Recomiendo:
1

Todos sabemos (a qué tipo de saunas me refiero)

Fuentes: La Marea

En España, estos días, la tensión se puede cortar con un cuchillo. O, más bien, con una navaja: la de Ockham. Todos, los que creen en teorías conspirativas, pero también los que nos imaginamos rechazándolas en todo momento, tendemos a identificar lo más simple con lo probable. Se trata de un mecanismo en parte aprendido y en parte natural, y que hunde sus raíces en nuestras redes neuronales. El problema es que, a menudo, y por esta vía reduccionista, llegamos a soluciones muy dispares, pues, en definitiva, no nos resultan simples las mismas cosas.

La democracia acaba siendo una paradoja. Uno de sus críticos más realistas, Joseph Schumpeter, afirmaba que la mayoría coincide en lo que quiere, pero discrepa en la manera de obtenerlo. Schumpeter añadía también una opinión desalentadora: la gran parte de la ciudadanía desciende a un nivel infantil cuando discute sobre asuntos públicos.

Por todas estas razones, y bajo este clima y clímax de enfrentamiento político y civil, los relatos y las ficciones altisonantes se vuelven provocativos. Y casi nadie es de piedra. Para alguien que ha decidido creer que el todavía presidente Pedro Sánchez es un psicópata capaz de cualquier tropelía con tal de mantenerse en el poder, la explicación más sencilla a la insólita carta del pasado miércoles apunta a una elaborada, casi barroca, jugada política. A una estrategia que consistía, primero, en atrincherarse en La Moncloa, y después, en emplear la carrerilla legitimadora (#notevayasPedro) para poner en marcha una ofensiva totalitaria contra el poder judicial y la prensa crítica.

El comportamiento humano es inoportunamente paradójico. En tiempos de alta complejidad, reaccionamos con una creciente implicación emocional. Los que, hasta ahora, han escogido identificar a Sánchez con el mal, no han dudado en atribuir a su conducta fines pérfidos. Ya no es solo una cuestión de creencias: es que, para muchos, llegar a cualquier otra conclusión que admitiera en la carta del presidente proporciones dispares de cálculo político y de expresión emocional sería demasiado costoso. Exigiría matizar el supuesto fundamental -que Pedro Sánchez es malo y perjudicial para nuestra salud-, y plantearse, con ello, la posibilidad de que este fuera, siquiera a ratos, algo parecido a un ser humano.

Esta última es una hipótesis que no puede ni contemplar quien lleva años constatando la inhumanidad del presidente. Para quien ha retomado el espíritu de 1808 en pleno Estado de las Autonomías, Pedro Sánchez es el presidente capaz de promover la ficción de una falsa pandemia para instaurar un tremebundo régimen totalitario y, al mismo tiempo, ocultar millones de muertos por coronavirus. No se confunda el lector: las dos acusaciones solo son contradictorias si nos obcecamos en una cuestión superficial, si hubo o no pandemia, y si pasamos por alto la realidad profunda e incuestionable de la mendacidad criminal del jefe del Ejecutivo. Cualquier versión de los hechos, aunque incluya microchips satánicos, o abortivos (lo mismo da), es más verosímil que lo que pueda salir de la boca del presidente. Los villanos, originariamente habitantes de las villas y malvados últimos de la ficción, carecen de derechos inscritos en las Leyes Fundamentales de nuestra narrativa contemporánea.

La erosión de las instituciones democráticas

La de arriba es, más o menos, la versión conspiracionista del antisanchismo, suscrita únicamente por una minoría y difundida en redes sociales, tabloides digitales y foros de internet relativamente subterráneos. Hasta hace poco había sido así, pero en la actualidad, esta ha sido asistida por aliados mediáticos a cuyas cuentas de resultados contribuyen determinados poderes públicos territoriales. Este discurso, en un principio en el extrarradio de la política, se retroalimenta con la desconfianza en las instituciones, al tiempo que la potencia. Y, más allá de sus efectos inmediatos, teorías conspirativas como la del 11-M o la plétora de fabulaciones que se propagaron durante la pandemia de la COVID-19 -incluyendo, cómo olvidarla, la posible autoría política de la nevada ‘Filomena’-, pueden dejar un poso profundo a largo plazo.

Que el listón del delirio se eleve permite que los excesos de nuestros representantes quepan en lo políticamente aceptable. Pablo Casado, líder de la oposición en 2020, nunca habló de vacunas con microchips, pero sí de la “dictadura constitucional” que pretendía instaurar Sánchez valiéndose de la pandemia.

