Tratando de dar un poco de luz a los oscuros hechos del Palacio de Justicia elaboro el presente informe que, aunque resumido, pretende dejar en claro los mal intencionados comentarios que a nivel nacional e internacional suscitaron la conducta y moral de quienes participamos directamente en el Operativo. Seguramente es un episodio que, por lo […]
Tratando de dar un poco de luz a los oscuros hechos del Palacio de Justicia elaboro el presente informe que, aunque resumido, pretende dejar en claro los mal intencionados comentarios que a nivel nacional e internacional suscitaron la conducta y moral de quienes participamos directamente en el Operativo.
Seguramente es un episodio que, por lo doloroso, nadie quiera recordar. Sin embargo, para mí sigue siendo muy importante dejar constancia: primero, del heroísmo de los compañeros, heroísmo que rebasó todos los límites; segundo, la posición de Almarales[i] frente a los civiles a quienes protegió y respetó en todo momento; tercero, la irracionalidad de las FFAA arremetiendo sin discriminación contra cualquier indicio de vida dentro del recinto y el irrespeto de los mismos frente a las súplicas de los civiles; por último, el deber moral con mis compañeros de hacer que sus familiares conozcan los hechos y la tranquilidad con que ofrendaron sus vidas en cumplimiento del deber.
Existe un sinnúmero de situaciones militares y humanas desde el momento que me enteré del Operativo más grande concebido hasta el momento por la Organización, que pasaré por alto, no porque no tengan valor o significado sino porque no considero que sea el momento preciso para extenderme tanto.
Antes de comenzar, quiero rendir un homenaje a todos y cada uno de los compañeros y civiles, vivos o muertos, que afrontaron esas 28 horas con altura, dignidad, heroísmo y valor ilimitados.
Corría el mes de junio cuando por una conversación con Lucho[ii] y Memo[iii] me enteré de una acción muy grande que bien podía definir el futuro de la Nación. Para dicha acción – supuestamente- se necesitaba de gran cantidad de material humano y bélico.
Algún tiempo después fue el mismo Lucho quien me comentó que él sería el Comandante del Operativo. Conversamos sobre mi experiencia y conocimientos en comunicaciones. Casi gritaba de alegría cuando me preguntó si me gustaría participar en el Comando, ofreciéndome dos alternativas: la primera, encargarme de las comunicaciones al exterior del objetivo para lo cual me instalaría con el equipo necesario en una oficina compartimentada; la segunda sería haciendo comunicaciones también, pero dentro del objetivo, participando directamente en el Operativo. Sin pensarlo dos veces escogí la segunda opción que me daría la oportunidad de estar directamente en la acción, además que me permitiría compartir con Memo minuto a minuto la satisfacción del triunfo.
Ese mismo día Lucho nos dejó a Memo y a mí la tarea de conseguir un apartamento para que viviéramos y se pudiera, al mismo tiempo, reunir allí el Estado Mayor del Operativo.
Después de unos días conseguimos un apartamento amoblado que reunía los requisitos mínimos (situado éste en la calle 68 con carreras 12 y 13, junto a una estación de Policía). A partir de entonces todo fue carreras, agites, desvelos y citas: el Estado Mayor reuniéndose continuamente y solucionando problemas de dinero, personal, materiales e imprevistos; los combatientes en las tareas asignadas a cada uno.
«Patricia»[iv] y yo nos encerramos días enteros trabajando en comunicaciones con la presión continua de Lucho y «Aldo» (Jacquin)[v] para que termináramos antes de una semana (en ese entonces se calculaba el mes de octubre para llevar a efecto la Operación). En lo que podía darme cuenta sabía que era física y materialmente imposible realizarla por esos días.
En ese apartamento vivimos exactamente dos semanas pues tuvimos que dejarlo por una emergencia de seguridad, casualmente la noche anterior a que la radio anunciara el descubrimiento de un plan del M-19 para tomarse el Palacio de Justicia. Siguieron dos o tres días más de emergencia por cuanto Lucho se nos desapareció llegando a creer que efectivamente había caído en manos del enemigo ya que se hablaba de planos que únicamente él mantuvo en su poder todo el tiempo.
Los compañeros de la estructura de Propaganda nos ofrecieron a Memo y a mí un apartamento en el centro de Bogotá, que de haber sabido que estaba tan quemado no hubiéramos aceptado, ya que llevábamos con nosotros una maleta con material bélico que teníamos que dejar allí cada vez que salíamos, además de que por conocer detalles del Operativo en ese momento éramos una «bomba de tiempo». De allí salimos el día anterior al atentado a Samudio Molina para una casa que Lucho nos consiguió de emergencia, con la tarea prioritaria de alquilar la casa de concentración para el personal que participaríamos.
En la casa que conseguimos figuró como arrendatario Memo, bajo el nombre de Jesús B. Hortúa pero con fiadores de una oficina donde dejamos como referencia los nombres de dos personas amigas mías que no tenían ni idea de mi militancia en la Organización. En esa casa compartimos los primeros días 16 personas, al final completábamos unas 24.
El 5 de noviembre en la noche nos encontramos reunidos allí todos los compañeros que conformaríamos la compañía Iván Marino Ospina, a excepción de «Abrahám»[vi], «Natalia»[vii], «Pilar»[viii], «Mariana» (Irma Franco), entre los que recuerde.
