Era necesario y urgente un libro sobre Colombia. En primer lugar porque este país representa el panorama más avanzado de despotismo y terrorismo de Estado que ha logrado presentarse como democracia. Las dictaduras se han sucedido en muchos países de América Latina, todos lo sabemos, pero Colombia ha conseguido la fachada perfecta para que el […]
Era necesario y urgente un libro sobre Colombia. En primer lugar porque este país representa el panorama más avanzado de despotismo y terrorismo de Estado que ha logrado presentarse como democracia. Las dictaduras se han sucedido en muchos países de América Latina, todos lo sabemos, pero Colombia ha conseguido la fachada perfecta para que el mundo crea que es un sistema democrático. Desde 1958 el gobierno ha estado en poder de civiles y su apariencia fue desde entonces de democracia. Una democracia en la que se han asesinado cuatro candidatos presidenciales, en la que se han masacrado a tres mil dirigentes de una opción política que intentaba reinsertar a la vida política a la guerrilla, la Unión Patriótica; donde de cada doscientos colombianos uno en un soldado en activo -el doble de soldados que en España sin tener misiones internacionales como nosotros-, con un presupuesto militar cuatro veces más porcentaje de su PIB que España que está en la OTAN y ya destina grandes recursos, un gobierno que paga 2’6 millones de dólares al que le asesine y traiga las manos cortadas de los perseguidos por la policía, donde paramilitares coordinados con las Fuerzas Armadas -cuando no integrantes de ellas- han asesinado a 3.500 personas desde 1982, mientras controlan a la mitad de los diputados, gran parte del sistema judicial y del poder municipal. Un país con cuatro millones de desplazados despojados de sus tierras y pertenencias y con más de 10 mil desaparecidos. Con una prensa escrita que se limita a un solo periódico de ámbito nacional propietario del hermano del ministro de Defensa y primo del vicepresidente. Hace apenas dos semanas que se celebró una manifestación denunciando el terrorismo de Estado y ya han matado cuatro dirigentes sindicales y de ONGs que habían promovido la marcha, secuestrado otros dos y amenazado directamente otros 28, mientras decenas están en peligro de ser asesinados. Estos se sumarían a los 300 activistas de derechos humanos y sindicales asesinados durante los primeros cuatro años de gobierno de Alvaro uribe, según datos de la Unión Europea.
Y lo asombroso es que, con estas cifras del horror, que dejan atrás la barbarie de algunas dictaduras latinoamericanas, Colombia se presenta al mundo como una democracia. Que Colombia sea considerada así por las instituciones internacionales, los gobiernos del mundo y los grandes medios de comunicación, mientras no dejamos de escuchar que Venezuela o Cuba son una dictadura, es el ejemplo más elocuente de la farsa en que se ha convertido el mundo. Basta como anécdota recordar que son doscientos mil los desplazados colombianos que han tenido que buscar refugio en Venezuela. Sería el primer caso de que los ciudadanos huyen de una democracia que protegerse en una dictadura. Si han logrado esto -convencer al mundo de que Colombia es una democracia-, es que ya no se necesita dar un golpe de Estado y poner a unos militares genocidas en el poder, para lograr los mismos resultados en represión, genocidio y despotismo. ¿Acaso alguien piensa que el autor de este libro podría seguir vivo en Colombia después de escribirlo? Por eso es tan necesario para el futuro de la humanidad desvelar la verdad de Colombia.
Otra de las razones por las que era necesario y urgente un libro sobre Colombia es porque la información de los medios de comunicación sobre este país ha demostrado, una vez más, cómo leer el periódico o ver la televisión es el mejor modo para no enterarse de lo que sucede en una parte del mundo, en un conflicto, es la forma de no comprender el mundo. Cuando estaba en Caracas, les decía a los jóvenes periodistas de Telesur que teníamos como función no contar hechos noticiosos sino explicar el mundo. Ya me he dado cuenta de que la televisión no sirve para eso, sobretodo con este formato que impide que un tema dure más de dos minutos o una declaración más de treinta segundos.
