En Chile, país latinoamericano del Cono Sur, trazo geográfico extendido entre el océano Pacífico y los Andes, pudo una dictadura sanguinaria, en la cuarta parte del pasado siglo, imponer exitosamente un modelo social elogiado hoy no sólo por el estamento dirigente criollo (académicos, empresarios, políticos), sino además por los mandatarios y clases dominantes de […]
En Chile, país latinoamericano del Cono Sur, trazo geográfico extendido entre el océano Pacífico y los Andes, pudo una dictadura sanguinaria, en la cuarta parte del pasado siglo, imponer exitosamente un modelo social elogiado hoy no sólo por el estamento dirigente criollo (académicos, empresarios, políticos), sino además por los mandatarios y clases dominantes de otras naciones. Milagro, le han llamado, apelando a la obra de una divinidad. Milagro económico. Porque, cuando tales estamentos quieren obviar el nombre del productor de la riqueza acumulada, recurren a invocar a la divinidad y atribuir a un acto suyo lo que deberían llamar, simplemente, mayor extracción de plusvalor. Entonces, cuando se hace presente alguna protesta y las clases dominadas salen a la calle a reclamar por sus derechos, la dirigencia no encuentra nada mejor que atribuir esa circunstancia a la acción de sectores empeñados en causar problemas a quien se sienta en el sillón de la presidencia de la nación. Los movimientos sociales pasan, por consiguiente, a ser obra de sujetos malvados.
Es un hecho cierto que la historia jamás hace críticas de sí misma. Por eso, cada sociedad mira hacia el pasado como si fuese producto suyo en lugar de reconocerse, precisamente, en el carácter de resultado de aquel. Chile no es una excepción a esa constante: también el presente es el modelo del pasado. Porque el hoy es una culminación, el más alto grado al que – presuntamente-‘ puede llegar el desarrollo de la nación. El argumento es el siguiente: el hoy es el universo dentro del cual hacen su aparición todos los adelantos técnicos de los que no dispuso el ayer; el pasado es, por consiguiente, ‘atraso’. Tal raciocinio, asombrosamente simple, permite juzgar severamente a quienes nos precedieron, por el solo hecho de no haber dispuesto de los medios que nos ofrece hoy tal presunto ‘desarrollo’ de la sociedad. La historia se transforma en el espejo donde se reflejan nuestras formas de ser: la hemos hecho retrospectiva para poder justificar tanto nuestra propia miseria como las desigualdades aberrantes de cuyo establecimiento hemos sido cómplices.
En el Chile predictatorial (¿no sucedió, acaso, de manera similar con los demás países latinoamericanos? ¿No sucedió así en todas las naciones?) podían los trabajadores, simples vendedores de fuerza o capacidad de trabajo, ejercer un sinnúmero de derechos. Conquistas laborales obtenidas tras largas luchas y jornadas de desvelo, logros de extraordinario contenido social se tradujeron en disposiciones legales repartidas a lo largo y ancho del frondoso bosque de la juridicidad criolla. El esfuerzo de las generaciones que nos habían precedido estaba allí, vigente, vivo, presente en beneficios que cada asalariado podía ejercer sin restricción alguna. Recordemos algunos de ellos. Atrevámonos a mirar el pasado como parte de nuestras vidas. Asombrémonos de lo que hemos perdido. Comparemos. Estremezcámonos ante la sociedad que dejamos en calidad de legado a nuestros propios hijos. Seamos capaces de contemplar, de una vez por todas, nuestra propia miseria. Recuperemos la memoria histórica.
En el Chile de antes de la dictadura, existía un derecho indiscutible; se le llamaba propiedad del empleo, y podía resumirse en una frase extremadamente simple: ninguna persona podía ser despedida sin causa justificada, cambiada de grado o trasladada de su lugar de trabajo sin que ella lo consintiese expresamente. Nada amenazaba la estabilidad del trabajador, a pesar de la discriminación legal que distinguía entre obreros y empleados según predominasen las labores manuales o intelectuales en el trabajo. Existía, por consiguiente, seguridad en el empleo. Si, por cualquier motivo, trasgredía algún empresario las disposiciones legales, tal circunstancia se ponía en conocimiento de los tribunales especiales para que éstos se pronunciasen al respecto, sin perjuicio de la fiscalización que sobre las condiciones laborales tenía una institución de Gobierno denominado ‘Dirección del Trabajo’. Este organismo tenía facultades para aplicar fuertes multas a las empresas en caso de sorprenderlas en infracciones al Código del Trabajo o leyes complementarias.
