Karl Penhaul, excorresponsal de guerra de CNN internacional, convivió ocho días en los llanos Orientales con una de las columnas guerrilleras de las Farc que dirigía alias ‘Mono Jojoy’ y revela en El Espectador la supervivencia nómada a que las obligó las Fuerzas Armadas, aunque también cómo siguen entrenando, recibiendo armas, combatiendo y hasta haciendo brigadas cívicas en memoria de su comandante.
Fuego salpica del cañón de una ametralladora rusa. Fusiles de asalto se unen al combate. Guerrilleros de las FARC y soldados colombianos intercambian disparos de un lado a otro de una hondonada. En una planicie cercana, solo 100 metros de rastrojo separan a otras dos escuadras guerrilleras de sus adversarios. Granadas hacen eco al explotar.
«Es duro en todo este barro», dice un guerrillero apodado Adrián mientras abraza su ametralladora M-60. «Eso es para frenar el avance de ellos (el ejército). Dentro de dos o tres días toman nuevamente posiciones y vuelven y combaten». El campo de batalla ese día fue un cerro insignificante en El Porvenir, una vereda cercana al pueblo La Julia. El hostigamiento duró casi una hora. Fue otra escaramuza en una serie de batallas anónimas que rara vez llegan a los titulares de la prensa.
Hoy en día, por lo menos en el papel, las fuerzas gubernamentales llevan la ventaja. El ataque al campamento de Raúl Reyes en 2008 fue un aviso de la devastadora campana aérea que se venía. Unos meses después, la liberación de Íngrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio en la Operación Jaque significó un fuerte golpe a las pretensiones políticas de las Farc nacional e internacionalmente.
El año pasado la operación quirúrgica que mató a Jorge Briceño, alias Mono Jojoy, fue interpretada por analistas de todo el mundo como la última parada antes del fin del camino de esta guerrilla. Pero en el terreno, ninguno de los 54 jóvenes combatientes de la Compañía Marquetalia – parte del Bloque Oriental – hablan de rendición.
«Llega a fallecer el Mono (Jojoy) y todo el mundo murió. Llega a fallecer el camarada Manuel (Marulanda) y todo el mundo murió. Eso es lo que piensan pero resulta que no», dice Jagwin, comandante de la recién reformada «Compañía Marquetalia». «Uno lo siente -añade- porque el Mono era prácticamente nuestro padre. Es como pasa en la casa cuando muere el papá, pero tiene que haber un hermano que trabaja en el desarrollo de la finca».
Al igual que Jagwin, Willinton 40, el segundo al mando de la compañía, estuvo cerca al campamento de Briceño la noche que fue bombardeado. De igual manera niega que el ataque fuera el anuncio del deceso de las Farc:
«Para las fuerzas armadas y para el resto del mundo, las Farc están en el fin del fin después de la muerte del camarada Jorge (Mono Jojoy). Pero para nosotros no es así. Somos una organización con jerarquía y cuando uno ya no está otro lo reemplaza».
La conversación se detiene abruptamente. El sonido de las aspas de un helicóptero artillado Blackhawk retumba por encima. Mientras persigue a esta columna móvil de la guerrilla descarga sus ametralladoras calibre .50. La «Compañía Marquetalia» está ya en su retirada táctica, combatientes de otras dos unidades también se retiran del filo.
Desde el colapso del proceso de paz en 2002, la guerra de Colombia no es una guerra de posiciones. En veredas como El Porvenir hay muy poco que defender. Empinados potreros de ganado. Una humilde escuela con pupitres quebrados. Y pequeños reductos de espesa selva tropical.
La retirada de la guerrilla es sufrida. Después de los fuertes aguaceros el barro llega hasta el tobillo. Los combatientes suben y bajan arrastrándose de los filos resbalosos acarreando morrales cargados de ropa, municiones y alimentos que pesan entre 60 y 70 libras.
En el momento en que salen de la selva el helicóptero Blackhawk, bautizado Arpía por los rebeldes, retorna a la vista. «Se quedan allí quieticos. Viene para acá, va a cohetear», advierte Faiber, uno de los subcomandantes de la compañía. Un misil impacta un blanco invisible y una lluvia de balas cascabelea hacia la tierra. «Me siento normal. Uno le pierde el miedo», dice Faiber, ordenando a sus compañeros seguir la marcha.
