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Una entrevista a Santiago Alba Rico, a propósito de “Tiempo, tecnología, capitalismo”.

«Toda cosificación es engaño, pero no hay sociedad sin cosas y, por tanto, no hay sociedades sin engaño…»

Fuentes: Rebelión

Escritor, traductor, activista cultural, periodista, autor teatral, colaborador en numerosos medios alternativos, arabista, guionista. Santiago Alba Rico es igualmente uno de los grandes filósofos europeos no eurocentristas que siente el compromiso con los y, sobre todo, con las personas más desfavorecidas que le es anexo como una de las características más esenciales del filosofar auténtico, […]

Escritor, traductor, activista cultural, periodista, autor teatral, colaborador en numerosos medios alternativos, arabista, guionista. Santiago Alba Rico es igualmente uno de los grandes filósofos europeos no eurocentristas que siente el compromiso con los y, sobre todo, con las personas más desfavorecidas que le es anexo como una de las características más esenciales del filosofar auténtico, del que, como diría Mario Bunge, no se ocupa de trivialidades insustantivas. Entre sus libros más esenciales La ciudad intangible y Capitalismo y nihilismo

***

Has publicado recientemente en Revista Ecologista un artículo, en mi opinión excelente, lleno de mil novecientas diecisiete ideas, titulado «Adiós a las cosas». Me gustaría centrarme en él. Algunas veces, afirmas inicialmente, has descrito la «condición antropológica» del ser humano como una «mesopotamia de la evolución». La expresión, la metáfora, es magnífica. ¿Nos la explicas un poco?

Es una fórmula resultona, sí, pero tampoco tan original en su contenido. Es una idea que, bajo otra formula, está ya recogida en algunos de mis libros (La ciudad intangible, Capitalismo y nihilismo y El naufragio del hombre): la tentativa, por así decirlo, de asociar la «condición humana», como apertura «local» de posibilidades, a una «estación histórica» con un comienzo y quizás un fin determinados; a un «período» y a un «estado» fuera del cual no se podría hablar propiamente de «ser humano» sino sólo de subhumanidad o suprahumanidad, de prehumanidad o posthumanidad; el único «período» o «estado» en el que, para bien y para mal, se podría hablar de «relaciones antropológicas». Esa «mesopotamia de la evolución» -entre la «inhumanidad» del hambre original y la del «consumo» capitalista, cierre categorial del hambre como modelo antisocial- yo la llamaba «neolítico», menos con la intención de definir en términos paleontológicos este «período» que recordando lo que para el historiador inglés Eric Hobsbawm constituye el «gran acontecimiento del siglo XX»: el fin -precisamente- del neolítico. Ese fin es el fin de la «condición humana», el umbral de la superación de la humanidad, el comienzo de la «obsolescencia del Hombre», por decirlo con Günther Anders. Estamos viviendo en un mundo virtualmente post-humano como consecuencia de la combinación de capitalismo y tecnología: de la presión brutal sobre los territorios y de la desterritorialización de los cuerpos y de las relaciones entre ellos. Puede que todo vaya a ser mucho mejor -tengo mis dudas- pero no será ya «antropológico».

Insisto en este nudo. Señalas que esa condición ha sido hoy casi rebasada por completo. ¿Por qué? ¿Por quiénes? ¿Cómo?

Podríamos decir que por el «capitalismo», a condición de recordar que el capitalismo no es un sujeto y mucho menos un demiurgo sino una «relación» que explota de manera conflictiva contenidos que ella misma no ha producido (los cuerpos, el patriarcado, el lenguaje mismo) y que introduce en el mundo nuevas «relaciones» que no controla por completo y que no son puramente «reproductivas». Este es el caso, por ejemplo, de la tecnología, que tiene su propia historia, vinculada a distintas luchas de clases, y cuyo avatar propiamente capitalista libera efectos antropológicos independientes del modo de producción del que han surgido. Quiero decir que, a la hora de analizar el «naufragio antropológico» actual, no basta con leer a Marx: hay que leer también a Polanyi, a Leroi-Gourhan, a Georgescu-Roegen, a Lewis Mumford, a Bernard Stiegler.