Al igual que existía estabilidad laboral, también era posible descubrir en el mundo del trabajo una suerte de estabilidad ‘remuneracional’: sueldos y salarios, categorías establecidas para empleados y obreros, según su calidad, no podían reducirse por la sola voluntad del empleador. Fijado el monto de la remuneración del trabajador, le estaba estrictamente vedado al patrón cualquier intento suyo de reducirlo. En consecuencia, los pagos que debía recibir el trabajador no dependían del éxito de los negocios del empresario: eran estables. El riesgo era de quien se aventuraba a hacer negocios (el patrón o empleador), no de su dependiente o trabajador que escasa ingerencia tenía respecto de las maniobras suyas.
Sin perjuicio de lo señalado más arriba, el Código del Trabajo fijaba el tipo de remuneraciones que todo empresario debía pagar al trabajador; dicho de otro modo, estaba establecido por ley el tipo de remuneraciones que todo patrón o empleador había de pagar a su dependiente. Estas no eran otras que sueldo, sobresueldo (horas extraordinarias o sobre tiempo), comisiones, gratificaciones y participación en las utilidades; su percepción constituía un derecho irrenunciable. El sueldo mínimo que existía era fijado en función a una canasta mínima de necesidades, que contemplaba factores tales como el pago de una habitación, vestuario, alimentación, escolaridad, etc. No reflejaba, exactamente, las necesidades del trabajador pues rápidamente se deterioraba como consecuencia de la inflación galopante, flagelo que afectaba a la nación en forma periódica.
Las remuneraciones de los trabajadores aumentaban, anualmente, en base a dos sistemas:
1. El primero decía relación con la mantención del poder adquisitivo de empleados, obreros y jubilados. Se trataba de las leyes de ‘reajuste de sueldos, salarios y pensiones’ que se dictaban año tras año, para compensar el deterioro de las remuneraciones por efectos de la inflación;
2. El segundo era el beneficio contemplado en el propio Código del Trabajo que obligaba a los patrones a aumentar las remuneraciones de sus trabajadores en un 3% a medida que cumplían un nuevo año de servicios; éste era de un 10% cada tres años, cuando el 3% no era concedido. Se trataba de un derecho optativo para el patrón, pero además una obligación
La pertenencia a alguna empresa también otorgaba derechos. El trabajador podía adquirir grados dentro de la escala jerárquica de aquella en virtud de su antigüedad, y ascender por la misma hasta alcanzar los más altos cargos, pues la experiencia o práctica gozaba de gran consideración. Este derecho era conocido como carrera funcionaria. Es cierto que ya en esos años se discutía acerca de la ‘preparación’ y ‘capacidad’ del trabajador como conceptos contrapuestos a la ‘experiencia’; los patrones habían comenzado a trabajar en función de enemistar a los jóvenes con los viejos y acelerar, de esa manera, la ejecución de lo que ya se conocía como ‘lucha generacional’. Se buscaba, en el fondo, sentar las bases para la sustitución de los empleados ‘caros’ (antiguos) por los ‘baratos’ (nuevos) bajo el estigma de una presunta necesidad de reemplazar al personal ‘no calificado’ por otro que sí fuese ‘calificado’.
Las leyes de ese entonces obligaban a los patrones a destinar el 5% de sus utilidades a la formación de un Fondo destinado a adquirir casas para sus trabajadores; esta disposición no era incompatible con las contempladas en el llamado ‘Plan Habitacional’, que también contenían obligaciones impositivas orientadas a promover la construcción de habitaciones en todo el país; ni, tampoco, con los beneficios concedidos por las Cajas de Previsión. Por el contrario: estos últimos podían sumarse a aquellos consagrados por la ley. El objetivo era acelerar una pronta solución al problema de la vivienda.
Algo que puede hoy sorprender es la propiedad real y efectiva que los trabajadores tenían sobre sus fondos previsionales. Cada afiliado a una de las Cajas de Previsión del país podía ejercer control, uso y disposición sobre los dineros que, a su nombre, depositaban los empresarios en aquellas. Podía, por tanto, retirar gran parte de los mismos y ocuparlos en solucionar sus propias necesidades o darlos en garantía por mutuos obtenidos en la propia institución. Por si aquello fuere poco, también el trabajador tenía control sobre las llamadas ‘Cajas de Previsión’, como se verá más adelante.