Esa noche el campamento se erigió en una platanera. Aviones de las fuerzas militares patrullaban constantemente. Comandantes rebeldes ordenaron un apagón total y confiscaron las linternas que pertenecían a los combatientes. Todas las conversaciones eran susurros.
Mientras escuchaban el zumbido sobre sus cabezas murmuraban «la exploradora», refiriéndose a un avión de reconocimiento, o a «la Marrana», un avión artillado y equipado con sofisticados sensores nocturnos. Sus vidas dependen de observar estos aviones a tiempo y evitar ser detectados.
Bajo el techo de zinc de una choza campesina abandonada, Jagwin explica como sobrevivió a un bombardeo. Era pasada la medianoche en agosto del 2009. Oyó minutos antes la llegada de una flotilla de cazabombarderos e inmediatamente el campamento se prendió en llamas y cayó una tormenta de esquirlas. Veía las siluetas y oía los gritos de sus compañeros al correr.
«El último recurso que nos quedaba -recuerda-era la trinchera. Cuando viene el bombardeo uno se entierra allí. Y al momento que llega el ametrallamiento o el desembarco (de tropa) uno va saliendo». En ese ataque 33 de sus compañeros, integrantes del Frente 27 murieron.
Willington 40 también ha sentido la furia de las misiones aéreas. Ofreció pocos detalles pero confesó que él y otros sobrevivientes tuvieron que abandonar los muertos y heridos – un tabú para cualquier fuerza militar-. «Es difícil tener que abandonar un terreno de combate o de bombardeo dejando compañeros heridos o muertos. Son compañeros y uno ha compartido la vida guerrillera con ellos. Ellos son los que han puesto el pecho a la brisa. Es difícil dejarlos pero es cuestión de fuerza mayor. A veces uno lo tiene que hacer solo para poder escapar».
Por esa razón, esa noche como todas las noches, los comandantes instruyen a los guerrilleros sobre las rutas de evacuación en caso de bombardeo. Les ordenaron usar caños poco profundos y pequeñas trincheras cavadas al lado de sus caletas para protegerse de una eventual lluvia de esquirlas. Y finalmente, antes de acostarse, esbozaron planes de combate en caso de tener que enfrentar un asalto nocturno.
Los dos días siguientes fueron una serie de extenuantes marchas. Mientras la compañía avanzaba, integrantes de por lo menos otras dos columnas y otros tres frentes de las Farc aparecían para guiarlos o simplemente saludar. La red de comunicaciones de la guerrilla estaba funcionando eficazmente a pesar de las versiones gubernamentales sobre que las Farc habían perdido «comando y control» – es decir la habilidad de diferentes unidades de comunicarse y coordinar entre ellos-.
La época de lluvias había llegado al Meta y la «Compañía Marquetalia» avanzaba menos de dos kilómetros por hora.
En el camino, nadie tenía mucho ánimo para conversar.
Estaban fatigados bajo sus morrales de 30 kilos, con rifles de asalto y morteros. Sus botas de caucho estaban llenas, mitad con agua tibia de río y mitad con sudor. Enormes raíces formaban escalones naturales para bajar los filos embarrados. Mariposas de un azul eléctrico volaban entre la maleza. Los monos aulladores se columpiaban en las copas de los árboles, aventando ramas al piso de vez en cuando.
Con pocas excepciones las edades de los guerrilleros en esta compañía oscilaban entre los 20 y 30 años.
Eran jóvenes, en buen estado físico y de familias pobres – un perfil comparable a los soldados rasos de cualquier unidad de infantería que sea del ejército colombiano o tropas estadounidenses en Irak o Afganistán-.
Hospital ambulante
El destino para la «Compañía Marquetalia» después de dos días de marcha era una choza de madera oculta en la selva. En la pared se veía un afiche escrito a mano con las palabras «Brigada cívico-militar Jorge Briceño Suárez».
