Conocí a Ricardo González hace casi dos años, no voy a decir dónde. Los dos sabíamos que no se llamaba Ricardo, pero eso no era importante. Andaba preocupado, tenía problemas familiares y no me pudo atender como él hubiera querido. Tiene que ser duro, sumar a los problemas de tu país, los de tu organización […]
Conocí a Ricardo González hace casi dos años, no voy a decir dónde. Los dos sabíamos que no se llamaba Ricardo, pero eso no era importante. Andaba preocupado, tenía problemas familiares y no me pudo atender como él hubiera querido. Tiene que ser duro, sumar a los problemas de tu país, los de tu organización y los de tu propia seguridad, los personales. Habitualmente la gente sólo suele andar con estos últimos. Nos presentó un amigo común, tampoco voy a decir quién. Ricardo estaba evasivo, más que desconfiado -que también- lo percibí huidizo. Sabía que no podría describir con lucidez su causa, su lucha, la labor que tenía encomendada. Fue un día inolvidable en el que acabé bebiendome una docena de cervezas para recuperarme del susto de unos disparos de alguien que no nos apreciaba.
Estuve de nuevo con Ricardo en los primeros días de diciembre de este año 2004. Tampoco diré el lugar. Hablamos durante dos horas de su país, Colombia; de su organización, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC); de su causa, la democracia y la justicia social. Durante la conversación sentía estar frente a una persona preocupada por un pueblo, por un ideal. No parecía encontrarme delante de un guerrillero, menos ante un líder terrorista, ministro de Exteriores de las FARC, como le llama el gobierno colombiano, el norteamericano o incluso la Unión Europea. Su complexión física tampoco ayuda a identificarlo con ese perfil. Ricardo no cesa de fumar, al tiempo de que es capaz de percibir cualquier movimiento en un radio de cincuenta metros. Está acostumbrado a vivir en alerta. Está seguro de sus afirmaciones y es firme en sus análisis, pero tiene el don de la humildad que los europeos hace tanto que hemos perdido. «Lamentamos que el maestro Saramago haya sido víctima de la desinformación de nuestros detractores. Con mucho gusto lo invitamos a visitar nuestros campamentos y a conocer in situ lo que estos comunistas colombianos estamos aportando a la revolución continental», me dijo cuando le recordé las críticas del Premio Nobel. No parece que sea esa la respuesta de un narcoterrorista, como les llaman.
Ambos ya conocemos el rumor de que hay un comando colombiano buscándole para secuestrarle por ser miembro de la Comisión Internacional de las FARC. No lo comentamos, yo no sé nada que él ya no sepa. El no va a decir nada que no sea lo necesario para mi entrevista. Me cuenta algunos comentarios of the record que no voy a revelar sobre algún gobierno, alguna reunión, alguna paradoja -a mi me parece hipocresía- sobre algún gobierno europeo.
Quien es calificado de terrorista por los gobiernos poderosos del mundo habla de » parar la guerra y estudiar las posibilidades de un gobierno de transición que permita una salida política dialogada al conflicto que vivimos» en Colombia.
No tengo ningún gesto de complicidad con él, yo ejerzo de periodista y sólo pregunto. Él sabe que voy a ser riguroso y honesto cuando escriba. Que no voy a decir lo que no debo decir por razones de seguridad o de principios, pero que tampoco mentiré y seré fiel a sus respuestas.
Pocos días después, en Caracas, un comando lo secuestra, lo mete en el maletero de un coche y tras quince horas de viaje lo lleva a territorio colombiano, donde anuncian su detención y lo encarcelan en una prisión de alta seguridad. Esa sería la última entrevista antes de ser encarcelado.
El hombre que luchaba -y sigue luchando- por la justicia social en su país, que me hablaba de parar la guerra, de buscar una salida dialogada al conflicto e invitaba al «maestro Saramago» es amarrado como un ternero, arrojado a un maletero y secuestrado en nombre de la lucha antiterrorista. Ningún gobierno se ha indignado, ni siquiera el venezolano. Eso mismo método se hacía hace décadas, era el modo de operar de las dictaduras del cono Sur, era el plan Cóndor y le llamaban lucha contra el comunismo. Ahora vuelven a hacerlo y lo llaman lucha antiterrorista. Entonces eran dictaduras, ahora se dicen democracias. Yo sigo sin ver la diferencia.
Ricardo podía haber vivido cómodamente en muchos lugares del mundo, era una persona cualificada, con una gran capacidad intelectual y seguro lo hubieran recibido con las manos abiertas en muchas instituciones. Pero él seguía sirviendo a la causa en que creía, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Una organización que seguro habrá cometido errores. Y los errores en las guerras se traducen en muertes. Pero que seguía -y sigue- creyendo en otra Colombia posible, en otro mundo posible. Al servicio de esos principios se jugaba la piel y la libertad. Hoy la ha perdido mediante el método más miserable y cobarde, secuestrándolo desarmado y presentándolo como una impecable detención legal en nombre de la lucha contra el terrorismo.
Yo me encuentro cómodamente en Europa sentado delante de mi ordenador. No sé si tengo justificación, pero no tengo la conciencia tranquila. No tengo derecho a tenerla mientras luchadores como Ricardo sigan siendo secuestrados en maleteros de coches y encarcelados en nombre de la ley. Maldigo esa ley, esas democracias y esos gobiernos que miran para otro lado.
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Pascual Serrano (13-12-2004)