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Verdad, justicia y memoria

Tierra de maldición

Fuentes: Rebelión

Una segunda ráfaga, dirigida a los que se aglomeraban procurando impedir la matanza, la cruzó de lado a lado por el vientre hinchado por el embarazo. La metralla la partió en dos. El cadáver quedó asentado en las rodillas con el tronco sujeto por la cabeza enterrada.

por Hernán Coloma

El 11 de marzo de 1966, Leopoldina Chaparro calculó todo mal, porque horas después no tuvo posibilidad de recordarlo.

Esa mañana, se despertó más tarde que de costumbre. Al abrir los ojos, su marido ya no estaba. Se había levantado temprano, procurando no despertarla, dejándola descansar por su avanzado embarazo. Aunque somnolienta, pronto advirtió lo avanzado de la hora. Se levantó rápido, desayunó un café con una tostada de marraqueta, se aseó, vistió y salió a conversar con el tendero para que le fiara los productos para el almuerzo en la olla común del local.

Al salir de casa constató que el viento del desierto, donde se instalaba el campamento, se había aplacado. Ese día de verano en marzo, parecía primaveral, ni fresco ni caluroso.

Al llegar, observó que la calle estaba vacía. Entró en el almacén. Había poco movimiento porque el jefe de zona del departamento del Loa, prohibió el ingreso al campamento minero, primero de los comerciantes ambulantes, luego de cualquier visitante. Por último ordenó a los comerciantes establecidos no vender a crédito a los mineros en huelga, so pena de cerrarles su comercio y despedirlos del campamento.

El almacenero la esperaba. Extrajo una bolsa de debajo del mesón, se la pasó informándole en voz baja, que ya había anotado en la libreta el precio del fiado. Leopoldina le agradeció, tranquilizándolo, diciéndole que no había de qué preocuparse.

Las inmediaciones del almacén estaban desiertas, aún no era hora del cine de mediodía. Debido a la paralización de faenas, los profesionales salían más tarde, mientras los obreros en el local sindical jugaban cartas, dominó, o conversaban en corrillos respecto del destino de la huelga.

A pesar que las medidas anti huelga no eran las acostumbradas, Leopoldina pensaba que las cosas ocurrirían como siempre, en que luego de los tiras y aflojas con las compañías y el gobierno, se terminaría llegando a un alza intermedia de salarios, porque para las mineras extranjeras era más pérdida no producir que subirles el sueldo. Además, el presidente electo, el demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva, había prometido una Revolución en Libertad, en un ambicioso plan de reformas para corregir las desigualdades sociales.

Estaba habituada a las tensiones que producían las negociaciones, donde cada actor jugaba su papel, como en una comedia, donde primero se muestran los dientes, para luego dialogar, llegando a acuerdo.

Esa tarde llegarían el senador Salvador Allende con las diputadas María Maluenda y Mireya Baltra, ambas del partido comunista. Venían a intermediar, para restablecer el equilibrio, solicitando recontratar a los 300 mineros expulsados, liberando al mismo tiempo a los detenidos. La visita al campamento se proponía impedir que endurecieran más las medidas de la administración militar designada por el gobierno de Frei Montalva, generando las condiciones para un diálogo entre las partes.

Las relaciones se habían deteriorado desde la huelga de octubre anterior, cuando el gobierno nombrara gobernador al coronel Roberto Viaux. Este había ordenado detener a los principales dirigentes de la Confederación del Cobre, iniciando juicios por ley de Seguridad Interior del Estado. En tratativas con el gobierno, los parlamentarios de oposición habían llegado al acuerdo para levantar los cargos permitiendo que los obreros reiniciaran faenas.

Los trabajadores volvieron al trabajo, pero el gobierno no suspendió los juicios. Los mineros acumularon bronca dos meses. Al confirmar que el ejecutivo los había engañado, volvieron a la carga el día de año nuevo.

El primero en iniciar la huelga fue el mineral de El Teniente. En acción solidaria pronto se sumaron Potrerillos, el puerto de Barquito y El Salvador, donde trabajaba el marido de Leopoldina. Los dirigentes de este mineral, ampliaron el pliego más allá de la petición del alza de salarios.

Para disgusto de la administración, exigieron la participación de los trabajadores en la negociaciones con la Kennecott y la Braden Cooper Mining por la chilenización del cobre, una de las reformas del programa presidencial durante la campaña. Los otros minerales incorporaron la propuesta a sus propios pliegos de peticiones.

Se trataba de una de las reformas estrellas del gobierno, la chilenización del cobre, que suponía una participación importante del Estado en la administración de las minas, mediante la compra de grandes paquetes de acciones.