Guerrilleros de una unidad hermana, la «Compañía Ismael Ayala», habían instalado una clínica para ofrecer tratamiento odontológico y cirugías menores a los campesinos y sus familias. Ponchos camuflados hacían las veces de paredes alrededor de la sala de odontología. Otro poncho marcaba la entrada a otra sala donde médicos de las Farc estaban listos para operar utilizando anestesia local.
Una madre había traído sus tres niños. Su anterior intento de buscar tratamiento con un dentista civil en La Julia – a más o menos tres horas de camino – resultó ser un viaje perdido. «Fui con ellos, pero la enfermera que saca las muelas no estaba ese día así que los tuve que traer de vuelta a la casa».
Ella, como otros esperando en la clínica de las Farc, dice que la atención en el pueblo es gratis pero de pobre calidad bajo el Sisben. Pero si algún paciente no está registrado en el programa un dentista le cobraría 25.000 pesos por sacar un diente. Aunque el costo mayor es pagar la movilización hacia el pueblo.
Mientras que las clínicas de la guerrilla como esta pueden considerarse una solución momentánea para campesinos, no representan una solución íntegra a largo plazo para las condiciones precarias de salud de estas comunidades aisladas.
Claramente es una campana de la guerrilla para ganar los «corazones y mentes» de los civiles. Yesid, uno de los médicos rebeldes, cuenta: «Lo que diariamente estamos buscando es ganar las masas. Porque el que gana las masas gana la guerra. También lo hacemos porque somos del pueblo y trabajamos para el pueblo».
Es una táctica común de cualquier fuerza militar especialmente aquellas comprometidas en una guerra irregular. El ejército colombiano tiene sus propias brigadas cívico-militares al igual que el ejército norteamericano en Irak y Afganistán.
La clínica había estado funcionando tan solo una hora ese día y una docena de civiles se habían congregado. De repente llegó la noticia de que el ejército se estaba acercando. Las consultas deberían ser suspendidas inmediatamente.
El anunciado choque entre las dos fuerzas nunca se dio. Los guías de la guerrilla no tenían una idea clara de cuantos soldados había o cuál era su trayecto exacto.
Así que la «Compañía Marquetalia» optó por mover su campamento y maniobrar para evitar a sus oponentes. Jagwin explica: «En la guerra de guerrillas se elige el terreno de combate, decimos aquí podemos pelear o allí no, o allí los podemos esperar».
Esa decisión fue un ejemplo de cómo unidades de combate de las Farc han asimilado las lecciones de sus últimas derrotas. Están reimplementando la guerra de guerrillas donde la movilidad se convierte en su ventaja principal. Es también otra señal de que esta guerra de baja intensidad podría prolongarse indefinidamente, por lo menos aquí en el campo.
Un día después, la clínica de la guerrilla estaba de vuelta y funcionando en otro lugar a varios kilómetros. Desde temprano 17 adultos y algunos niños se habían inscrito para recibir tratamiento. No hay electricidad en esta región. Sólo algunos con suerte tienen plantas o paneles solares. Por esta razón, observar una extracción de diente o un corte de bisturí sobre la piel sobre todo cuando se trata de un vecino crea un espectáculo mejor que un «show» de televisión.
Una niña observaba un hombre que ella conocía como «don Luis» mientras le operaban una hernia. Rayos de luz penetraban a través de las ranuras de las paredes de madera. Yesid, el médico, y sus tres asistentes trabajaban bajo la luz de linternas montadas sobre sus cabezas. La mesa de operaciones era una tabla de madera montada parcialmente sobre un tronco de árbol.
Una vez que la cirugía comenzó, los médicos dijeron que no tenían otra opción que continuar incluso si el ejército montaba un ataque sorpresa. «Si empiezan a caer bombas o a sonar plomo -anota Yesid- estamos en lo que estamos y no podemos dejar el paciente abierto».