Te preguntaré sobre algunos de estos nombres en otra ocasión. Apuntas, sumándote a la prudencia de Wallerstein, que era posible aún la existencia de un marco político «relativamente» democrático y «relativamente» igualitario. ¿Por qué el «era posible»? ¿Ya no lo es? ¿Desde cuándo no?

No sin razón mi admirado amigo Jorge Riechmann…

¡Quién no admira y quiere a Jorge!

Claro, claro. Jorge me recordaba en una ocasión todos los horrores del «neolítico» (del patriarcado a la esclavitud). Pero esa «mesopotomia» -para dejar, en efecto, las periodizaciones más científicas y por lo tanto más discutibles- incluye también grandes descubrimientos -digamos- de doble uso, entre ellos la escritura y el derecho, cuyo potencial democratizador va a quedar, mucho me temo, en barbecho. Incluye también la «imaginación», gran invento «mesopotámico», que es la capacidad para «ponerse en el pellejo del otro» y cuidarlo -el del otro- como si fuera propio; un invento femenino o maternal que, a contrapelo y en las rendijas de la «historia como lucha de clases», en medio de las más atroces violencias, ha mantenido en pie, durante unos pocos miles de años, la civilización humana, y esto hasta el punto de que podríamos describir la actividad propiamente «mesopotámica», la propiamente «humana», a partir de esta hermosa y triste frase de la escritora inglesa A.S. Byatt: «A veces pienso que todo el mundo humano es una vasta reserva de cuidadores de otros cuidadores, que se mueven furtivamente entre una confusión de capitalistas, explotadores, amos y opresores que no podemos ver, y que odiamos automáticamente, pertenecientes a otra especie».

¡Qué hermosa y penetrante reflexión!

Lo es desde luego. El problema es que hemos llegado a un punto en el que el poder material, destructivo, de los opresores («esa otra especie») es tan grande que no sólo la razón: también la «imaginación», matriz de todos los cuidados, está amenazada. Es difícil pensar en la posibilidad de un nuevo «contrato social», que apoye un pie en el Derecho y otro en la Madre, en un mundo dominado por el hambre y en el que los más hambrientos (que no tienen hambre de pan sino de más territorios, más beneficios, más poder) someten al resto de la humanidad a un ininterrumpido chantaje armado: o nos dejáis destruirlo todo despacio o lo destruimos todo inmediatamente. En este contexto «despacio» es un alivio, casi un placer para las víctimas, pero en todo caso un alivio incompatible con la «política».

El ser humano, sostienes también, es una criatura anfibia, marcada por la conciencia de la finitud y por una laboriosísima lucha, infinita esta, contra ella. ¿Consciencia de la finitud, lucha no finita contra ella? ¿No hay aquí muchas paradojas? ¿Nos ayudas a disolverlas?

Bueno, es culpa mía si no me he hecho entender, porque esa «paradoja» no es más que la definición misma de la «cultura», tal y como entienden ese término, por ejemplo, Levi-Strauss o Eagleton: el trabajo interminable contra y desde la naturaleza. Ese trabajo es precisamente la «condición humana» y presupone dos cosas: la derrota parcial del trabajo, cuya potencia ha sido siempre limitada, y la victoria parcial de la naturaleza, sin cuya resistencia no puede constituirse «humanidad». La victoria total de la naturaleza sería algo así como el regreso a la «vida biológica»; pero la victoria total del «trabajo» entrañaría paradójicamente también la derrota del Hombre, una especie de suicidio por sobre-humanidad. El «trabajo interminable» -porque las fuerzas son limitadas- es esa «mesopotamia» de la que hablo. Hoy el peligro es claramente el de la derrota total de la naturaleza; y el de que la humanidad, por eso mismo, encerrada y «entontecida» en su propio poder, se convierta en pura «vida biológica» inmanente, la de un organismo «sin exterior» incapaz de ver siquiera los peligros que la acechan como «especie».