La expresión de asombro y alegría de todos los compañeros era colectiva e iba en aumento con las explicaciones de Lucho, quien se limitó a instruirnos sobre la parte política y el por qué de los nombres de la «Compañía Iván Marino Ospina» para la «Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre». Recuerdo muy bien que cuando entré a la reunión con otro compañero al que había acompañado a hacer una diligencia, Lucho decía que se trataba de una toma donde los civiles no tenían calidad de rehenes y que luego de pasado el momento del asalto deberían ser tratados con toda consideración y respeto. Luego le correspondió el turno a «Aldo», quien nos explicó sobre el plano y gráficas de Palacio el plan militar, dividido fundamentalmente en cuatro flancos:
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Flanco Sur (entrada principal), al mando de «Lázaro»[ix]
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Flanco Norte (Biblioteca), al mando de «Aldo»
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Flanco Nor-oriental (Sala de Magistrados y azotea), al mando de «Pacho»[x]
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Sótano, al mando de «Chucho»[xi]
«Aldo» nos distribuyó las posiciones de cada uno aclarando que el orden de entrada era diferente y que las posiciones correspondientes las tomaríamos cuando recibiéramos la orden de cada mando. Ahí se me anunció que aparte de las comunicaciones me correspondía trabajar con Almarales en la Sala de Magistrados.
Esa madrugada Memo nos comunicó unos cambios de última hora donde Almarales y yo, por ejemplo, que deberíamos ir en el vehículo del Grueso, fuimos trasladados al de la Retaguardia. A eso de las 01:00 hrs. del día 6, Lucho salió con el personal del grupo de choque que se encontraba en la reunión, regresando de nuevo alas 09:00 hrs. Esa mañana también estuvo en la casa «Lázaro», seguramente ultimando detalles para la entrada al Palacio, que debería hacerse simultáneamente por la puerta principal y con los tres vehículos que entrarían por los parqueaderos del sótano. Esa misma mañana la compañera «Paula»[xii], que iba haciendo las veces de periodista, tomó las fotos que todo el mundo conoce y que el general Vega Uribe dijo haber encontrado en el allanamiento a la casa junto con los documentos del plan.
Todos los documentos, así como el rollo de las fotografías los llevaba Lucho en el maletín ejecutivo que nunca soltó. Es más, personalmente revisé toda la casa: levanté colchones, revisé closets, pisos y todos los rincones de la casa en busca de papeles que pudieran comprometer a cualquier persona ajena a la Organización. Recogí absolutamente todos los papeles que encontré y los quemé en la cocina. Las cajas de municiones y algunos otros empaques comprometedores los llevé al patio del primer piso y los puse en una hoguera que quedó consumiéndose en el momento que salimos de la casa. En buenas condiciones quedaron algunos libros y materiales para obras ingenieras. El ascenso a los vehículos se hizo en el mismo orden que se nos dio:
En el carro de la Vanguardia, al mando de Memo, iban «Andrés» (conocido como «Miguel» en la Fuerza Militar del sur), «Pedro» (compañero de la Fuerza Militar del sur), «Nohora» (también de la Fuerza Militar del sur y compañera de «Fabio»), «William» (hermano de «Salvador» Erazo) y «Marcela» (compañera de «Bernardo»).[xiii]
En el vehículo del Grueso, junto con Lucho iban: «Patricia», «Fabio», «Paula», «Violeta» (la enfermera), «Adán» y otros compañeros que por mis cuentas completaban cuatro más.[xiv] En ese vehículo iban todos los medios ingenieros, material bélico, de comunicaciones, sanidad e intendencia. Casi me atrevería a afirmar que el maletín de Lucho con los documentos y la película de fotografías quedaron en este carro en el momento del descenso en el sótano.
En el camión que habíamos comprado días antes y que hacía las veces de Retaguardia, íbamos: en la cabina, «Pacho» y «César», y en la parte de atrás, Almarales, «Bernardo», «Sebastián», «Jorge», «Carlos» (aparece como «Mono» en los informes leídos en los periódicos), «Miguel» (figura como Profe), «Esteban» (el panameño) y yo.[xv]
En ese orden ingresamos al sótano del Palacio. El camión de la Retaguardia entró forzado pues las varillas de la carrocería daban contra el techo. Debieron pasar unos pocos segundos desde la entrada por la carrera octava (sótano) hasta el frente de las escaleras donde nos parqueamos, cuando la carpa fue atravesada por ráfagas que provenían del sector suroriental del parqueadero. Por fortuna, momentos antes de la entrada, le había insinuado a los compañeros que nos tendiéramos en el piso de la carrocería; de lo contrario hubiéramos podido haber muerto todos ante el ataque sorpresivo. El abaleo duró unos segundos y cuando sólo se escuchaban disparos esporádicos comenzamos a descender del camión. Bajé detrás de Almarales para no perder el puesto que se me había asignado. Cuando di vuelta al camión para tomar las escaleras me encontré con el cuerpo de unos compañeros sin vida que permanecían boca- abajo con el fusil debajo del cuerpo. Traté de averiguar de quién se trataba y darle la vuelta para recoger el fusil, pero al levantar la vista me di cuenta que estaba sola. Entonces subí a toda carrera las escaleras hasta el descanso del primer piso.
Allí me parapeté junto con «César» que estaba herido en una pierna a la altura de la pantorrilla; «Sebastián», herido a la altura de la rodilla; «Pacho», con una herida en la espalda a la altura dela cintura y «Bernardo», único ileso del grupo junto conmigo.