El efecto agregado de este mensaje no es el de inducir a los votantes de partidos de derecha a suscribir teorías conspirativas sino, más probablemente, el de reforzar su desconfianza hacia los sucesivos gobiernos de coalición de izquierdas y la figura del presidente. Una vez que esa desconfianza se asienta profundamente en el sentido común compartido, la explicación más simple siempre será que Pedro Sánchez miente para aferrarse al poder, sea recurriendo al fraude electoral o a una carta lacrimógena que nadie se puede creer, porque todos sabemos que Pedro Sánchez siempre miente. También la izquierda ha contribuido a consolidar la imagen maquiavélica del presidente mitificando, ora en serio, ora en broma, sus cálculos estratégicos. El propio mandatario del PSOE lo ha hecho participando del culto icónico a las redes sociales y a la individualización inmediata de la política.

Todos sabemos lo que hay en esas saunas

Toda esta teoría encuentra un buen y reciente ejemplo en las acusaciones más recientes que Ester Muñoz, vicesecretaria de Educación y Sanidad del Partido Popular, lanzó contra Sánchez y su entorno en una comparecencia ante los periodistas en el Congreso de los Diputados el pasado miércoles. De Muñoz, que, al margen de consideraciones morales, acumula méritos para un ascenso político, podemos destacar una afirmación particularmente ilustrativa del sentido común suspicaz que más aplicación encuentra en este ambiente. Disponiéndose a enumerar los “escándalos que rodean al presidente del gobierno en su entorno familiar”, Muñoz comenzó señalando al suegro de Sánchez, “que se enriquece con esas saunas, todos sabemos a qué tipo de saunas me refiero”.

La eficacia de la insinuación radica en que no hace falta concretar nada, porque todos sabemos, y, de tal modo, diversos segmentos del electorado pueden dar forma mental a la acusación que mejor encaje con su versión del sentido común. En principio, es perfectamente legítimo ganarse la vida, e incluso enriquecerse, con unas saunas, pero “esas saunas, todos sabemos a qué tipo de saunas me refiero”, deben de tener algo especial, algo sucio, tan evidente para cualquier persona razonable que no hace falta ni nombrarlo.

Habrá votantes del Partido Popular que verán validadas, con esa afirmación, sus actitudes homofóbicas, aunque nadie puede acusar a Ester Muñoz de homofobia porque ella no ha dicho que sean saunas gay, ni que hubiera nada de malo en que lo fueran, sino que “todos sabemos a qué tipo de saunas” se refiere. Otros conectarán la mención con el discurso delirante de la activista de la verdad Pilar Baselga sobre la falsa transexualidad de Begoña Gómez, a la que acusaba además de estar «involucrada en temas de narcotráfico» -otorgando, subrayémoslo, un peso inferior a este supuesto delito-. Y, naturalmente, los simpatizantes más moderados y liberales del PP entenderán, como ha defendido la propia Muñoz cuando se le ha pedido que aporte las pruebas en que sustenta sus acusaciones, que esta se limitaba, simplemente, a formular preguntas y dudas legítimas a partir de noticias publicadas en los medios, y que el presidente tiene la obligación de explicar. Todos lo sabemos, es de sentido común.

Al margen de lo que pase, ha pasado mucho ya, pero no deberíamos responder con una moneda similar que multiplicara la confusión. A la vista de las similitudes que guardan entre sí las teorías conspirativas y las graves acusaciones lanzadas contra gobiernos de izquierda y de centro por la derecha nacional-populista en distintos países, con esposas a las que se señala como mujeres trans (Brigitte Macron, Michelle Obama), plandemias, tramas de asesinatos infantiles en pizzerías y otros contubernios ultraprocesados, resulta tentador dar a todo ello una explicación, de nuevo, conspiracionista. ¿Hay una trama internacional concertada para derribar gobiernos uno tras otro, como piezas de dominó? Ya le gustaría a Steve Bannon, aquel épico asesor del expresidente Donald Trump, pero, antes de hacer uso indebido de la navaja de Ockham y correr el riesgo de clavárnosla, vale la pena preguntarse si, acaso, partidos y agentes políticos repiten jugadas similares en distintos países básicamente porque ven que parecen funcionar en otros sitios. Una verdad práctica y algo menos mareante.

En caso de que así sea, si la derecha reconquista por esta vía el poder político en España -pues pocos poderes le son ajenos hoy día-, la repetición de la jugada será cada vez más probable. Si definimos algo como real, lo será, más o menos, en sus consecuencias. Todos, y también todas, lo sabemos.

Fuente: https://www.lamarea.com/2024/04/27/todos-sabemos-a-que-tipo-de-saunas-me-refiero/