Noam Chomsky, en una entrevista para televisión explicaba el perverso funcionamiento de los medios de comunicación. Señalaba que, por ejemplo, en un programa de 22 minutos, donde ya necesitas alguno para sentarte en el estudio, más el reservado a las preguntas del entrevistador, debes exponer tus argumentos en dos minutos entre anuncio y anuncio. En ese tiempo sólo caben afirmaciones convencionales del tipo Gaddafi es un terrorista, Jomeini es un asesino o los rusos invadieron Afganistán. No se necesitan pruebas, son expresiones habituales. Pero si se dice algo controvertido, por ejemplo que las mayores operaciones terroristas internacionales han salido de Estados Unidos, que los considerados mejores líderes políticos son lo vagos y los corruptos, o que si se aplicasen las leyes de Nuremberg, todos los presidentes de EEUU desde la guerra de Vietnam deberían ser ahorcados, la gente pensaría «¿por qué ha dicho eso?, nunca lo habíamos oído antes». Si se dice esto -afirmaba Chomsky-, hay que tener muchas pruebas, porque es un comentario alarmante. Pero no puedes aportar esas pruebas si estás limitado por la concisión del formato del medio de comunicación. Ese es el ingenio de esa limitación estructural. De forma que en los medios nunca se podrán presentar con la suficiente argumentación y reflexión afirmaciones irreverentes porque el diseño informativo sólo está planificado para decir lo obvio y lo convencional.
Recuerdo un par de debates en las televisiones españolas sobre Venezuela, uno de ellos era sobre la reforma constitucional, un ingenuo profesor de ciencias políticas quería explicar esta reforma, que afectaba a 69 artículos. Nunca pudo porque la dinámica del debate, con once participantes y una duración de veinte minutos, lo impedía. Es decir, era imposible explicar la reforma constitucional venezolana en un debate sobre esa reforma constitucional. Sólo había lugar para afirmaciones simples, acusaciones burdas y estereotipos establecidos.
¿Y por qué digo yo ahora todo esto? Porque este problema, por ahora, sólo se resuelve con un libro, un libro como el de Hernando Calvo Ospina. Hernando dice que el gobierno de Colombia crea paramilitares para masacrar campesinos, que el presidente Uribe está implicado en el narcotráfico, que la izquierda colombiana está masacrada con miles de líderes asesinados, que Estados Unidos quiere desestabilizar a la región mediante Colombia y el dinero en armamento y asesores militares que allí inyecta, etc… Y todo eso ni se puede decir ni lo encontraremos en un informativo de televisión, ni en una columna periodística, porque ni el formato lo permite, ni los dueños de esos medios tampoco. Lo que leeremos son cosas como esta de Maite Rico en El País el 24 de marzo:
Título: Colombia sale de la lista negra
Subtítulos: Los logros en materia de seguridad impulsan el despegue económico – El país andino crece por encima de la media de América Latina
Sumarios: La popularidad de Álvaro Uribe se ha disparado y hoy alcanza el 84%. Sólo México, Brasil y Chile superan a Colombia en inversión extranjera
Comienzo de texto:
En seis años, el país ha salido de la sima de la crisis económica y de la violencia desbocada para estrenar un clima inaudito de optimismo. De codearse con Afganistán y Nigeria en las listas negras de los Estados parias, Colombia ha pasado a encabezar las estadísticas de crecimiento de América Latina y es hoy objetivo codiciado de la inversión extranjera. La clave, dicen los expertos, está en los logros en materia de seguridad. Bogotá ofrece en estos días una imagen desconocida. Buena parte de sus ocho millones de habitantes se han ido de vacaciones y los eternos trancones (embotellamientos) han cedido el paso a avenidas desiertas.
O el 11 de marzo escribiendo esto:
Cuando el presidente, Álvaro Uribe, llegó al poder, en 2002, la vieja guerrilla marxista, convertida con los años en un cartel de droga, estaba en su apogeo. Se habían hecho fuertes en el Caguán, una región del tamaño de Suiza que el ex presidente Andrés Pastrana (1998-2002) mantuvo desmilitarizada tres años para lograr un acuerdo de paz que nunca llegó. En el Caguán, las FARC recibían armas y mantenían a sus secuestrados. Los colombianos recuerdan con pavor los años noventa. El país estaba a su merced. Más de 300 alcaldías estaban cerradas. Los secuestros masivos en las carreteras (las «pescas milagrosas») eran retransmitidos por televisión. Bogotá, cercada por varios frentes, sufría el embate de brutales atentados con bomba. La guerrilla contaba entonces con 19.000 guerrilleros repartidos en 70 frentes.