«Pacho» y «Bernardo» respondían desde un gran marco del primer piso al fuego concentrado de dos franco-tiradores ubicados en los edificios del frente del Palacio por la carrera octava. No podía haber pasado desde el momento de la entrada hasta ese instante más de un minuto. Los dos franco-tiradores nos concentraron el fuego al punto que las escaleras y el piso quedaron tapizados de munición 7.65. Estando ahí nos enteramos que el compañero muerto en el sótano era «Jorge».
Pasada una hora aproximadamente, los compañeros heridos y yo pudimos subir a los pisos superiores donde me encontré con Almarales, «Carlos» (a quien le volaron la palma de la mano derecha) y «Esteban» (herido en un brazo). Aclaro que los cinco compañeros, todos, quedaron heridos en el sótano. En esas condiciones, de los diez que ocupábamos la posición de Retaguardia, sólo quedamos ilesos Almarales, «Bernardo», «Miguel» y yo.
Me di a la tarea de aplicar torniquetes a los heridos y limpiarles las heridas mientras que «Pacho», «Bernardo» y «Sebastián» contenían al enemigo impidiéndoles el acceso al ala occidental donde nos encontrábamos. Mientras tanto, «Miguel» ganó el cuarto piso impidiendo hasta el último momento que el enemigo entrara por la azotea.
Mientras cubría posiciones, «Bernardo» traía hasta el tercer piso equipos y material bélico que sacaba del vehículo del Grueso. Entre otras cosas, un equipo con medicinas que posteriormente nos sirvió para atender a los heridos.
En uno de mis sube-y-baja encontré a «Esteban» desesperado por el dolor. Con máximo cuidado le quité la camisa del uniforme, encontrándole el brazo completamente floreado por un tiro explosivo. Allí me comentó que estaba preocupado porque los dos compañeros con quienes le correspondía alcanzar la azotea («Levi» y «Laura») no llegaban y que en esas condiciones en que se encontraba le era imposible cumplir la tarea. Fui hasta donde se encontraba Almarales para comentarle la situación pero definitivamente teníamos que confiar en «Miguel» para que por lo menos no permitiera el acceso del enemigo por el lado de la azotea que él cubría.
Desde muy temprano nos vimos atacados con gases de toda clase que en ningún momento fueron suspendidos. Me había instalado con el radio, el walkie-talkie y el equipo de medicinas en un cuartico anexo al baño ubicado entre el tercer y cuarto pisos, pero más tarde recibí la orden de concentrarme en ese mismo baño junto con los heridos y el personal civil. En las horas de la tarde llegaron a ese mismo baño «Natalia» y «Mariana» con otro grupo de civiles. En esta forma nos encontramos reunidas unas 50 personas aproximadamente. Estas dos compañeras no supieron qué había pasado con el compañero encargado de cambiarles las armas cortas con que ingresaron de civil al Palacio por las automáticas. El compañero encargado de esta tarea ingresó al Palacio en el vehículo del Grueso.
Como los gases emergían por sifones y lavamanos, improvisamos pañuelos con prendas de vestir, que le pasamos a los civiles mientras que nosotros usamos las gafas y máscaras antigases que llevábamos en los equipos. Por «Andrés» supimos que hasta más o menos las 16:00 hrs. la gente del sótano se encontraba bien. «Andrés», segundo al mando en el sótano, nos subía dos cajas que contenían explosivos. Más tarde, ya entrada la noche, me encontré con «Pedro» (tercero al mando en el sótano) quien me comentó que Memo les había dado la orden de subir a los pisos posteriores pues los tanques del enemigo habían entrado por el sótano debido a que las minas que colocaron a la entrada para volarlos, no les funcionaron. Del grupo de Memo (seis en total) cinco se fueron para el lado donde se encontraba Lucho y solamente «Pedro» quedó con nosotros reforzando principalmente a «Miguel» en el último piso. Después de esto jamás tuvimos comunicación con ningún compañero de otras posiciones pues con los únicos que no habíamos quedado aislados fue con los del sótano.
Cada vez que escuchaba los helicópteros sobrevolando el edificio y las explosiones producidas por el enemigo que trataba de entrar volando la puerta de hierro que comunicaba con la azotea, me daba más cuenta que el papel que cumplió «Miguel» sobrepasó los límites del heroísmo. Con el incendio, todos los que nos encontrábamos en el baño debimos pensar que nos moríamos. La puerta hubo que cerrarla porque con el sólo hecho de abrirla tan sólo por momentos daba la sensación de que el calor nos quemaba. Con los gases que no cesaban ni un momento y la falta de oxígeno, los compañeros heridos perdieron el conocimiento y algunos otros civiles igualmente. Yo misma, cuando intentaba auxiliar a alguien, me caía sobre las personas que permanecían sentadas o acostadas en el piso, unas sobre otras.
Hubo un momento en que «Bernardo» golpeó a la puerta para decirme que fuera a reforzar una posición en el último piso. Era tanta mi debilidad que pensé que en cualquier posición que me ubicara afuera, seguramente perdería el sentido permitiendo que el enemigo me matara y lograra entrar. Semi-inconsciente le dije a «Bernardo» que no me sentía capacitada. Al ver la situación, Almarales, a quien le constaban los esfuerzos que estaba realizando todo el tiempo para hacer guardia en la puerta, atender a los heridos y auxiliar a los civiles, ordenó que saliera «Natalia» en mi lugar. Pasados unos cinco minutos «Natalia» regresó atacada de fuertes calambres siendo atendida por el personal civil.