El derecho a jubilación comenzaba a ejercerse a partir de los 30 años de trabajo al servicio de uno o varios patrones. Este derecho era más generoso aún con aquellos trabajadores que debían desempeñar labores extractivas o de mayor peligrosidad que las demás, y con aquellos que habían celebrado pactos especiales de jubilación con sus respectivas Cajas de Previsión. Semejante derecho permitía a los trabajadores disfrutar de la jubilación durante un largo período de su vida: se correspondía tal beneficio con el concepto mismo de jubilación, que proviene de la voz latina iubilatio, indicativa del ‘júbilo’, goce o alegría a experimentar luego de una vida de sacrificios. En la civilización cristiana, la jubilación correspondía al término del castigo bíblico impuesto por Yahvé a la especie humana de tener que ganarse el pan con el sudor de la frente.
En este mismo orden de derechos, los empleados afiliados a la Caja Bancaria de Pensiones poseían uno adicional: la jubilación podía pactarse a partir de los 13 años de servicios. Cuando se hacía uso de aquel, el beneficiario podía gozar de una remuneración que equivalía a la mitad de lo que le correspondería percibir si hubiere cumplido los 30 años de servicio. Esta media pensión no era incompatible con el desempeño de un nuevo trabajo.
Otro de los derechos que competía a los trabajadores en servicio hasta antes del golpe militar de 1973 era la facultad que tenían para elegir a sus propios representantes ante el directorio de las Cajas de Previsión. En algunos casos, los representantes de los trabajadores ante esos directorios alcanzaban a un 50% del total de sus miembros. El presidente de la institución era nombrado por los directores, cuya otra mitad representaba a los empresarios. El Gobierno actuaba en caso de desacuerdo del directorio, nombrando al presidente del Consejo.
Los trabajadores pudieron elegir, además, y en casos muy especiales, a representantes suyos ante otras instituciones públicas. Pero como casi generalmente se trataba tan solo de un director, la posibilidad de modificar acuerdos o influir en resoluciones abiertamente favorables a los trabajadores era, prácticamente, nula; pero existía, de todas manera, el derecho a voz. La Unidad Popular resolvió drásticamente este problema concediendo representación paritaria de trabajadores y representantes del gobierno en todas las empresas que fueron estatizadas o compradas por el estado. De modo similar se hizo con el directorio del Banco Central.
Una circunstancia que puede ayudar a entender acerca de cómo pudieron ser posibles tales logros es la fortaleza que acusaban las organizaciones sociales y sindicales del pasado. Total, la historia no es sino el resultado de una lucha de clases, a menudo despiadada, cruel, desatada por las clases dominantes en contra de los dominados, por obtener cada vez mayores cuotas de plusvalor. Las clases dominadas chilenas estaban muy organizadas, y sus herramientas sindicales y sociales fueron gigantescas, extraordinariamente sólidas y económicamente fuertes. Existían poderosos sindicatos, grandes federaciones de sindicatos, enormes asociaciones de empleados fiscales. El poder de los trabajadores alcanzaba tal magnitud que, incluso, durante el gobierno de la Unidad Popular, las organizaciones sociales fueron capaces de darse la estructura orgánica que mejor se avenía a sus propios intereses, aún cuando la ley establecía formas diferentes para hacerlo. En algunos sindicatos fue frecuente el uso de la ‘licencia gremial’, facultad que se concedía a ciertos dirigentes sindicales para asistir o no al trabajo y dedicar ese tiempo libre a la defensa y atención de los intereses de los afiliados a su organización.
Como ya se ha expresado, todos estos beneficios o conquistas sociales, fruto de largas y agobiantes jornadas, no sólo se mantuvieron durante el período de la Unidad Popular, sino en su generalidad se profundizaron. El trabajador decidía, en gran medida, no sólo el rumbo de las empresas estatizadas, sino hasta el de los organismos públicos. Fue natural, por consiguiente, que tales impresionantes avances sociales no sólo crearan inquietud al interior de los sectores conservadores de la sociedad, sino les obligaran a iniciar una sistemática campaña destinada a convencer al conjunto social acerca de una presunta ‘ingobernabilidad’ del país. O, como lo retratara el general de aviación Gustavo Leigh Guzmán, un ‘caos social, moral, económico y político’.
Este artículo no pretende, sin embargo, analizar in extenso el período del Gobierno Popular. No es nuestro interés. Por ahora. Detengámonos, no obstante, a describir brevemente lo que sucedía con las Cajas de Previsión.
