El 24 de noviembre se firmó por segunda vez el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el Estado colombiano, dando así por terminado un enfrentamiento armado de 52 años con un número no preciso de víctimas. Pero cabe anotar un asunto relevante: si bien muchas organizaciones de la sociedad civil y […]
El 24 de noviembre se firmó por segunda vez el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el Estado colombiano, dando así por terminado un enfrentamiento armado de 52 años con un número no preciso de víctimas. Pero cabe anotar un asunto relevante: si bien muchas organizaciones de la sociedad civil y del movimiento social lograron ser escuchadas en la mesa de negociaciones en La Habana, debe quedar muy claro que este es un acuerdo de paz entre dos actores armados y que las causas profundas de la violencia en el país, que tienen que ver con el modelo de desarrollo, no fueron abordadas.
Las cifras más escandalosas de la violencia en Colombia no tienen que ver con el enfrentamiento entre las FARC-EP y el Ejército colombiano. Es innegable que este conflicto ha contribuido al desplazamiento, asesinato y muchas otras formas de violencia, principalmente contra la población campesina, pero también es cierto que el acuerdo deja libre de la influencia guerrillera a territorios que son disputados por los grandes inversionistas de capital para la extracción de recursos de diversa índole, especialmente los relacionados con la minería.
Esta intervención en los territorios ya se prepara con las modificaciones que el gobierno ha planteado en la «Consulta previa libre e informada», un derecho reconocido para los pueblos étnicos (afrodescendientes e indígenas) con base en el convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales.
Más allá de que en el acuerdo final logró incluirse un capítulo étnico en procura de garantizar los derechos ya obtenidos por las comunidades indígenas y afrodescendientes, el hecho de que en los diálogos de La Habana no se haya interpelado el modelo de acumulación por medios expropiatorios constituye una amenaza para los derechos colectivos de los territorios de las comunidades étnicas. Dada esta circunstancia, será muy difícil que se alcance la paz en Colombia, especialmente para quienes han sufrido con mayor rigor las consecuencias de esta guerra.
Diversos estudios han dado cuenta del impacto del modelo de desarrollo sobre las comunidades. Me permito citar en nota al pie apenas dos de los que han investigado el impacto de las políticas desarrollistas para la población de la región del Pacífico colombiano. Estas políticas que se han concretado en proyectos y programas que tenían la pretensión de elevar el nivel de vida de la población realmente se han convertido en factor de despojo,nviolencia y empobrecimiento, al punto de que hoy se habla de las comunidades negras e indígenas como «víctimas del desarrollo» (1), ya que han generado un contexto de guerra en toda la región que ha convertido, por ejemplo, a los cuerpos de las mujeres en un objeto para causar terror, debido a las formas perversas en que se las asesina. Es lo que Rita Segato ha denominado las «pedagogías de la crueldad» (2) (2014), ejercidas por parte de los violentos a través del dominio del territorio para sus actividades de cultivo, procesamiento y tráfico de drogas ilícitas y de armas, así como de la desterritorialización de la población de grupos étnicos, con miras a dejar el campo abierto a los megaproyectos portuarios y desarrollistas que están implementándose en el Pacífico colombiano, en franca lid contra las concepciones de «buen vivir» de sus pobladores ancestrales.
Lo que ocurre en la región del Pacífico hoy en día, y que pervive al acuerdo de paz de La Habana, es una «guerra despojadora y lucrativa» (Segato 2014, 341) en uno de los lugares considerado de mayor biodiversidad del planeta por su variedad biológica, genética y sociocultural, por sus ecosistemas marinos y terrestres y por sus características ecológicas y biogeográficas. El principal puerto de Colombia, ubicado sobre el territorio-región del Pacífico y el resto de esa región colombiana, está poblado ancestralmente por grupos étnicos, afrocolombianos e indígenas.
El conflicto armado con las FARC-EP y con los otros grupos insurgentes ha sido un pretexto para la violación de los derechos de comunidades indígenas, negras y campesinas. Estas comunidades tienen formas de vida que son un obstáculo para las operaciones extractivas, el arrasamiento de los bosques y de toda la riqueza biológica que pretenden llevar a cabo los grandes inversionistas transnacionales de capital.
Para lograr la paz en todo el territorio nacional se requiere, entre otras cosas, desmantelar el paramilitarismo, que está al servicio del sector empresarial y que sigue vivo y en acción, y encontrar salidas viables a la empresa de la producción y comercialización de la droga.