Históricamente, la confederación de trabajadores del cobre, consideraba como un punto esencial de su programa, la nacionalización de la industria minera. Sin embargo, no miraban mal la propuesta del gobierno como un paso intermedio para alcanzar la propiedad total del recurso.

Pero integrar a las negociaciones a los trabajadores es algo que el gabinete no podía aceptar. Las relaciones con las compañías son estrechas, existe gratitud con el gobierno estadounidense por su apoyo sustancial a la campaña presidencial de Frei, relación que no puede exponerse al conocimiento y participación de dirigentes mineros, de sospechada filiación marxista. Aún menos los detalles de la negociación que podrían alargar innecesariamente términos previamente acordados.

La huelga fue declarada ilegal. En los departamentos de El Loa, Chañaral, Tocopilla y Rancagua se declaró zona de emergencia. Como jefe de zona de los tres departamentos nortinos se designó al coronel Manuel Pinochet, con instrucciones precisas de Juan de Dios Carmona, ministro de defensa del gobierno demócrata cristiano, de restablecer el orden a cualquier costo.

Las medidas del coronel no se hicieron esperar. En El Salvador, el mineral mayor, allanó las casas de trabajadores, expulsó a 300 obreros, detuvo al presidente del sindicato obrero, Carlos Gómez y al Vicepresidente, Jaime Sotelo, aislando el mineral de cualquier visitante, exceptuados los parlamentarios. En Potrerillos, detuvo al dirigente Arancibia; en Barquito a Gutiérrez y Carroza. A todos los envió a la cárcel de La Serena. Nunca sospecharon que les hacía un favor con mantenerlos prisioneros.

Esa mañana, Marta Egurola se inscribió para el turno de la tarde en el local sindical. Daban por enésima vez Picnic, una cinta de amor con el buenmozo William Holden, y la despampanante pelirroja Kim Novak. No se la quería perder.

Adoraba la escena en que Kim bajaba por la escala siguiendo el ritmo de la música con las palmas hasta la plataforma sobre el lago. Él, comprendiendo el mensaje de seducción evidente, abandonaba la muchacha con la que bailaba por divertirse, iniciando una escena de intensa pasión pública y prohibida, abrazándola al ritmo de la música. La vería mil veces.

Eran dos horas en que la explosión del amor en ese ambiente lacustre de prados arbolados y flores, la transportaban lejos del paisaje desértico, del ulular del viento del desierto, arrastrando polvo. Esa pasión que ella, dueña de casa ocupada en criar tres hijos, ahora embarazada del cuarto, no viviría. Dejó a los niños jugando en el local sindical, al cuidado de las mamás inscritas en el turno del almuerzo.

Total, eran un par de horas, el cine estaba a metros del local, igual que todos los edificios institucionales, el cuartel, la parroquia, la escuela, el estadio, comunicado con la parte posterior del sindicato.

Dos días atrás los militares se habían instalado en la escuela al mando de un capitán de apellido Alvarado, exigiendo la reanudación de faenas. Los obreros se negaron, oponiéndose a aceptar que se tratara de una huelga ilegal. En Santiago, los asesores jurídicos de la Confederación, los abogados Carlos Altamirano y Long Alessandri, habían representado en la justicia los argumentos que respaldaban que la huelga era legal.

Ocurrió, luego del almuerzo, cuando estaban lavando las vajillas. Algunos dormían, otros jugaban cartas o dominó. Conocían ya que una pretendida intervención de fuerzas militares en Potrerillos había abortado cuando las mujeres de los mineros, envueltas en banderas chilenas, habían rodeado una ametralladora que apuntaba al local sindical.

Se observó por los ventanales del local, un movimiento envolvente de tropas. Tres camiones militares se habían estacionado a metros de la entrada. Soldados, carabineros, y policía civil se desplegaron enfrente del sindicato. De una camioneta militar descendió el teniente de carabineros, Hald.

Atentos a lo que ocurría, lo observaron conversar con el capitán a cargo, un tal Alvarado, y luego dirigirse al local. Hald era vecino de Leopoldina, superior del cuartel de carabineros, capitán del equipo de fútbol, que acordaba con el marido de Leopoldina el juego con equipo minero los fines de semana.

Junto a otras mujeres extendieron una bandera chilena, instalándose en la puerta parta dialogar con Hald. No hubo tal diálogo. Sorpresivamente, el teniente arrojó un par de granadas lacrimógenas al interior del local, quebrando los vidrios de las ventanas. Otros policías lanzaron más bombas por las ventanas restantes. La concentración del gas se hizo insoportable en el interior del local. Los niños gritaban, la mayoría huyó en distintas direcciones, unos pocos reaccionaron, cargando palos o sillas para oponerse a la brutalidad de la tropa. Un grupo escapó por la puerta posterior hacia el Estadio.

