Hemos cumplido más de un año con una agenda informativa cargada y escorada por el peso de los escándalos de corrupción. Un sobrepeso que, pese a interpretaciones diversas de observadores y analistas, no logra hundir el curso de la política, que sigue sin grandes cambios internos y con la mirada puesta en los horizontes electorales […]
Hemos cumplido más de un año con una agenda informativa cargada y escorada por el peso de los escándalos de corrupción. Un sobrepeso que, pese a interpretaciones diversas de observadores y analistas, no logra hundir el curso de la política, que sigue sin grandes cambios internos y con la mirada puesta en los horizontes electorales como si nada grave pasara. El negocio de la política parece no verse alterado por su desprestigio y repudio ciudadano. Las cúpulas partidarias y el propio sistema electoral se protegen contra todo evento con las estructuras de una institucionalidad también en franco deterioro.
Ante esta evidencia, que se sostiene ante el mal tiempo político y el malestar social, la reacción de la ciudadanía ha sido, sin embargo, nula. Si en algún momento durante esta década pensamos que las movilizaciones de estudiantes, a las que siguieron los trabajadores, podrían empujar hasta derribar un modelo cuyo colapso era inminente, tal como anunció el sociólogo Alberto Mayol hace unos años, hoy estas percepciones se han disipado reinstalando aquella convicción arrastrada por décadas sobre la pasividad e inmovilidad de la sociedad chilena. La desigualdad es una agresión permanente, la corrupción está generalizada en todas las fuentes del poder y el dinero, el abuso empresarial se reproduce con su violencia simbólica y el malestar cotidiano es profundo. Pese a este escenario, claramente desequilibrado y disonante, hemos vuelto a la parálisis y mutismo que tan tristemente caracterizaron los años de la Concertación.
Frente a estos antecedentes debiéramos considerar otro elemento. Las mayores movilizaciones, con la honrosa excepción del glorioso movimiento de los «pingüinos» hacia mitad de la década pasada, se destaparon durante el gobierno de Sebastián Piñera. De alguna manera la presencia en La Moneda de los neoliberales y oligarcas originales crecidos al alero de la dictadura de Pinochet fue la chispa que faltaba para convertir en rabia una molestia acumulada por más de una década. Hoy, con más y bien sobradas razones para que este malestar sea legítima indignación, la respuesta ciudadana se expresa escasamente como reclamo en voz baja o comentarios canalizados por las redes sociales. La deteriorada vida sigue su curso en una de las sociedades más neoliberales y desiguales del mundo.
La Nueva Mayoría (NM) ha logrado hacer bien su trabajo de contención. Lo ha hecho con reformas que han terminado vaciadas y consensuadas con las corporaciones y las elites. La estrategia empleada desde la reforma tributaria cocinada entre senadores de la Nueva Mayoría y las cúpulas empresariales, se ha reproducido en todos los proyectos de ley derivados del programa de gobierno. Una realidad que ha desenmascarado a la NM como una nueva versión de la vieja Concertación y sus políticas de consensos.
El espíritu de la transición no ha desaparecido. Tras pocos meses de gobierno el escenario instalado a partir de 2013 bajo la consigna de reformas a la más ortodoxa de las sociedades de libre mercado, derivó en una regresión a los clásicos modelos ya probados de las décadas pasadas. Un giro que nos ha comprobado de forma palmaria la incapacidad de la coalición de gobierno, en el poder por más de 25 años, de ofrecer una salida a las demandas de cambio de la sociedad civil.
Es probable, aun cuando sin certezas, que el actual momento que vive la región fortalezca en Chile las propuestas neoliberales. Los anuncios de recortes presupuestarios y el freno en el proceso de reformas son una clara señal de que hemos entrado en una etapa con nuevos escenarios, en los cuales se mezclan y confunden el fin de las propuestas políticas con la profunda crisis de corrupción de la política. Desde aquí, podemos ver la repetición de viejas consignas para la perpetuación de las actuales estructuras pese a su claro deterioro.
A esta probabilidad, habríamos de añadir otra, ésta con más certeza. El paradigma de mercado extremo que ha campeado en Chile y regresa en algunos países de la región no tiene nada nuevo que ofrecer. Está agotado, como se expresa desde la extrema desigualdad a la depredación de los mares y otros recursos naturales. El terreno y el tiempo para los cambios desde la sociedad civil sigue propicio.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 849, 15 de abril 2016.