El doctor Gaona Cruz me colaboró todo el tiempo con el walkie-talkie, haciendo llamados angustiosos: se identificaba primero y después describía la situación al interior del Palacio, suplicando que se comunicaran con los medios informativos para que convocaran un movimiento popular que obligara a los militares a cesar el fuego.
Jamás recibimos respuesta aunque recepcionábamos con absoluta nitidez las comunicaciones de una central de taxis que operaba en la misma frecuencia de nuestros aparatos. Por mi parte, desde el primer momento intenté comunicación por radio pero nunca obtuve respuesta en ninguna frecuencia.
Era tal la magnitud del ataque y el exceso de gases que en un momento de acceso de tos, de la garganta me salieron como trocitos de carbón. Desde afuera los compañeros anunciaban que nos seguían bombardeando con bombas incendiarias. Cuando ya la situación era desesperante por el calor y la falta de oxígeno, se nos dio la orden de bajar a todos a otro baño ubicado entre el primero y segundo pisos. Como pude metí el radio y el walkie-talkie y bajé detrás de todos arrastrándome pues me era imposible ya mantenerme de pie. La angustia por los que habían perdido el sentido era enorme, pero nos quedaba físicamente imposible llevarlos con nosotros. Atraída por la voz de un compañero, que nos avisaba cuando podíamos pasar de a uno en uno al baño, levanté la vista: era «Pedro» que sobre el gran marco del primer piso permanecía con una manguera tratando de extinguir el fuego, mientras que con la otra mano sostenía el fusil con que nos cubría el paso de las escaleras al baño. En medio del fuego enemigo, de las llamas que consumían el edificio y de la angustia represada de todo el mundo, ese cuadro de «Pedro» sosteniendo en una mano la manguera y en la otra el fusil, parado en un gran marco, con las llamas al fondo y el sonido de la lluvia, constituían un cuadro que, por dantesco, no dejaba de ser hermoso e imposible de olvidar.
En este baño nos encontramos con otro grupo de personas que horas antes habíamos escuchado gritando a una sola voz: «No disparen, somos rehenes.» Esas voces habían servido de ejemplo para que el grupo que estaba con nosotros hiciera lo mismo, dirigidos siempre por el doctor Gaona. Los esfuerzos de los civiles fueron inútiles, la respuesta que recibieron cada vez que gritaban en coro fue siempre la del incremento del fuego enemigo. Con el nuevo grupo completábamos alrededor de 60 a 70 personas que en ningún momento dejaron de hacer coro para suplicar a los militares: «No disparen, somos rehenes.»
Por otro lado, las esperanzas de comunicación llegaron hasta ese momento pues los aparatos se mojaron tanto, al bajar arrastrándonos con el equipo, que quedaron inservibles.
Como a las 04:00 hrs. del día jueves recibimos la orden de subir al baño ubicado entre el segundo y tercer pisos. Allí nos encontramos con los compañeros heridos y civiles que habían perdido el conocimiento la noche anterior recuperándose sobre los lavamanos y orinales. En una acción que demuestra una vez más el valor y la destreza sin límites de los combatientes, habían logrado salvar de la muerte inminente a estas personas, trasladándolas a ese baño mientras que combatían contra las llamas y el enemigo. Esos cuatro compañeros («Pacho», «Bernardo», «Miguel» y «Pedro») sobrepasaron los límites del heroísmo sin recibir ni un solo rasguño. «Sebastián», que había combatido junto a los anteriores, ahora se recuperaba después de haber perdido el conocimiento y los fuertes escalofríos que sufría le impidieron seguir combatiendo con el mismo empeño con que lo había hecho el día anterior.
Cuando ocupamos el baño, «Pedro» llegó con un transistor en busca de pilas, con tan mala suerte que todas se nos habían dañado por la humedad. No obstante lo descargado de las baterías, escuchamos por una emisora -que creo era Radio Super- la noticia de que a las 06:00 hrs. el Ejército daría comienzo a la «operación rastrillo»; además, creímos entender que Lucho había salido junto con otros cinco compañeros, entre ellos, Memo. Un poco desmoralizados con la noticia, comentamos con Almarales que era imposible que los compañeros nos hubieran dejado solos. De ahí en adelante concentré mi atención a los disparos y explosivos hasta convencerme que efectivamente el combate se desarrollaba en el occidente del edificio.
Saqué del equipo de medicinas un suero que repartí entre los heridos (a estas alturas las pastillas para el dolor y la infección se habían agotado). Los civiles me suplicaban que les diera también a ellos. Les aclaré que los enfermos lo necesitaban más que nadie y que había que tasarlo, pero era tanta la sed que les di un pote para que se repartieran. Entonces Almarales ofreció a los civiles el misisicuí que llevábamos con nosotros, explicándoles cómo estaba preparado y advirtiéndoles que podían consumirlo con tranquilidad. Algunos comieron, mientras que a los heridos les repartí las dos raciones de carne que tenía en el equipo (la de «Pilar» y la mía).
Como pude, entré en uno de los tres cuarticos sanitarios del baño: los civiles los habían ocupado acomodándose sentados o de pies en busca de mayor seguridad ante la brutalidad del ataque que recibíamos de las fuerzas represivas del gobierno. En este baño estaba, sentado en el sanitario, Murcia Ballén. Les dije a las personas allí reunidas que necesitaba ropa civil para salir con ellos. Una de las señoras solicitó en voz alta ropa para mí. Me dieron unas enaguas, un chaleco y una bufanda, con lo que me cambié por el uniforme.
