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Tiempos de crisis: las palabras del poder

Fuentes: Rebelión

«El capital disuelve el lenguaje» Santiago Alba RicoYa no es el fantasma anunciado por Marx el que hoy recorre el mundo, perturbando el sueño de los poderosos y abriendo brechas de esperanza en un proletariado que encarnaba una conciencia liberadora, sino otro mucho más real: el fantasma del miedo a la relegación, a la exclusión […]


«El capital disuelve el lenguaje»

Santiago Alba Rico

Ya no es el fantasma anunciado por Marx el que hoy recorre el mundo, perturbando el sueño de los poderosos y abriendo brechas de esperanza en un proletariado que encarnaba una conciencia liberadora, sino otro mucho más real: el fantasma del miedo a la relegación, a la exclusión y al no-ser.

Hoy en día los hijos de aquellos proletarios, o sus descendientes, ignoran en su mayoría lo que significa la palabra «explotación», o conceptos tales como «lucha de clases», «conciencia social», «alienación», etc. Todo un bagaje conceptual surgido de los cambios y luchas que fueron transformando paulatinamente nuestra sociedad a lo largo de los siglos XIX y XX y que eran manejados, indistintamente, por el sindicalista, el profesor o el obrero concienciado. Bagaje que les permitía enfrentarse al mundo de las ideas dominantes y darle un sentido y un significado a un movimiento social que aspiraba nada menos que a mejorar y a transformar el mundo.

Ese sueño, el de acabar definitivamente con la explotación del hombre por el hombre, no solo parece haberse desintegrado, sino que con él hemos perdido una cultura y un bagaje conceptual que nos permitía enfrentarnos al mundo de las ideas dominantes. (¿Quién se atrevería hoy a denunciar en los medios de comunicación, si le ofreciesen – cosa poco probable – esa oportunidad , la barbarie que entrañan las nuevas formas de dominación del capital, el lenguaje económico que invade el campo de lo cotidiano y lo social, la pretendida respetabilidad del mercado y de la producción? ¿Además: ¿quien lo escucharía?).

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Con el desmembramiento del cuerpo teórico (del marxismo y de otros ismos) que nos permitía poner al desnudo la verdadera trama del mundo, no solo se borraron unos sistemas de ideas capaces de ayudarnos a entender la sociedad, a luchar por mejorarla y racionalizarla, sino que fueron sustituídos por un repertorio de conceptos aparentemente neutros y presuntamente científicos, destinados a cumplir un doble papel: por un lado, bajo el sello del realismo y del compromiso social, darle una legitimidad a la angustia y a la falta de esperanza colectiva. (Así, la barbarie del «sálvese quien pueda» y del «que triunfe el más fuerte» sería, según nuestros mandatarios, algo más que un sano estímulo: el auténtico motor del progreso, creador de nuevas riquezas y oportunidades, que tarde o temprano acaban por revertir en los menos favorecidos). Y, por el otro, ofrecer una visión coherente y unívoca, extendida a todo el planeta, capaz de ensalzar el orden existente, el único posible, y convencernos de su capacidad para dar una respuesta «civilizada» a nuestros «problemas de sociedad»: paro, violencia urbana, marginación, subdesarrollo, etc.

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En un pais vecino, Francia, esa necesidad de calificar las formas inéditas que adopta hoy en día la miseria social, halló un terreno particularmente fértil gracias a la acción combinada de los medios de comunicación, de los distintos aparatos de Estado y, por último, de los llamados «terapeutas de lo social» (sociólogos, educadores, urbanistas, economistas, asistentas sociales, etc.). Estos terapeutas de un nuevo cuño fueron los verdaderos «inventores» de un discurso innovador referido al «lazo social», (en crisis, evidentemente). Un discurso que giraría en torno a conceptos tales como «precariedad»», «inseguridad», «marginación», «exclusión», «proximidad», «fractura social», etc.) difundidos y popularizados por los mass-media. (Uno de esos «terapeutas» llegó a reconocer en un artículo que, «finalmente, la realidad social acababa por convertirse en el espejo indeformable de los discursos que intentaban racionalizarla». Frase de especialista que más tarde tomaría cuerpo y forma en la pantalla cuando dos adolescentes se prestaron a quemar un coche a la demanda de unos periodistas de la televisión).

…La nueva racionalidad económica basada en el realismo, la eficacia, la aceptación del «final de las ilusiones», la incitación a una adaptación individual permanente, se apoya en ese nuevo discurso, totalizador y moralista. Dentro de ese discurso, los «terapeutas de lo social» – que poseen la ventaja inestimable de actuar «sobre el terreno» – cumplen un papel importante: por un lado, el de hacer frente e intentar resolver las situaciones sociales más hirientes y dramáticas de la población a la que «atienden». Por el otro, la de denunciar ante la opinión y los poderes públicos las consecuencias del debilitamiento o la pérdida de valores tales como la solidaridad, la conciencia social, las señas de identidad, el valor de la familia, etc…Evitando por supuesto cualquier crítica radical, generalmente ineficaz, que ponga al desnudo los mecanismos generadores de esa «exclusión» tan vituperada.