Las Cajas de Previsión eran instituciones destinadas a velar, como su nombre lo indicaba, por la previsión de sus afiliados. Creadas por leyes diferentes en épocas también diferentes, adoptaron en su organización una forma de administración compartida dentro de la cual participaban representantes tanto de los empresarios y trabajadores como de los pensionados y del gobierno. La previsión chilena se organizó tomando como base el llamado ‘sistema de solidaridad’ o ‘sistema de reparto’, según el cual las cotizaciones de los trabajadores de la presente generación habían de contribuir al pago de las jubilaciones de la generación precedente. Pero este sistema se aplicaba tan solo en principio pues, como se ha visto, por una parte, cada trabajador era propietario real y efectivo de sus fondos previsionales y podía disponer de ellos, incluso, retirándolos; por otra parte, la generalidad de las Cajas de Previsión trabajaba el dinero que recibía de sus asociados, creando beneficios para ellos y obteniendo ganancias por esa gestión. Porque los beneficios se ofrecían a los afiliados a la institución a precios más bajos que los fijados para similares productos en el mercado. Y aún así el negocio resultaba rentable.
De entre aquellas garantías, podemos señalar, sin que la enumeración resulte taxativa:
– préstamos de auxilio, verdaderos mutuos sin garantía, de monto exiguo, destinados, preferentemente, a resolver problemas económicos inmediatos y urgentes;
– préstamos de inversión, mutuos a veces con garantía, a veces sin garantía, de mayor volumen, orientados al alhajamiento del hogar y a la adquisición de bienes durables (refrigeradores, cocinas, lavadoras, televisión);
– préstamos habitacionales para la adquisición de viviendas construidas a veces por la misma Caja de Previsión, otras veces por instituciones ajenas a ellas; la garantía que se exigía era la propia vivienda. Se trataba de créditos hipotecarios, similares a los que concedía la Caja de Crédito Hipotecario – más tarde Banco del Estado de Chile- , Banco Hipotecario o la propia Corporación de la Vivienda;
– construcción de viviendas para sus afiliados con garantía de una primera hipoteca sobre el bien raíz entregado;
– establecimiento de casas de reposo para los jubilados;
– creación de centros o campos deportivos para sus afiliados;
– habilitación de centros, casas o colonias de veraneo. Destacó, en esta parte, la Caja Bancaria de Pensiones que compró en Algarrobo los hoteles Cantábrico y Aguirrebeña para recibir allí a los bancarios; en Santiago tuvo dos hoteles para atender a quienes llegaban de provincia;
– establecimiento de clínicas, hospitales y centros asistenciales; e,
– incluso, apertura de restaurantes y centros sociales para la promoción de la camaradería entre sus afiliados.
¿Un mundo feliz? De ninguna manera. Simplemente, un mundo diferente. Un mundo que se organizó sobre la base de la fuerza sindical, un mundo que confió más en su propio poder que en el de los empresarios y capitalistas privados y consiguió disminuir las aberrantes diferencias que separaban a los sectores ricos de los pobres.
No era un sistema perfecto, en verdad, y por tal circunstancia requería de ajustes y reajustes profundos y urgentes, pero no de su abolición; ni, menos, de su completa extinción. No obstante, fue desmontado y destruido hasta sus cimientos, sin que siquiera un trabajador pudiese levantar la voz en su defensa. El por qué de tal acción, las razones de esas transformaciones sólo se explican en virtud de la lucha de clases: de una lucha de clases feroz, implacable, desatada desde las cimas del estado contra una población indefensa. Sin embargo, las clases dominantes jamás recurren a tales conceptos – que desvelarían sus propósitos-‘ para justificar sus actos. Se habló, así, de la necesidad de construir un ‘nuevo Chile’, de acabar con una presunta ‘corrupción’, de existir ‘imposibilidad para el pago de las pensiones’, en fin. A pesar de ello, lo sucedido con las Cajas de Previsión puede acercarnos una explicación más racional.
Cuando, bajo la dictadura, se ‘comprobó’ que el sistema previsional chileno estaba, prácticamente, ‘quebrado’ y urgía privatizarlo o, lo que era igual, venderlo a capitalistas privados, no sorprendió que tal expropiación se realizara sólo respecto del estamento laboral y no del personal militar; Es decir, que se aplicara sólo a los trabajadores y no a los militares que también tenían una Caja de Previsión que se llamaba ‘Caja de previsión de la Defensa Nacional’. Para ésta no rigió la condena a muerte de todo el sistema previsional. En su carácter de institución de las fuerzas armadas, al parecer, no estaba ‘quebrada’, se ‘financiaba’, era ‘rentable’.