Hoy, la situación ha dado un vuelco. Los efectivos de las FARC se han reducido a la mitad. Los frentes no pasan de 45, algunos con un puñado de hombres. En seis años, los secuestros anuales han bajado de 2.883 a poco más de 500. Los atentados, de 1.645 a 328. Las carreteras principales son de nuevo transitables. El Estado ha retomado el control del territorio, que era el principal objetivo de la Política de Seguridad Democrática diseñada por Uribe. Y lo ha hecho a base de más presencia de las fuerzas de seguridad y de más acción social.
Si hasta el propio gobierno colombiano reconoce que su política de seguridad ha generado 1.600.000 desplazados (las organizaciones humanitarias los cuantifican en mucho más). Y Amnistía Internacional ha señalado que la política de Seguridad Democrática que tantas bondades ha generado a Colombia, según El País, es «el ejemplo más extremo de la táctica de utilizar medidas supuestamente destinadas a combatir a los grupos armados ilegales para conseguir, dar muerte y amordazar a los activistas de derechos humanos».
Es evidente que el panorama que ofrecen los medios de comunicaión no se parece en nada ni a lo que yo he contado, ni a lo que dicen las organizaciones de derechos humanos, ni los informes de los grupos cristianos de base, ni las denuncias de los sindicalistas, ni a las versiones de los campesinos o los indígenas que luchan para que el mundo conozca los crímenes del gobierno colombiano.
Mentiras constantes y burdas es lo que nos traen los medios sobre Colombia, como presentar a mil guerrilleros que decían que habían desertado y se rendían entregando una avioneta y resultó que eran mil presos comunes que el gobierno les había dado un uniforme de guerrillero para exponerlos antes las cámaras como desertores y la avioneta era una decomisada a unos narcos hacía dos años, o adjudicar a la guerrilla el asesinato de campesinos e indígenas a manos de militares. El último caso del ataque al campamento de la guerrilla donde muere Raúl Reyes se presentó como un enfrentamiento en caliente con las FARC cerca de la frontera de Ecuador. Ahora se sabe que el ejército colombiano invadió el país vecino entrando dos kilómetros en territorio ecuatoriano, que los atacaron con misiles y sistemas de detección estadounidenses, que todos los del campamento estaban durmiendo, que entre ellos había cuatro estudiantes mexicanos -todos masacrados-, que remataron a los heridos con un tiro en la nuca, que uno de los presentados ante los medios a modo de trofeo como líder guerrillero era un civil ecuatoriano y que los ubicaron para matarlos debido a una llamada entre la guerrilla y delegados del gobierno francés con quienes estaban coordinando la liberación de Ingrid Betancurt. Una realidad opuesta a la primera versión que fue la que ocupó las primeras páginas de los medios de comuniciación. Así es constantemente la información que nos llega de Colombia. Falsa.
Este libro de Hernando Calvo, no sólo es que explique Colombia relatando los antecedentes, elementos de contexto, historia, datos, testimonios, fuentes y referencias necesarias, es que nos vacuna contra las mentiras que todos los días nos vomitan los grandes medios.
Un libro que saca también a la luz las verdades que silencian, porque nadie cuenta, por ejemplo, que este año van doce sindicalistas asesinados en Colombia con lo cual son ya 2.574 sindicalistas muertos. Y no lo dice ninguna organización minoritaria de ese país, lo acaba de denunciar la Confederación Sindical Internacional, a la que están afiliados 168 millones de trabajadoras y trabajadores en 155 países y territorios, y aún así los medios no la consideran una fuente de información representativa para recoger sus denuncias sobre Colombia.
Cada vez estoy más convencido de que para conocer lo que sucede en un lugar del mundo debemos dejar de leer periódicos y ver la televisión y coger el libro adecuado. Pues aquí está para el caso de Colombia, «Colombia, laboratorio de embrujos. Democracia y terrorismo de Estado».