Si hay que definir al ser humano de alguna manera, sostienes en tu artículo con un prudente condicional, habrá que hacerlo como una criatura limitada y obsesionada con los límites. Añades además: obsesionada con la búsqueda de límites, «lo que llamamos ciencia». ¿Es eso la ciencia para ti, la búsqueda de límites? ¿Una búsqueda ilimitada, sin término que diría sir Karl, de nuestros límites?

Lo cierto es que su labor consiste en encontrarlos. Tropieza con ellos todo el rato. Es verdad que la ciencia es ahora -casi solamente- una «fuerza productiva» del capitalismo y, en este sentido, opera más bien como fuerza destituyente, pero no puede hacerlo sin invocar la misma idea de límite, incluso en términos éticos. En todo caso, con la modestia de quien ha pensado poco sobre la ciencia misma, me gustaría parafrasear una frase de Rafael Barrett, el escritor anarquista hispano-paraguayo muerto en 1910. Diría entonces que la ciencia es una «frontera»: es el límite inteligente de la naturaleza y el límite material de nuestra inteligencia. Una «mesopotamia», una vez más, que ciñe bien, por otra parte, lo que queremos decir cuando hablamos de «materialismo».

En contraposición, sostienes, lo que caracteriza al capitalismo y a su tecnología ancilar «es justamente la rebelión contra los límites». ¿A todo tipo de capitalismo? ¿A todo tipo de tecnología?

No creo que haya diferentes tipos de capitalismo. Ojalá los hubiera, porque eso nos permitiría ser «reformistas», que es la aspiración natural de toda persona sensata, de toda persona cansada. Lo que caracteriza al capitalismo es que puede utilizar toda clase de procedimientos (eso sí) mientras no escapen a su definición misma, y esa definición le exige utilizar sólo aquellos procedimientos que garanticen su reproducción ampliada, lo que a su vez implica la in-diferencia frente a (y la superación de) todos los límites. Podemos decir que hay distintos tipos de movimiento, pero no podemos decir que uno de los tipos de movimiento es la inmovilidad. El capitalismo -precisamente- no puede pararse; ni siquiera frenar su marcha (ese freno es lo que llamamos «crisis»). Hay distintos procedimientos de reproducción del capitalismo, pero ninguno compatible con la conservación de la naturaleza, el derecho, la democracia, los cuidados recíprocos, las «relaciones antropológicas», todos esos procedimientos que yo asocio a la «mesopotamia humana». Por eso, el momento revolucionario es inexcusable; es la condición sine qua non de una futura sociedad reformable (pues no cabe imaginar una sociedad humana que no requiera siempre reformas). En cuanto a la tecnología, es un error pensarla en términos de neutralidad o ambigüedad, como si la pudieran usar indistintamente, para bien o para mal, los buenos y los malos; como es un error pensarla sólo a modo de una existencia putativa o subsidiaria, agotada en la reproducción del capitalismo. La tecnología está también -o sobre todo- al servicio de sí misma; quiero decir que muchos de sus efectos no pueden describirse como «funciones» sino como marcos de percepción (y de comportamiento) y como condición y exigencia de nuevas tecnologías; es decir, como «relaciones sociales» y «estructuras materiales», a igual título que las «relaciones de producción» o las «relaciones edípicas». No hay un uso no-capitalista del automóvil privado, como bien recordaba Manuel Sacristán, y no puede haber, desde luego, un uso comunista o democrático de la bomba atómica, pero al mismo tiempo es muy difícil -muy difícil- retroceder respecto de los marcos de comportamiento (y conocimiento) introducidos por esas tecnologías, por lo que se podría decir que hay obstáculos tecnológicos -y no sólo capitalistas- en el camino del comunismo. En cuanto a las llamadas tecnologías de la comunicación, falta también una reflexión crítica desde la izquierda. Muchas veces he llamado la atención, por ejemplo, sobre el carácter «orgánico» de la red, frente a la cual tenemos tanta libertad como frente a nuestro riñón derecho o nuestro hígado. Pero basta pensar en el derrumbe de ciertas categorías espaciales fundamentales para la orientación física y política. Cuando viajamos por internet, ¿estamos saliendo o entrando? Que no podamos ya distinguir «dentro» y «fuera», ¿es funcional para el capitalismo? ¿Es bueno para la revolución? Lo que es innegable es que representa un tournant antropológico cuya autonomía estamos obligados a reconocer y analizar, por así decirlo, al margen de la lucha de clases.