Después de escuchada la noticia en la radio, los civiles comenzaron a suplicarnos que nos rindiéramos. Nos decían que la propaganda que buscábamos ya la habíamos conseguido, a nivel nacional e internacional; era claro su convencimiento de que nuestro propósito era única y exclusivamente la publicidad.
Todos comenzaron a hablarnos de sus hijitos, de sus esposas, padres y familias. Almarales les sugirió entonces que todas esas cosas se las dijeran a los militares, en los mismos términos en que se dirigían a nosotros. Así lo hicieron: uno a uno iban saliendo al pasillo, gritando en forma por demás elocuente, primero, su identificación, y después de sus familias; solicitaban al tiempo que permitieran la entrada de un delegado del gobierno, un periodista, un representante de la Cruz Roja o de las FFAA. En algún momento una voz proveniente del primer piso o del sótano respondió: «Los rehenes salgan despacio con las manos en alto porque vamos a entrar sin respetar la vida de nadie.» Acto seguido, la acostumbrada irracional respuesta de ráfagas y explosivos.
Ante esta respuesta contundente de los militares y las súplicas de los civiles, Almarales decidió permitir la salida de un emisario para que llevara ante el gobierno la solicitud para que un delegado garantizara la vida e integridad de todos los civiles allí reunidos; además, para que llevara constancia de todas las personas que se encontraban con nosotros, para lo cual saqué una de las libretas que llevaba conmigo, donde firmaron como constancia todos los civiles presentes.
Se delegó al Consejero de Estado Reynaldo Arciniegas para llevar el mensaje y las hojas firmadas. Su salida estuvo cargada de angustia y expectativa dado que por la irracionalidad que mostraban los militares, no podíamos garantizar que respetaran su vida. El doctor Arciniegas comenzó a descender muy lentamente con los brazos en alto y en su mano derecha una camiseta blanca. En ningún momento dejó de identificarse y repetir que era amigo personal de un general Vega Torres, hasta que su voz se silenció en algún recodo del sótano.
Con la información que llevaba el doctor Arciniegas los militares ubicaron el sitio exacto en que nos encontrábamos, así es que comenzaron a dirigir todos sus cañones, morteros, granadas, ráfagas y explosivos al baño en que nos encontrábamos unas 60 o 70 personas.
Inicialmente nos tumbaron la puerta de entrada con un explosivo por lo que Almarales ordenó a los civiles ubicarse en el baño, en orden descendente de categoría, desde la puerta hacia atrás, creyendo que al irrumpir los militares por la puerta se evitaría una masacre. Los compañeros que nos encontrábamos en el baño recibimos la orden de ubicarnos delante de ellos bordeando la puerta de entrada y los orinales. Así quedamos «Natalia», Irma F., «Pacho», «Sebastián», «Carlos», «César», «Esteban», Almarales y yo.
Busqué ubicación sentada debajo del toallero cuando de pronto sentí una explosión a mis espaldas que me impulsó hacia delante. Les comenté a los compañeros que el enemigo había localizado el sitio que, junto con la puerta de entrada, constituían los dos únicos puntos vulnerables del baño. Me corrí un poco hasta quedar debajo de los lavamanos. «Pacho» dio entonces la orden de dirigir las armas hacia el boquete de unos 40 x 40 cms. abierto en la pared a unos 20 cms. del piso, para dar respuesta al bombardeo que seguramente se iniciaría por allí. Efectivamente, a los pocos segundos comenzó el bombardeo por el boquete. Los civiles y yo nos pusimos contra el piso. Un magistrado se tendió sobre mí cubriéndome con su cuerpo y otro hombre más joven se tendió a mis pies. Les dije que se cubrieran la cabeza con los brazos para evitar ser alcanzados por una esquirla o proyectil, dado que estábamos muy cerca del boquete. Fue tan impresionante el bombardeo que sentí que había sido herida en la cadera derecha e inclusive tuve la sensación de sangre que me resbalaba por la pierna. Pregunté a las dos personas que permanecían sobre mí cómo estaban, a lo que juntos me respondieron que habían resultado heridos en las piernas. Cuando pudimos sentarnos de nuevo vi algunas personas muertas, entre ellas, a la doctora Aydé, mientras que Irma Franco (Mariana) resultó herida en una pierna. Ante este último ataque Almarales pidió a los varones que salieran todos al pasillo para que desde allí siguieran solicitando un alto al fuego. Salí detrás de ellos, pero quedé atrapada en la puerta junto a otra gran cantidad de civiles que no cabían en el pasillo. En la puerta quedamos, con los civiles, Almarales, «Sebastián», «Natalia» y yo.
Los civiles que pudieron se acomodaron sentados en el pasillo y comenzaron a gritar a los militares que respetaran sus vidas. Recibieron la misma respuesta de siempre. En esos momentos vi la cara de «Sebastián» descompuesta por la desesperación mientras apuntaba su arma contra los civiles, con tan buena suerte que Almarales se dio cuenta de esto y le llamó la atención advirtiéndole que los del comportamiento brutal eran los militares y que nosotros no podíamos hacer lo mismo, al igual que nos había advertido a todos desde el día anterior que no respondiéramos a las palabras soeces que nos gritaban los militares.
Fue en esos momentos en que el doctor Gaona murió junto con otros más, alcanzados por el fuego enemigo proveniente de un piso inferior.