Existe una explicación más profunda: la dictadura no se estableció para resolver los problemas del ‘país’, sino para hacer que la sociedad, en su conjunto, fuese más rentable para las clases dominantes. Su primera misión no era resolver el problema previsional sino desarticular toda la estructura de poder social organizada por el proverbial enemigo del empresariado que era (es y seguirá siéndolo) el sector de los vendedores de fuerza o capacidad de trabajo. Ultimar a las Cajas de Previsión implicaba tomar bajo su control la totalidad de los ahorros laborales del país, hacerse con el dinero de todo el sector laboral y ponerlo a disposición de los capitalistas privados. La dictadura sabía que los mayores volúmenes de dinero se encuentran, siempre, en poder de la mayoría social aritmética, y que los mejores negocios se realizan allí donde las multitudes aportan su cuota de sacrificios. Ello explica que una institución rentable como lo fue la Caja Bancaria de Pensiones, fuese destruida en su totalidad y entregados sus despojos al uso de capitalistas privados. Antiguos funcionarios de esa institución (los ministros de la dictadura Sergio Fernández y Vasco Costa), jamás dieron explicaciones al respecto; menos aún indicar qué se hizo con el dinero de la venta de los cines Gran Palace, Astor y Santa Lucía, del obtenido con la venta de la casa de reposo de Las Condes, del restaurante de Las Condes, de los hoteles de Algarrobo, de los hoteles de Santiago y cuál fue la razón de la venta y traspaso del hospital bancario a la institución que más tarde se daría a conocer como ‘BanMédica’. Pero, olvidemos todas estas particularidades; el despojo a la clase trabajadora se realizó respecto de todos sus derechos laborales.
No por otra cosa podemos, hoy, luego de más de tres lustros de democracia, entregar tan desolador balance:
– No existe para el trabajador propiedad de empleo alguna; por el contrario, periódicamente salta el vendedor de fuerza o capacidad de trabajo de la ocupación a la desocupación, de un cargo o lugar de trabajo a otro, como lo hace un electrón, en forma incesante, al compás de las fluctuaciones del mercado. Privado de toda ingerencia en los negocios del patrón, es el primero en ser sancionado por los desaciertos de aquel.
– Ha desaparecido la irreducibilidad de las remuneraciones. El riesgo de la aventura empresarial se ha trasladado desde el patrón al trabajador que nada tiene que ver con el negocio. Así como el desacierto en la conducción de la empresa permite hacer recaer la responsabilidad o culpa del patrón sobre su dependiente y despedirlo, también puede aquel reducir su sueldo de acuerdo a las fluctuaciones del mercado. Es lo que se conoce bajo el eufemístico nombre de ‘flexibilidad laboral’. No lo olvidemos, la defensa de los derechos del trabajador en la sociedad post dictatorial adquiere una connotación despectiva: se dice que la imposibilidad de reducir las remuneraciones es un lastre para la economía y conduce, por consiguiente, a una ‘rigidez laboral’, ‘rigidez salarial’ o, también, si se quiere, ‘rigidez contractual’.
– El estudio de la carrera funcionaria forma hoy parte del acervo teórico de la Arqueología social. Sustituida la ‘experiencia’ por el imperio de la ‘capacidad’, ha permitido la multiplicación de las universidades privadas y, por consiguiente, la proliferación de especialistas titulados hasta para el desempeño de las más humildes profesiones; y, como era de esperarse, la aparición del profesional cesante como regulador del precio de la fuerza de trabajo de quienes han conseguido una ocupación. En consecuencia, las empresas han sido liberadas del pago de la capacitación de sus trabajadores. La carga de la preparación laboral ha sido transferida a los propios trabajadores.
– Las remuneraciones no aumentan de acuerdo a lo que establecen determinadas disposiciones legales, sino se rigen por las leyes del mercado y lo que dispone la dirección de cada empresa. Por consiguiente, los trabajadores más dóciles y proclives a los requerimientos del patrón aumentan sus remuneraciones y ascienden con más rapidez que los demás por la escala jerárquica, robusteciendo con ello la verticalidad del mando y debilitando consecuentemente a la organización sindical.
– Se ha puesto fin a todo plan habitacional en beneficio de los trabajadores que, por lo mismo, deben volver sus ojos al mercado de la vivienda. La construcción habitacional es un lucrativo negocio en el que participan, incluso, estamentos gubernamentales y la concesión de los créditos para la adquisición de la vivienda está entregada a manos de la Banca. El estado ha resuelto el problema de su responsabilidad social con relación al problema, a través de la concesión de una ayuda conocida bajo el nombre de ‘subsidio habitacional’; las Asociaciones de Fondos Previsionales AFP (organizaciones que sustituyeron a las Cajas de Previsión) no tienen ingerencia ni muestran interés alguno en la solución de ese problema.