¿De dónde y por qué esa tradición de izquierdas, de la que también hablas, fascinada por el desarrollo de las fuerzas productivas? ¿Cómo irrumpió ese deslumbramiento?

Podrías explicarlo mucho mejor que yo, Salvador, pero me atrevo a pensar que no discreparás si digo que esa tradición comienza con el propio Marx, quien interpreta la historia de la lucha de clases como historia también del «desarrollo de las fuerzas productivas», y ello en una clave -digamos- «progresista», propia de su época, que impone casi un esquema mitológico de liberación del proletariado y, en consecuencia, de la humanidad en su conjunto. La contradicción fuerzas productivas/ relaciones de producción acabará encajando en una «ley» del cambio histórico (que está y no está en Marx) que, como explica Isaac Joshua, confunde «condición» y «necesidad» y acepta como indefectible la sucesión de relaciones de producción cada vez más «elevadas» a partir del simple desarrollo de las fuerzas productivas, sucesión mecánica cuyo colofón natural es el comunismo. El marxismo nació en plena revolución industrial, en la ola del optimismo positivista, y este esquema subrayaba la fuerza (y la conciencia) del proletariado naciente: el capitalismo producía a sus propios sepultureros, que tenían la convicción -en expresión de Bemjamin- «de estar nadando a favor de la corriente». La insistencia en el desarrollo de las fuerzas productivas introduce, a mi juicio, dos elementos muy perturbadores y negativos en cierta tradición marxista, cuya máxima expresión es la Unión Soviética de Stalin. El primero es el desprecio por la política y por la democracia. El segundo, más grave aún porque es causa del primero, la identificación de la «liberación» con un «productivismo» malentendido, remedo del capitalismo, que acaba provocando (como lo demuestra Chernobyl) los mismos efectos catastróficos. Una crítica al marxismo histórico desde el ecologismo de izquierdas es más necesaria que nunca. Manuel Sacristán fue uno de los pioneros en ese campo -desde el propio marxismo- y sin duda la lectura de Fernández Durán, Jorge Riechmann o de nuestra queridísima compañera Yayo Herrero es indispensable para trazar un nuevo cuadro, realista y democrático, de las condiciones materiales de la liberación humana.

El capitalismo, vuelvo a citarte, es una hybris, no individual sino estructural, una tiranía «que se rebela sin interrupción contra los tres límites que, frente a ella, deberíamos conservar y defender como condición de todo contrato social: la tierra, los cuerpos y la ley». ¿No hay aquí posible reforma, prudente modificación? ¿Es consustancial al capitalismo esta hybris suicida?