Almarales se dio cuenta que si los civiles continuaban en el pasillo, iban a masacrarlos a todos, así es que ordenó que entraran de nuevo al baño advirtiéndoles que pasaran de uno en uno y rápidamente por frente del boquete para evitar ser alcanzado por las ráfagas que nos disparaban.
Los compañeros agotaron las granadas y comenzaron a elaborar bombas con los explosivos que quedaron. Desde el día anterior habíamos hecho con «Carlos» el pacto de guardar una granada para hacerla estallar si el enemigo entraba al baño, pero era tal la urgencia que lo convencía para que la entregara.
Muchas armas se habían dañado con tanto traqueteo y a otras se les agotó la munición. Lo único que nos quedaba en abundancia eran tiros 7.65 para los fusiles. Me dediqué entonces a colaborarles a los compañeros llenándoles los proveedores mientras que los civiles me suplicaban: «Mona, no les alcance más, ríndanse.» En medio de todo traté de explicarles que no podía dejar de hacerlo, pues no se trataba sólo de nuestro operativo sino de defender también sus vidas.
Con anterioridad se había impartido instrucción a los civiles para que se defendieran de las explosiones que se sucedían momento a momento, cada vez con mayor intensidad. Desde afuera, los compañeros nos avisaban cuándo el enemigo dirigía sus cañones hacia el baño.
En el momento de cambiarme el uniforme por ropa civil destruí las claves de radio que llevaba conmigo botándolas por los sifones y un sanitario, pero quedaron unas laminadas que, por su tamaño, no pude desaparecer.
Finalmente, Pacho nos reubicó en el baño: a mí me ubicó junto a él contra la pared del fondo; delante nuestro quedaron «Sebastián» y «Carlos»; los demás en la parte de adelante.
No obstante el intensivo ataque a que éramos sometidos, ataque que amenazaba con volar las paredes del baño (que más bien parecía una fortaleza) me quedé dormida. De pronto «Pacho» me despertó para decirme que saliera con las mujeres y que cuidara a Irma, que había salido adelante. Yo le dije que me gustaría salir pero que era orden de Almarales el morir todos los compañeros allí. «Pacho» seguía insistiendo para que me pudiera en pie y saliera, hasta que Almarales me dijo: «Mona, si quieres salir, sal, yo no te lo voy a prohibir.» Cuando me dijo esto, me colgué un bolso que tenía en mi equipo y me dispuse a salir. En esos momentos ya todas las mujeres habían salido.
Cuando alcancé la puerta envié, para todos los compañeros, un beso deseándoles la mejor de las suertes. Fue entonces cuando Almarales me hizo devolver hasta donde se encontraba para darme la mano, desearme suerte y recomendarme que buscara a su compañera y le contara todo lo que había pasado, recomendándome que le dijera que moría contento en cumplimiento de su deber de patriota.
Al escuchar esas palabras, los demás compañeros me pidieron que buscara a sus familiares y les diera el mismo mensaje. Así se los prometí.
Hasta que salí, ninguno -a excepción de los cinco que quedaron heridos inicialmente en el sótano y posteriormente Irma en la pierna- había recibido ni un solo rasguño.
Allí quedaron, con rostros serenos y dulces, todos los compañeros, sentados, apuntando con sus armas hacia la puerta.
Salí corriendo hasta alcanzar la fila de las mujeres, que avanzaba muy despacio con las manos en alto. Me ubiqué de última con un brazo en alto mientras que con la mano izquierda ayudaba a una anciana que caminaba en difíciles condiciones.
Comencé a oír una voz que decía «detengan a esa», en varias oportunidades. Me dio temor que una de esas fuera yo.
Cuando llegamos a un piso donde todo eran escombros aún humeantes y vidrios rotos, dos soldados me ayudaron: uno me tomó en sus brazos para que no me quemara los pies descalzos; el otro me revisaba la pierna confirmándome que no tenía herida alguna. Más adelante un soldado me preguntó en tono autoritario qué llevaba ahí (se refería a mi bolso). Para evitar cualquier sospecha se lo pasé, advirtiéndole que contenía mis documentos, que por favor me lo hiciera llegar. Antes de salir, había «limpiado» el bolso dejando en él los cosméticos y la billetera grabada con mi nombre, con unos $2.000 o $3.000 en efectivo, la cédula de ciudadanía, el pase, un escapulario y una foto de Memo, más una tarjetica de cumpleaños con la dirección de una amiga en Estados Unidos.
Más adelante, frente al ascensor, un tipo de mayor rango me miró dura y escrutadoramente, para indicarnos finalmente que siguiéramos.
Ya en la Plaza de Bolívar me iban a subir a una ambulancia donde -por fortuna- no cupe, siendo ubicada finalmente en otra donde no iba nadie más que yo. Conmigo iban dos enfermeros (un hombre y una mujer) jóvenes, con uniformes de la Cruz Roja; en la cabina iban el conductor y un uniformado de la P.M. Para mi fue una sorpresa que me preguntaran a dónde me llevaban. Les di la dirección de mis padres. Me preguntaron el nombre completo, la identificación y el teléfono. Esos datos me los preguntaba el conductor y los anotaba el de la P.M. Hubo un momento en que un periodista se acercó a la ambulancia solicitando mi nombre dizque para avisar a mis familiares. Por precaución me quedé callada, pero el conductor le dio mi nombre. Después me enteré que por una emisora (Todelar) dijeron que yo había salido gravemente herida.