– Los fondos previsionales de los trabajadores del país han sido, virtualmente, expropiados y transferidos a organizaciones capitalistas que emplean los dineros en actividades bursátiles y especulativas cuando no envían dichos fondos al exterior para realizar con ellos operaciones altamente riesgosas. Los trabajadores no tienen ingerencia alguna en tales negocios; mucho menos, en cuanto a participar en la dirección de las AFP.
– Las pensiones no se obtienen por el transcurso de ‘años de servicio’ sino en virtud de ‘años de vida’, fijados actualmente en 65 y, al parecer, en un futuro no muy lejano, en 67 o 70. Esto implica que si una persona, en la época anterior a la instauración de la dictadura, había ingresado a trabajar a los 15 años y podía jubilar a los 45 (después de 30 años de servicio), bajo las nuevas disposiciones debería trabajar 20 años más. La ‘vida útil del trabajador’ (también es éste un término económico) se ha prolongado en favor del empresario. Acrecienta, por consiguiente, la percepción de plusvalor absoluto y, también, la riqueza del patrón (en términos genéricos). Consecuentemente, ha aumentado la competencia laboral con la consiguiente baja en el precio de las remuneraciones: el país se ha vuelto más ‘rentable’.
– ¿Posibilidad de elegir representantes en las Cajas de Previsión o en las AFP? Ni soñarlo. Las primeras no existen, como ya se ha dicho, y las segundas son sociedades anónimas, algunas de las cuales han sido vendidas a consorcios extranjeros. Los trabajadores están obligados a depositar sus dineros en tales instituciones, a pagar a los administradores sueldos de ejecutivos regulados por el mercado internacional y a recibir la pensión que fijan tales instituciones, generalmente más baja a la establecida por el estado sin que les esté permitido alegar derecho alguno. Otro hecho significativo es el siguiente: considerados en el carácter de sujetos incapaces de administrar los fondos que poseen, se obliga a los trabajadores a depender de una institución que sí puede especular y arriesgar tales sumas en el mercado nacional e internacional, por lo que deben pagar los respectivos sueldos de quienes realizan esas maniobras. Los sueldos de los ejecutivos de las AFP son escandalosamente altos.
– Las instituciones estatales se han cerrado a la participación de los trabajadores. Son estructuras al servicio del gran capital. Son parte del estado, cuya función primordial es, como bien lo expresa Poulantzas, organizar políticamente a las clases dominantes y desorganizar políticamente a las clases dominadas.
– Una estructura social como la que se ha enunciado en esta parte ha llevado a la muerte a las organizaciones sindicales. Muchos de los sindicatos y federaciones se han extinguido de manera casi natural; aquellos que sobreviven, lo hacen extremadamente debilitados. Una Central Unitaria de Trabajadores, remedo de la vieja Central Unica de Trabajadores CUT, tremendamente burocrática y alejada de los problemas sociales, aparece a menudo oscilando entre negociaciones gubernamentales y amenazas de convocar a movilizaciones que pocas veces cuentan con respaldo de las bases.
¿Podemos decir, como Jorge Manrique que todo o cualquier ‘tiempo pasado fue mejor’? De ninguna manera. Un ‘tiempo pasado’ no tiene por qué ser mejor que el presente o aquel por venir; ni tampoco, peor. Afirmar categóricamente lo contrario no pasa de ser una generalización temeraria y carente de fundamento o el recurso literario obligado para la construcción de una metáfora. Los individuos pueden vivir en tiempos que también pueden ser o no favorables a sus respectivos intereses. Las historia nos enseña, además, que determinados períodos en la vida de las naciones han resultado tremendamente beneficiosos para las clases dominantes en tanto para las dominadas les han sido enormemente perjudiciales. Y esas épocas pueden determinarse con la sola enumeración de las conquistas alcanzadas o la conculcación de los derechos. Como lo expresáramos anteriormente: depende del éxito que las clases dominantes hayan tenido en la lucha, constantemente, desatada en contra de las clases dominadas para mantener sus privilegios.
El saldo resulta, a menudo, desoladoramente desfavorable para estas últimas. Incluso, en democracia. Como lo podemos apreciar en este breve artículo.