Poco puedo añadir a mi respuesta de hace un momento. Esta hybris no es un exceso escondido o sujeto a interpretación. Basta ver los criterios con los que se elabora el PIB de un país o la alarma que genera el descenso de las tasas de «crecimiento». O -en términos más banales y periodísticos- la angustia con que se anuncia, con igual horror y al mismo tiempo, el aumento de la contaminación y el descenso en la venta de automóviles. Todas las decisiones que pueden tomarse en este marco económico están determinadas por la conciencia paradójica de esta trampa mortal: si no se crece más de lo razonable, sobreexplotando recursos y seres humanos y produciendo paro, pobreza y hambre, sobreviene una crisis, lo que lleva a un aumento del paro, la pobreza y el hambre. Yo creo que hay una conciencia agudísima por parte de los políticos y de los gestores de la economía mundial de que el margen de movilidad dentro del sistema es cada vez menor, salvo en lo que atañe a la posibilidad de poner a cubierto la propia fortuna personal: en este sentido, las crisis borran la frontera, nunca demasiado marcada, entre capitalismo y mafia. Es probable que el «estadio superior» del capitalismo (y del socialismo) sea la mafia y que acabemos echando de menos por igual Wall Street y la Unión Soviética. Lo que está claro es que en estos momentos ya no es sólo un problema de explotación y miseria -que no dejan de crecer, como anunciaba Marx en El Manifiesto- sino justamente de los límites impuestos al crecimiento por la propia «redondez» de la tierra. Dentro del capitalismo, el crecimiento nos mata; el no-crecimiento nos mata también. El momento revolucionario, como decía, es insoslayable. Lo que, en cualquier caso, tampoco sabemos muy bien qué quiere decir, pues no tenemos aún ni los medios ni el programa alternativo.

No es posible pensar, afirmas, la mercantilización general ni la explotación ilimitada del trabajo humano, con sus «regresos» legales, éticos y sociales, «sin este «progreso» tecnológico desencadenado que ha ido penetrando, como un quiste, todos los aspectos de la vida individual y colectiva». El socialismo, o como prefieras llamarlo del siglo XXI o del siglo XXII, ¿debe renunciar entonces a ese progreso tecnológico? ¿Debemos entonces ser ludistas? ¿Esa es la base de nuestra racionalidad antropológica y social?

No podremos renunciar a él porque, como he dicho más arriba, esos marcos de comportamiento y de conocimiento son en algún sentido irreversibles. Lo son además porque para satisfacer las necesidades básicas de 7.000 millones de personas habrá que aceptar -racionalizando lo más posible- una división del trabajo muy tecnologizada. El ludismo es muy lúcido, pero ni es viable ni es ya justo. En definitiva, habrá que aceptar un cierto grado de «opresión» y «alienación» tecnológicas. Pero habrá que llamarlas así, «opresión» y «alienación», sin hacerse ilusiones, ni de emancipación a través de la máquina ni de transparencia ludista, y habrá que tratar de mitigar sus efectos (haciendo menos opaca y más colectiva la gestión de los centros de producción) y de liberar grandes franjas horarias para un ocio no proletarizado.

A lo largo de la historia, señalas en tu texto, los seres humanos han conocido sociedades sin petróleo, sin hierro o sin escritura. Por primera vez «estamos a punto de vivir en una sociedad sin cosas». Sin ellas, añades, «la victoria capitalista sobre el tiempo coincide con el tiempo mismo y con su duración sin costuras, como en la entraña de un reloj o de una lombriz». ¿Vivir en una sociedad sin cosas? ¿Cómo será posible? ¿Qué tipo de victoria capitalista sobre el tiempo estás señalando-criticando?

Me refiero al hecho de que la explotación intensiva del tiempo en la producción tiene su paralelo necesario en la aceleración del consumo y por lo tanto en la licuefacción de las mercancías -que son «mercancías» y no «cosas» precisamente por eso. Podría no ser tan grave aceptar un cierto grado de opresión y alienación fabril -digamos- si luego recuperásemos las cosas en el uso. Pero esa aceleración mercantil implica la solubilidad de la duración -de la consistencia misma de las cosas- en un flujo temporal, en una papilla cronológica sin apenas grumos. Siguiendo a Stiegler -a partir de una reflexión de Husserl- es lo que he descrito en otros sitios como la transformación de los objetos espaciales en objetos temporales: las sillas, las mesas, las lavadoras, los coches, los cuerpos en general se convierten en notas musicales o en fotogramas. Duran tan poco que apenas si podemos apropiarnos de ellos con la mirada. Algunas veces he parafraseado en broma a Heráclito diciendo que «hoy nadie puede sentarse dos veces en la misma silla». Por eso he escrito también que sólo los pobres tienen cosas, sólo los pobres tienen cuerpo, sólo los pobres tienen realmente biografía. La victoria sobre el tiempo es la victoria del tiempo. Somos, como decía Anders, hombres-sin-mundo: puro tiempo comercializado.