Durante el trayecto a la casa, por radio-teléfono informaron varias veces que iban con la rehén tal, el sitio en que estábamos en esos momentos y la dirección a donde nos dirigíamos.
Por el abogado amigo me enteré, tiempo después, que yo había sido la única persona que salió del Palacio sin pasar por la Casa del Florero; por él mismo supe también que la casa de concentración y otra, al norte, fueron entregadas por Irma.
Pienso que mi nombre lo descubrieron al hacer la investigación de la casa, pues una de las amigas que nos habían servido de referencia en la oficina me reconoció en las fotografías, dio mi nombre y les informó dónde había trabajado. Cuando allá fue a declarar le dijeron en palabras textuales: «A ella la tostamos.» O sea, que a esas alturas el enemigo no sabía que yo estaba viva. Eso fue por el mes de diciembre.
La única información a la que he tenido acceso es a las noticias nacionales y al Diario Oficial. Por lo que pude captar, existen imprecisiones de los declarantes; imprecisiones obvias, dadas las circunstancias de confusión y terror que se vivieron las 28 horas. A mi misma me es difícil coordinar aún detalles de tiempos y personas.
Pienso además que los militares se han guardado información respecto de mí, pero no tengo claro si realmente saben o no que estoy viva, aunque el abogado me aseguró que me buscan como a una aguja. Es extraño que no hayan allanado ninguna casa de mi familia (por lo menos hasta el mes de agosto).
Después de obtener todos mis datos llamaron a declarar a mi mamá, pero ella no dijo nada alegando que no la podían obligar por tratarse de su hija.
Los primeros días, después del 7 de noviembre, estuve en casa de unos viejos amigos hasta que me consiguieron una pieza en el barrio Sears.[xvi] Estando allí recibí razón de la Organización para que me pusiera en sus manos. Me ubicaron con una colaboradora médico quien se preocupó en todo instante por hacer más llevadera mi situación.
Como a finales de noviembre o principios de diciembre mandé un cassette donde informaba de los acontecimientos de Palacio. Como me encontraba muy afectada y no estaba preparada, el informe debió haber quedado incompleto pero creo que sirvió de punto de referencia.
Esperé más de un mes alguna respuesta, pero nunca llegó y cuando recibí razón de que no había ni cinco centavos ni posibilidad de pasaporte, decidí rehacer mi vida trabajando para sobrevivir.
Con un dinero que conseguí, saqué en alquiler un apartamentico, donde me fui a vivir sola. Con el paso de los días fui llenándome de terror hasta casi enloquecer. En esas condiciones me encontró mi cuñado, quien preocupado por la situación, me dejó en manos del abogado, quien como única condición me solicitó absoluta reserva. Por mi propia seguridad y tranquilidad, cumplí al pie de la letra todas sus instrucciones. Jamás rompí esta norma hasta el día que dejé la casa donde estaba, desesperada y sin esperanzas de salida. Tengo que agregar que ha sido una etapa dura, supremamente difícil, con la única esperanza de que alguien entienda lo que ha significado para mí el aislamiento y el encierro después de perder a la persona que más he amado en la vida y a todos y cada uno de los compañeros que quise con el alma, sin que se vean los frutos de su sacrificio.
En coordinación con el abogado me dediqué a escribir sobre los hechos, tratando de coordinar tiempos y acciones. Cuando me le perdí a él pensé en vender el escrito para solventar los gastos de mi salida, pero días antes de salir se quemó todo. Reconozco que estaba en un gran error, pero -en fin- lo más importante es que finalmente no lo hice.
Quiero señalar, aunque sea globalmente, las posibles fallas cometidas con la toma del Palacio de Justicia que, a mi juicio, hicieron retroceder varios años al movimiento guerrillero en Colombia:
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Se cometió el error de tomarnos el Palacio de Justicia en un momento que no correspondía al histórico para el país: nos metimos con un gobierno que ya estaba enterrado y con unos militares que no iban a dar tregua, muchos menos cuando días antes se hizo el atentado a Samudio Molina.
Seguramente que si no nos derrotan militarmente, otra luz brillaría hoy en Colombia para el movimiento guerrillero. Pero fuimos derrotados militar y políticamente; perdimos el espacio político que se había ganado; continuamos llevando a cabo acciones que el sistema sí sabe aprovechar para reafirmar ante la opinión pública que somos un grupo terrorista.
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Militares:
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El flanco sur quedó desprotegido desde el primer momento, por cuanto los seis compañeros del grupo de choque tenían la tarea de minar la entrada principal y contener al enemigo por ese flanco estratégico.
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Con la azotea sucedió otra tanto, debido a que las tres personas destinadas a la defensa de ésta, dos («Diana» y «Laura»[xvii]) quedaron fuera del objetivo, como integrantes del grupo de choque, y la tercer («Esteban»[xviii]) quedó gravemente herido desde el inicio del operativo.
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Los compañeros del flanco del sótano perdieron su posición desde la tarde del día 6 al fallarles las minas que instalaron para impedir la entrada a los tanques que irrumpieron por ahí.
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Como no fuimos nosotros los que sorprendimos, sino los sorprendidos, desde el principio quedamos aislados del grupo que ingresó con el grueso y de los compañeros que hacían las veces de grupo de apoyo, a excepción de «Natalia» y «Mariana».
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A pesar de que todos los mandos y yo teníamos walkie-talkies con la misma frecuencia, no recibí en ningún momento respuesta alguna a mis llamadas.