Entonces sonó la primera descarga apuntando al grupo que huía en esa dirección. Leopoldina corrió hacia el contingente militar, enarbolando la bandera y gritando “Paren de disparar… no disparen”. Alcanzó a correr pocos metros, cuando una ráfaga de balas cruzó tanto la bandera como a Leopoldina, a la altura de su vientre, matándola a ella y a la criatura que albergaba.

Al escuchar los disparos, los espectadores del cine salieron en estampida. Al presenciar el espectáculo de muertos y heridos, se apresuraron en auxiliarlos. Marta Egurola, corrió horrorizada hacia los fusileros, gritando “No los maten, no los maten”.

Una segunda ráfaga, dirigida a los que se aglomeraban procurando impedir la matanza, la cruzó de lado a lado por el vientre hinchado por el embarazo. La metralla la partió en dos. El cadáver quedó asentado en las rodillas con el tronco sujeto por la cabeza enterrada.

No le bastó al capitán Alvarado con el espectáculo horrendo de los cuerpos ensangrentados esparcidos por aquí y allá. En un exceso de torpeza militar, tropezó en un desnivel del suelo y se le disparó el fusil , hiriéndose a sí mismo.

El hecho despertó la histeria de la soldadesca, que disparó una tercera ráfaga contra quién estuviera a tiro. Completando la tarea, mataron a seis más, e hirieron a treinta y siete, según declaró el médico de la posta. Entre ellos, uno de los niños, hijo de un minero, que esa mañana jugaba en el local. En la contabilidad de los muertos no consideraron los cuerpos de los fetos de Leopoldina y Marta.

El cura se puso a tiro, dando la extremaunción a los muertos. El médico de la posta corrió a socorrer a los heridos, horrorizado, gritando que pararan la balacera. Era el médico asistente de Leopoldina y Marta en su proceso de gravidez.

Abismado ante el espectáculo de cadáveres empapados en sangre y desmadejados en el suelo, se interpuso entre la soldadesca y los trabajadores. Recién éstos detuvieron la cretina matanza.

Al caos de gritos y sollozos de los que recorrían incrédulos el siniestro espectáculo, acudieron los parlamentarios. El coronel Manuel Pinochet, sin comprender el tamaño de la aberración desatada por su orden, declaró a la prensa que había iniciado el desalojo porque necesitaba el local para albergar mejor a su tropa, cumpliendo órdenes estrictas del ministro de defensa, Juan de Dios Carmona.

El capitán Alvarado agregó que, al recibir la orden del coronel, le advirtió que el desalojo podía transformarse en una carnicería. Pinochet insistió en el desalojo a cualquier costo. Asesinar mineros era la solución a la huelga.

El gobierno emitió un comunicado público, firmado por el ministro de defensa, con el subsecretario del interior, Juan Hamilton, declarando que las tropas y la fuerza pública, actuaron en defensa propia, repeliendo el ataque de una muchedumbre armada que amenazaba sus vidas.

El presidente Frei, en concentración en Rancagua, respaldó la versión gubernamental, pese a que ya la verdad se había revelado por los medios de comunicación, los parlamentarios, y los horrorizados testigos que denunciaron lo ocurrido. Los militares tampoco lo ocultaron, refiriendo la verdad de los hechos, respaldándose en que cumplieron órdenes superiores.

Para la tarde la noticia había traspasado las barreras oficiales. Apareció en las cadenas de medios de comunicación, nacionales e internacionales, provocando sorpresa e incredulidad; era lo último que se esperaba de un demócrata. La indignación se apoderó de la oposición. “Les negaremos la sal y el agua”, prometió el líder socialista, Aniceto Rodríguez.

Fidel Castro, en sus acostumbrados discursos multitudinarios, comentó ácidamente que en Chile el presidente Frei, siguiendo la línea de la Alianza para el Progreso que postulara el gobierno de Kennedy, había prometido una “Revolución en Libertad”, entregando a cambio sangre sin revolución.

Por intermediación de los parlamentarios, los militares aceptaron que el sepelio se realizara en el local sindical, retirando las tropas. Al abandonar el lugar, dejaron banderas chilenas en el punto más alto del campamento. La población las rasgó, botando los mástiles.

El gobierno demócrata cristiano, aún le debe un cristiano pedido de perdón, a los mineros de El Salvador, Atacama y al país.

*El autor es periodista. Muy joven ingresó a la actividad política, como activista por la Reforma Universitaria y en la organización de sindicatos de campesinos, obreros y pobladores, por lo que fue encarcelado. Durante el gobierno de Salvador Allende fue un alto dirigente del Partido Socialista. Otra época…

Del libro Secretos de Última Línea – Ed. GrilloM – 2023