Un comentario de texto sobre tu propio texto: «lo que no se puede mirar se convierte en imagen; acelerar el mundo es desentendernos de él». ¿Por qué? ¿No es eso lo que implica el carpe diem, el disfrutar, el goce? ¿No deberíamos ser epicúreos?

Ojalá fuéramos epicúreos sentados en un jardín mirando el mundo y reflexionando sobre él. Pero como te decía hace un instante somos velocísimos flujos temporales disueltos en un ocio proletarizado. Esta es un poco la idea del filósofo francés Bernard Stiegler: la de que el capitalismo, tras proletarizar la producción, ha proletarizado también el ocio a través de esa fusión entre el tiempo y la tecnología que «conecta» los flujos de conciencia a soportes tecnológicos de distracción pasiva. No somos dueños de nuestras fuentes de placer como no somos dueños de nuestros medios de producción. Nada de eso tiene que ver con el carpe diem, con el disfrute del presente, porque ahí no hay nadie, no hay nada propiamente presente: ni el sujeto ni el objeto de la experiencia. Sólo -digamos- la «conexión» vacía.

Los seres humanos, te cito de nuevo, somos también cosas, como los vasos y el papel. ¿Pero no es eso una apología encubierta de la cosificación? ¿Pero no se trataba de luchar contra esa forma de alienación tan propia de la civilización del Capital?

Encubierta no. Estoy completamente a favor de la coagulación del «trabajo vivo», completamente a favor de la transformación de la energía en «cosas»; es decir, de la cosificación. Puede parecer muy burgués tener una cuchara y una escudilla o muy peligroso dejarse engañar por la potencia anestésica de una silla. Pero sólo los antiguos místicos cristianos que huían al desierto han despreciado tanto el mundo como el mercado. Bueno, también algunos marxistas más sensibles al lenguaje metafísico del Marx de los Manuscritos del 44 (donde de algún modo se describe justamente la «cosa» como fuente irreductible de alienación, lo que sin duda es) que al Marx sociológico de El Capital, cuya atención se centra en el «fetichismo». Toda cosificación es engaño, pero no hay sociedad sin cosas y, por tanto, no hay sociedades sin engaño. Pero hay muchas clases de engaño y es el fetichismo, que enmascara relaciones de explotación entre seres humanos, lo que hay que combatir. Dejarse engañar por una mesa bien provista de alimentos o por una bombilla encendida o por una camisa blanca es -seguro que Chesterton estaría de acuerdo conmigo- salud mental.

Si el Derecho, sostienes, tiene una raíz en la razón y otra en la atención, la primera no tiene sexo; la segunda es históricamente femenina. ¿El derecho tiene su raíz en la razón… o en la fuerza? ¿En la atención también? ¿Por qué es femenina esta segunda característica?

