desinteresado, puramente humano, y también una inquietud interesada. Mi amigo encarcelado podría ser mi hijo. Quiero decir que a mi hijo podría pasarle algo parecido y a los hijos de la mayor parte de mis amigos y a mis propios amigos, todos ellos comprometidos en proyectos políticos equivocados. Y podría pasarme también a mí. Puede pasarnos, en realidad a todos en un marco estatal en el que el Derecho está lleno de agujeros por los que sólo se deslizan, como en un colador, los menos peligrosos, los menos dañinos, los más vulnerables, los más débiles, los más pobres, los más comprometidos, los más sensibles y los potencialmente más beneficiosos para la democracia y la sociedad -mientras los verdaderamente destructivos se sostienen en la red, y tanto mejor y con tanta más arrogancia cuanto más arriba están.

Si hicieran falta otras pruebas y no fueran a venir más, la condena a penas escalofriantes, disparatadas, de los cuatro activistas gallegos bastaría para demostrar que casi todos vivimos en una situación de libertad provisional. Defender la democracia y el derecho de quienes quieren imponer la ley de la selva, la represalia y el implacable nacionalismo español -y la victoria de clase- como único horizonte posible, es cada vez más un imperativo ciudadano común, por encima de los alineamientos ideológicos. Mi solidaridad con los activistas y sus familias, en cuyo pecho me estremezco y me indigno desde aquí.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.