Notas
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Nota del transcriptor: Se refiere a Andrés Almarales, comandante No. 3 del operativo, quien permaneció en la zona de las escaleras en el costado noroccidental de la edificación, en los baños, y estuvo al mando del último reducto del comando guerrillero.
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Nota del transcriptor: Lucho es Luis Francisco Otero, comandante No. 1 del operativo.
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Nota del transcriptor: Memo es Guillermo Helvencio Ruiz, comandante No. 4 del operativo, cuyo nombre de combate era «Chucho» (como aparece en algunas partes del relato). Él y Clara Helena eran pareja.
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Nota del transcriptor: «Patricia» era el nombre de combate de Olga Gracia.
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Nota del transcriptor: «Aldo» es Alfonso Jacquin, comandante No. 2 del operativo.
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Nota del transcriptor: «Abrahám» fue de los combatientes que no logró entrar al Palacio.
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Nota del transcriptor: Natalia es el nombre de combate de Dora Torres Sanabria o Ángela Ma. Murillo.
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Nota del transcriptor: Pilar es el nombre de combate de Jimena Marcela Clavijo.
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Nota del transcriptor: Responsable de la unidad que no logró entrar al Palacio.
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Nota del transcriptor: «Pacho» es el nombre de combate de Ariel Sánchez Gómez, comandante No. 5 del operativo.
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Nota del transcriptor: Testimonios y documentos muestran que esta apreciación de Clara Helena sobre los flancos y sus responsables no es exacta. El plan militar contemplaba acciones diferentes durante el asalto y la consolidación del operativo, y las responsabilidades de mando de los flancos se distribuyeron de manera diferente a la señalada por Clara Helena. Se sabe que en la fase de consolidación la defensa del flanco Norte sería responsabilidad de «Pacho», «Roque» (Josué Marín), «Bernardo» (Fernando Rodríguez), «Esteban» (Jesús A. Rueda) y «Mono» (Fabio Becerra), bajo el mando del primero; que el flanco Oriental sería responsabilidad de «Lázaro», «Fabio» (Orlando Chaparro), «Natalia», «Diana» y «Juan», bajo el mando del primero, y que el sótano sería responsabilidad de «Chucho», «Andrés» (Humberto Lozada), «William» (Alberto N. Erazo), «Marcela» (Mónica Molina) y «Pedro» (Jesús A. Carvajal), bajo el mando del primero.
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Nombre de combate de Constanza Molina.
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«Andrés» es el nombre de combate de Humberto Lozada Valderrama; «Pedro», el de Jesús Antonio Carvajal Barrera; «Nohora», el de Amalia Sosa Sierra; «Fabio», el de Orlando Chaparro Vélez; «William», el de Alberto Nicolás Erazo, hermano de Salvador (Fernando Erazo) y Padre-mío (Carlos Erazo); «Marcela» era el nombre de combate de Mónica Molina Beltrán, y «Bernardo», el de Fernando Rodríguez Sánchez.
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«Patricia», «Fabio» y «Paula», como ya se anotó, son los nombres de combate de Olga Gracia, Orlando Chaparro y Constanza Molina. Respecto de la enfermera, Noralba García Trujillo, hay una imprecisión en su nombre de combate, que no era «Violeta», sino «Betty». «Adán» era el nombre de combate de Nicolás Ortiz Foglia.
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Única nota de pie de página escrita por la propia clara enciso. Dice así: Dentro del edificio, en sitios estratégicos, se encontraban como Grupo de Apoyo: «Aldo», «Pilar», «Mariana» y «Natalia». Por otro lado, el Grupo de Choque que debía entrar por la puerta principal, quedó compuesto de la siguiente manera: al mando, «Lázaro», «Abrahám», «Roque», «Laura», «Diana» y «Levi». Hasta aquí el texto de clara. sigue nota de transcriptor: «Pacho» era el nombre de combate de Ariel Sánchez Gómez; «César» el de Elkin de Jesús Quiceno Acevedo; «Bernardo, el de Fernando Rodríguez Sánchez; «Sebastián» el de William Arturo Almonacid, quien en la mayoría de documentos de Palacio figura como «Orlando»; «Jorge» es el nombre de combate de Edison Zapata Vásquez; «Carlos» o «Mono», el de Fabio Becerra Corea; «Miguel», «Michel» o «Profe», los de Javier Ulpiano Varela Polanía; y «Esteban» (el panameño), el de Carlos Eliécer Benavides Martinelly. Respecto del grupo que entraría por la puerta principal, hay imprecisiones en el texto de Clara Helena en términos de su composición. En efecto, bajo el mando de «Lázaro», esa escuadra estaba integrada por «Abrahám», «Levy» («El Tigre»), «Laura», el «Mono-Juan» (Carlos Monje) y «Mateo» (Edgar Fayad). Por haber llegado a la plaza de Bolívar cuando el fuego cruzado era demasiado intenso como para intentar el asalto de la puerta principal, todos ellos se quedaron por fuera del operativo.
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Hoy el barrio Galerías.
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Aquí Clara Helena tiene una confusión, pues «Diana» y «Laura» son la misma persona. Tal vez quiso decir «Diana» y «Levi» quienes efectivamente estaban a cargo de la azotea y formaban parte de la escuadra que no alcanzó a ingresar al edificio.
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«Esteban», el panameño, cuyo nombre era Carlos Eliécer Benavides Martinelly.
Clara Helena Enciso salió confundida en el último grupo de mujeres. De su puño y letra relató en este texto el horror del 6 y 7 de noviembre de 1985