La atención y los cuidados son femeninos -muy probablemente- porque los hombres las han puesto, mediante la fuerza (al menos «en su raíz»), en una situación en la que sin su atención y sin sus cuidados no habría reproducción material de la sociedad. El amor nace de ahí, de esa atención y esos cuidados -digamos- «forzados», los cuales vuelven valiosos los cuerpos. Yo no desdeñaría ni las hormonas ni el embarazo -el carácter físico de la maternidad- pero podemos decir, en todo caso, que la Madre es también un proceso de precipitación histórica -como se habla de una precipitación química- definido por este esfuerzo de valorización atenta de los cuerpos. Es más fácil ser razonables (aunque no es tan frecuente), pero todos podemos ser también Madres. Podemos desconectar la maternidad -como atención y cuidados- de la violencia del parto y de la violencia del patriarcado. ¿Podemos hacer lo mismo con el Derecho? Bueno, yo creo que a veces nos dejamos deslumbrar -ofuscar- por esa verdad de perogrullo según la cual -decía Walter Benjamin- «todo derecho es fundado o conservado por la fuerza». Es cierto. Porque la fuerza -allí donde los cuerpos son frágiles-, si es suficiente y no se la detiene, puede destruir cualquier cosa, incluso todo. Pero yo no veo ningún problema en que el derecho sea «en su raíz» fuerza o en que reclame una fuerza su conservación. El problema es -primero- que sea realmente derecho y -segundo- que tengamos suficiente fuerza para conservarlo (o para que no se convierta en instrumento de un lobby, una mafia o una secta). Esa fuerza contra la fuerza sólo puede ser la de un «pueblo virtualmente en armas» cristalizado en una institución estable -yo la llamaría Estado- que garantice, contra los lobbys, las mafias y las sectas, que no se convertirá en papel mojado o, peor, en abrelatas de los poderosos. Por eso hace falta una revolución. Pero mientras se hace y no se hace, o incluso para poder hacerla, es bueno que el derecho, campo de batalla en el que han muerto tantos seres humanos, nos recuerde por qué estamos luchando, qué queremos, de dónde sacan la legitimidad -instrumento fundamental en el combate- los pueblos, los trabajadores, los ciudadanos. Siempre me parece muy recomendable le lectura que, en este sentido, hacen de Marx nuestros amigos Carlos Fernández Liria y Luis Alegre.

La conciencia puede hacer poco, afirmas también, contra un dispositivo material destituyente. ¿Qué tenemos aparte de la consciencia? ¿La organización, la lucha, la oposición, la rebeldía, la generación creativa de nuevos dispositivos constituyentes?

Tenemos -dice Christian Raimo- «un leninismo sin revolución». ¿O será, al contrario, una revolución sin leninismo? El hecho de que me preguntes, Salvador, puede inducir la ilusión de que tengo más respuestas que tú, cuando es exactamente lo contrario. No sé. Conocemos muy bien al enemigo, pero muy mal nuestros propios recursos, que gestionamos sin duda mucho peor que los capitalistas los suyos. En todo caso, lo que demuestran los -por otra parte- muy esperanzadores movimientos populares de los últimos años (de las revoluciones árabes al 15-M, de Occupy Wall Street a las protestas turcas) es que hay mucho más malestar que conciencia y mucha más conciencia que organización. La expresión de este malestar ha sido tan inesperada como explosiva y además relativamente juiciosa, lo que revela la incapacidad de ese «dispositivo destituyente» para «formatear» completamente la memoria de las resistencias y desenraizar al «hombre común» chestertoniano. Pero esa expresión expresa no sólo malestar contra el capitalismo sino también contra todos los marcos de legitimidad política, tanto el de los vencedores como el de los perdedores, incluidos por supuesto los de los comunistas y los de las izquierdas en general. Creo que lo mejor que le puede pasar a la izquierda en estos momentos -lo más de izquierda que puede pasar- es que se vea obligada a participar en movimientos que no dirige ella, de los que no puede convertirse en «vanguardia», pero en los que hace sin duda mucha falta. Seguir siendo «minoría» pero a la intemperie, lejos de sus capillas cerradas autocomplacientes, en medio de la gente, donde pueda contagiarse de realidad y, al mismo tiempo, contagiar discurso. No sé muy bien qué quiere decir esto, pero tengo la impresión de que si Lenin estuviese vivo, para poder ser Lenin, sería hoy antileninista.