En una sala contigua, la dentista Marta sacaba dientes y reemplazaba calzas. Ella ha estado en las Farc durante 19 años y como muchos otros se unió al grupo cuando era solo una niña: «estudié hasta tercero de primaria. Mi mamá nos abandonó cuando tenía seis anos. Nos dejó con un tío borracho». «Yo vendía helados en Corabastos en Bogotá y buscaba comida para mi hermano -agrega-. Luego fui a trabajar con otro hermano en una finca en el Meta y allí empecé a tener contacto con la guerrilla». Sueña con ser odontóloga en la vida civil, pero sólo cuando se acabe el conflicto. «Un día u otro esto tiene que terminar. Quizás yo no esté pero ese día vendrá. No puedo creer que todo lo que hemos hecho es en vano».
Para los líderes militares y políticos de Colombia, la visión de Marta es una ilusión. En abril pasado el comandante de las Fuerzas Militares colombianas, almirante Édgar Cely, comentó: «Las Farc y el Eln están agonizando, aunque estas organizaciones perversas se resistan a creerlo y luchen, a través del terrorismo, los explosivos y los campos minados».
Las nuevas Farc
En términos militares el año 2011 está muy distante de la época del mayor éxito de las Farc en los años 90 cuando la guerrilla podía juntar cientos de combatientes para tomar bases militares como Las Delicias, Patascoy y Miraflores o para rodear y aniquilar brigadas contrainsurgentes en El Billar.
Algunas de esas unidades guerrilleras actualmente basadas en Meta – notablemente el frente 52 y el ahora frente Policarpa Salavarieta – fueron desterradas por el ejército de posiciones estratégicamente mucho más importantes en las afueras de Bogotá.
Ese proceso comenzó cuando el ejército eliminó al estratega regional de las Farc, alias ‘Marco Aurelio Buendía’, en el oeste de Cu
ndinamarca hacia finales de 2003. Pero al parecer la guerrilla han usado esa retirada como una oportunidad para rearmarse y reforzarse.
Una mañana durante un breve descanso, Jagwin el comandante de la compañía explicó que las Farc habían logrado mantener abiertas las rutas de suministro clandestino de armamento. Exhibió un nuevo rifle de asalto que según él es una versión del M-16, pero hecho en Corea del Sur y transportado como contrabando a Colombia dentro de un barril de petróleo. El costo, 17 millones de pesos, dijo.
La ametralladora rusa PKM utilizada en el hostigamiento en El Porvenir también era nueva. La tarde anterior, Jagwin había recibido 100 granadas para un lanzagranadas múltiple MGL. Aparentemente todas las municiones tenían el sello y números de serie de la fábrica estatal de municiones Indumil. El costo de cada granada es de140 mil pesos, según Jagwin. Admitió que era más difícil conseguir bombas de mortero de 81 milímetros. Un contrabandista estaba pidiendo 500 mil pesos por cada una, reveló.
Dado el limitado acceso a televisión y radio, y marchando durante días bajo la densa selva, es fácil perder la noción del tiempo. Los días se hacen semanas y estos luego años. La revolución de las Farc se convierte en una guerra sin fin aparente. Durante los últimos 50 años, varios combates han anunciado nuevas fases en el conflicto. Pero ni una sola batalla ha determinado definitivamente el resultado de toda la guerra, ni siquiera la muerte de Mono Jojoy.
A pesar de intentos de parte de políticos de rechazar la guerra de guerrillas como una táctica desusada en el siglo XXI, el modelo claramente sigue vigente alrededor del planeta. Hoy día sus principales exponentes pueden ser islamistas radicales en Irak y Afganistán en vez de comunistas.
Pero una mirada a la Compañía Marquetalia demuestra que la guerra de guerrillas ha sobrevivido en Colombia también. Y una nueva generación de combatientes en sus veinte años ya tienen cerca de una década de experiencia en el campo de batalla.
«¿Las Farc están acabadas? De ninguna manera. Todos los presidentes desde 1964 están diciendo que acabamos con las Farc», dijo Jagwin. «No hay que dudar de que vamos por el poder», agrego Willinton 40. «Pero si el gobierno diera todo lo necesario al pueblo seguramente no habría guerrilla. No tendríamos un fin para luchar».
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(*) Karl Penhaul es periodista inglés radicado en Colombia. Ha sido corresponsal de guerra de CNN Internacional en Irak y Afganistán.