Sin un cuestionamiento a estas situaciones, se teme que el posacuerdo favorezca otros conflictos que no se abordaron en la mesa de diálogo en La Habana. Es decir, este acuerdo tendrá un alcance muy limitado por las diversas causas de las violencias que se practican en territorios rurales y urbanos de toda la geografía nacional.
Es importante señalar que la noción de territorio para el pueblo negro de las zonas rurales y el que ha sido desplazado de forma forzosa a las grandes ciudades es distinta a la conceptualización hecha desde las instituciones del Estado. El territorio, lejos de la concepción estatal, es concebido como un escenario ancestral indispensable para la producción y recreación de la vida y de la cultura. La tierra no es un recurso para la inversión de capital, sino el espacio de relacionamiento para ser colectivamente. Este derecho al territorio que se sienta en esa visión fue reconocido en la Ley 70 de 1993, llamada Ley de Negritudes. Pero las políticas, los programas y los proyectos de desarrollo impuestos sobre los territorios de comunidades negras responden a una visión centralista y andinocéntrica que, en lugar de favorecerlas, vulnera sus derechos humanos.
El desarrollo, desde la visión hegemónica ya planteada, individualiza la propiedad de la tierra, promueve el monocultivo, desconoce las diferencias étnicas y culturales (afros, indígenas, campesinos), incentiva el libre mercado y destruye la naturaleza. Todo lo anterior desplaza y expulsa a la gente del territorio y la lleva a incrementar los cinturones de miseria de las ciudades (3).
En un pronunciamiento público, realizado por el colectivo Sentipensar Afrodiaspórico y enviado a la mesa de negociación en La Habana, se manifiesta la preocupación por el racismo estructural, que hace de la población negra afrodescendiente la más pobre entre los pobres, agravándose la situación cuando se es mujer negra, lo que lleva a hablar tanto de una feminización de la pobreza como de su racialización.
Se dijo, además, que los jóvenes negros en las ciudades viven una situación de confinamiento en los barrios y asentamientos que les restringe la movilidad debido al acoso policial que los criminaliza a causa de su fenotipo.
El racismo estructural y cotidiano niega a estos jóvenes, hombres y mujeres, el acceso a la educación, al empleo decente, a la vivienda digna, entre otros derechos.
La violencia que se vive en estos sectores no está determinada por la «raza» ni la cultura, ni por el conflicto armado, sino por estas situaciones de precariedad extrema causadas por la indiferencia y negligencia del Estado con la población negra, a la que no le importa dejar y hacer morir.
La noción de desarrollo expresada en el acuerdo de La Habana mantiene el enfoque basado en el crecimiento económico y no en el bienestar de las personas, definido por los grupos étnicos como el «buen vivir». En este tema no se contemplan el saber propio tradicional, la filosofía ancestral que permite que las comunidades definan por sí mismas qué es buen vivir y no simplemente vivir mejor. Por esto, se puede afirmar que no puede haber paz si hay desconocimiento de las concepciones propias de los pueblos étnicos. El «buen vivir» no es lo mismo que la pretensión individualista y arribista de «vivir mejor» y mucho menos la del llamado «desarrollo».
No se vislumbra en este acuerdo un cambio de paradigma que asuma como principio irrenunciable la defensa de la vida toda y de todos y todas. No se reconoce que en muchas partes del territorio nacional el conflicto es más que un problema del enfrentamiento entre el ejército y la guerrilla y que más bien tiene que ver con la imposición de una lógica económica de acumulación global, a la que le urge apropiarse de territorios que pertenecen a comunidades negras e indígenas.
En el proceso de construcción de paz y en lo que se ha llamado el «posconflicto» debe garantizarse la posibilidad de que las comunidades étnicas del país ejerzan el derecho a construir el futuro que desean: constituirse como pueblos autónomos por fuera de la visión desarrollista de pretensión hegemónica que viene imponiéndose con violencia en sus territorios étnicos. Lo que será la paz en estos territorios todavía está por verse.
Notas
1. Este fue el nombre que Danelly Estupiñán, docente de la Universidad del Pacífico de Buenaventura, Valle del Cauca, y activista de Proceso de Comunidades Negras dio a su ponencia en el Primer Foro Internacional sobre Feminicidios en Grupos Étnicos Racializados, realizado en Buenaventura entre el 25 y el 28 de abril.
2. Segato, Rita, «Las nuevas formas de la guerra», Sociedade e Estado, Vol 20, No 2, Mayo-Agosto, 2014.
3. Pronunciamiento público: Sentipensar la paz. Una paz pacífica es posible, enviado a la mesa de negociación en La Habana, el 15 de abril de 2015.
Fuente original: http://ladiaria.com.uy/