…Tras haber cumplido tradicionalmente un papel crítico contra el poder de las instituciones, las ciencias sociales, concluye ese mismo artículo, «han acabado por ejercer una función de ayuda implícita a la gestión de la crisis social. (…). Hoy en día, todos los fenómenos de sociedad son objeto de una conceptualización tan encarnizada que carece de cualquier aspecto accidental o derivada de un suceso. La miseria social se convierte así en la materia principal de su reflexión y las interpretaciones aparecen ya construídas antes de que ocurran los acontecimientos.»

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Valga como ejemplo de esta voluntad de transformar a los ciudadanos en espectadores pasivos, prisioneros de las imágenes y el lenguaje del poder, la controversia desatada hace varios años por cuatro alcaldes que, en pleno mes de agosto, edictaron sendos bandos destinados a prohibir la circulación nocturna de los menores de doce años no acompañados por adultos.

Esta controversia, desatada con un claro transfondo demagógico por cuatro ediles de derechas, regidores de municipios en que la extrema derecha de Le Pen venía alcanzando en cada elección un porcentaje elevado de votos, se convirtió en la serpiente mediática del verano, contribuyendo una vez más a «demonizar» esos barrios periféricos en que se concentran, en mayor o menor medida, problemas (paro, exclusión, droga, crisis familiar, etc.) que aquejan a franjas crecientes de su población. La noticia y su impacto llegó a tomar tal dimensión que obligó a intervenir, públicamente, a los maestros, educadores y responsables políticos locales. Todos insistieron en el hecho de que los menores de quince años más «difíciles» y más desatendidos (en consecuencia más libres de sus movimientos para pasearse a altas horas de la noche), eran tan solo una minoría dentro de la población de esos barrios. Sus familias, concluían, necesitaban ante todo un apoyo y un seguimiento especial. En absoluto la presencia de una policía encargada de patrullar de noche para recoger a esos muchachos.

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Este ejemplo es ilustrativo de cómo funcionan la prensa y la televisión francesas, sobre todo en períodos pre-electorales o en tiempos de «sequía» mediática, cuando una noticia «catastrófica» irrumpe procedente de uno de esos barrios calificados alternativamente de «barrios sensibles», de «barrios en dificultad», etc. (Recordemos de paso que el actual presidente de la República, Nicolas Sarkozy, hizo su agosto mediático, nunca mejor dicho, a su paso por el Ministerio del Interior, cuando trató a esos jóvenes de «chusma» y prometió resolver los conflictos que provocaban a manguerazo limpio, «au kärcher»). El más caricatural y civilizado de estos conceptos, creados a veces «ex – nihilo», fue el de la famosa «fractura social», término «inventado» por el sociólogo Emmanuel Todd y recuperado por Chirac en vísperas de unas elecciones presidenciales. Naturalmente, Chirac se comprometió – si ganaba las elecciones «a reducirla». Sin demasiado éxito…

En conclusión: para entender la verdadera función de esta lluvia de conceptos nuevos y de discursos moralizadores (recordemos el apoyo dado por Sarkozy, durante la reciente campaña presidencial, «a los que se levantan pronto», frente a los que «viven de las ayudas del Estado»), nos debemos referir a la «remodelación» sufrida durante estos últimos veinte años por la sociedad francesa, obligada para hacer frente a la competición mundial a transformarse profundamente. O sea, a agilizar los procesos de cambio en el seno del capital y del trabajo, a «adelgazar» los sistemas de protección social y, por último, a intentar acabar con la rémora de un Estado-providencial y una Administración calificados sistemáticamente por la derecha de «arcaicos», «pletóricos» e «ineficaces».

Valga como ejemplo final, las declaraciones del portavoz de uno de los gobiernos de derechas, el de Alain Juppé, cuando fue nombrado primer ministro por Chirac. Según dicho portavoz, «una de las grandes funciones del Estado es la de ser el lugar principal de la solidaridad. (Para afirmar a continuación…). Tras varias décadas de funcionamiento del Estado-Providencia, nos damos cuenta de que hemos ido demasiado lejos en la redistribución, es decir en la contribución de los ciudadanos. En nuestro país, cerca de la mitad de la riqueza nacional es redistribuída por el Estado o por la Seguridad social. En consecuencia, sufrimos de un exceso de Estado-providencia.»

No se puede ser más claro ni más explícito.