La aceleración es tecnológica, no sólo económica, afirmas igualmente, y añades: «si la humanidad puede perfectamente retroceder en sus derechos, no puede renunciar en cambio a lo que ya ha producido y a lo que ya sabe». Completas la idea con una paradoja excelente, «extensible al conjunto de nuestra ciencia aplicada», que hace estallar mi mente: «para borrar el conocimiento de cómo se fabrica una bomba atómica -artefacto del que no hay un posible uso ecologista o comunista- habría que arrojar una bomba atómica». Tenemos, concluyes, que cargar, nos guste o no, «con la tecnología actual y con su aceleración temporal, que ha dislocado o, mejor, discroniado a la humanidad fuera de los cuerpos». ¿Cómo entonces? ¿Cómo cargamos con drones, con armamento atómico, con centrales nucleares, con trasgénicos, con fracking y con el resto de alocados disparates tecnológicos? ¿Por qué no podemos renunciar a todos estos artefactos de muerte?

Es que renunciar es un término que evoca heroísmo y voluntad o, al menos, racionalidad consensuada. No hay que hacerse muchas ilusiones. No, no podremos renunciar a ellos; habrá que hacer una cosa mucho más fea, que introduce siempre una dimensión incómoda y dudosa: habrá que reprimirlos. No será fácil. Digamos que -en ese otro mundo posible- las zonas necrosadas, no-comunistas, serán tantas y tan correosas que hay algo frívolo y casi irresponsable en seguir imaginando la «extinción» del Estado. Contra la inhumanidad se puede luchar, contra la posthumanidad no tanto. Por eso me uno a la prudencia del muy viejo y muy sabio Wallerstein: se trata de alcanzar un estado de «relativa» igualdad y de «relativa» democracia. Lo que no será poco, teniendo en cuenta dónde nos encontramos ahora.

¿No hay ninguna esperanza?, preguntas finalmente. Respondes: Sí, existe una. «Del fondo de esa mesopotamia superada o interrumpida por el acelerón temporal surge la vieja, chapucera y maternal solidaridad, ahora sin sexo, ésta sí antiburguesa, para recordarnos que lo único que puede salvarnos es que seguimos siendo muy pequeños». La solidaridad y nuestra consciencia de finitud, de seres limitados, pequeños, nada del übermensch. ¿De esto se trata?

Sí, pero a condición de recordar que no se trata de voluntarismo y bondad individual sino también de un «dispositivo», un dispositivo material constituyente que lleva introduciendo «valor corporal» y, por lo tanto, valor civilizacional desde mucho antes que el capitalismo existiera. A fuerza de reivindicar justamente independencia (contra el colonizador, contra el marido, contra el sacerdote) hemos casi olvidado la potencia resistente que contiene la dependencia, inscrita de manera insuperable en nuestra condición sublunar. La condición posthumana no se impondrá nunca mientras tengamos que seguir confiando en otro para cumplir un año; mientras tengamos -es decir- un cuerpo. «Cuidadores que cuidan a otros cuidadores»: eso es en realidad el socialismo, cuyo embrión han conservado las mujeres en cada guerra y cada terremoto, en las costuras de la historia. Una fórmula muy simple y conocida, ya puesta a prueba con éxito, pero que nunca será un sistema de «fraternidad republicana» (por evocar al maestro Domènech) mientras no acabemos con la «otra especie», la de los opresores. Por eso hace falta una revolución, una revolución que no secará todas las fuentes de opresión y de alienación, pero que nos permitirá ser -por fin- algunas veces reformistas y casi siempre conservadores.

Me alegra que cites el gran libro del maestro y amigo Antoni Domènech. ¿Quieres añadir algo más?

Sólo darte las gracias, Salvador, no sólo por haberme exigido tanto en esta entrevista sino por todo tu trabajo, verdaderamente imprescindible para nuestra izquierda.

Gracias, muchas gracias, querido Santi… ¡Enrojezco por momentos y te copio ahora mismo en el cuaderno «Tesoros de amigos»! ¡Y se lo enseño a mi hijo Daniel por supuesto!


 

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia).


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.