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Todos tenemos un casco de bisonte en la cabeza

Fuentes: Rebelión

«La herramienta de los propagandistas es explotar eficazmente símbolos de repugnancia al servicio del odio». (Robert Sapolsky: Compórtate)

El comienzo de la  enésima pelea entre nuestras sectas políticas ha querido coincidir en el tiempo con el primer aniversario del asalto al Capitolio acontecido en la capital federal de los Estados Unidos de Norteamérica. Yo he encontrado un detalle que ambos eventos comparten más allá de la citada casualidad cronológica.  

En lo ocurrido en el día de Reyes del año pasado en tierras americanas hubo la implicación de personajes que usaron como símbolo destacado, mostrado profusamente en imágenes publicadas urbi et orbi, una especie de peludo casco adornado por un par de hermosos cuernos que semejaba una cabeza de bisonte. El sujeto que lo portaba llevaba el rostro pintado con los colores de la bandera de la república de sus amores patrios. En cuanto a nuestro lío, el que se ha montado aquí y que aún, cuando escribo estas palabras, mantiene fuelle de polémica tras más de una semana dándole vueltas por parte de unos, de otros y de quienes lo cuentan –no sin sus dosis de manipulación suministradas a discreción–, todo gira, supuestamente, alrededor de si ganadería española sí o ganadería española no. No se me puede ocurrir planteamiento más idóneo para la promoción de la confrontación demagógica al estilo del que fuera en su momento eslogan de campaña: «comunismo o libertad»; el cual, por cierto, se reencarnó hace unos días vía Twitter en el lema «más ganadería, menos comunismo».

Como se puede apreciar, también en nuestro país, como allende el Atlántico, tenemos metidos en las cabezas de todos los polemistas en liza a esos animales, ya sean bisontes, vacas o cerdos, tan nuestros éstos últimos, por lo del jamón ibérico y tratarse de bestias tan cristianas (es decir, excluidas de las dietas musulmana y judía, que siempre hemos sido y seremos una nación católica caiga quien caiga).

Yo no pretendo entrar en este modesto artículo en la trifulca politiquera –que no política–. Se puede decir lo obvio: que el fondo de lo que dijo Garzón, enésima excusa traída por los pelos para desgastar al Gobierno, es sensato en su esencia (avalado incluso por los posicionamientos de organismos internacionales respetados por tirios y troyanos), que el ejecutivo se ha dejado enredar torpemente por un craso bulo, que este país en el espacio público de debate se halla instalado desde hace ya demasiado tiempo en rocosas trincheras, etc. Lo que a mí me da que pensar es ese icono del casco de bisonte, por el poder movilizador que parece tener la imagen de las reses pastando, de los chuletones de ternera de Ávila en su punto, de los cerdos hozando plácidamente en la campiña extremeña. Es que creo que hay una profunda verdad antropológica en ese icono que nos ofreció como un regalo el universo simbólico de los wasp (white anglo saxon protestant) que tomaron el Capitolio. Téngase en cuenta que lo que había dentro de ese casco y de cualquier otro tocado por extravagante que sea que adorne con buen o mal gusto cualquier humana testa es siempre una cabeza, con su cráneo y su cerebro y todo el resto de adornos.

El cerebro de cualquiera de nosotros, incluidos los de los excéntricos del casco de marras y los de los que ahora participan en la caza de brujas a cuenta de nuestra ganadería, es el producto del proceso evolutivo del que es resultado eso que llamamos ser humano. La estructura de nuestro encéfalo es idéntica en esencia al de la primera homo sapiens hace como unos doscientos mil años (dando por válida la hipótesis de la Eva mitocondrial). Como producto de la evolución ese órgano conserva los mecanismos más primitivos de respuesta a los estímulos y circunstancias del medio en el que nos desenvolvemos propios de aquellas especies que nos preceden en la fascinante historia de los seres vivos. Todos sus rasgos son dictados en todo caso por la selección natural de acuerdo con la exigencia de la mera supervivencia en un medio puramente natural plagado de peligros.

El médico y neurocientífico norteamericano Paul D. Maclean (1913-2007) fue el primero en reconocer la relevancia del desarrollo evolutivo de nuestro encéfalo a la hora de explicar por qué somos como somos. Al enunciar la conocida como teoría del cerebro triúnico, que data de 1970, propuso que nuestro encéfalo en realidad es tres en uno: el reptiliano, el sistema límbico y el neocórtex. En nuestras cabezas se esconde el misterio de la animalísima trinidad, mucho más relevante que el de la Santísima a efectos de la comprensión del sentido de nuestra existencia.

Se trata en resumen de que, en lo profundo de nuestro encéfalo, en nuestro tallo cerebral, reside la regulación de nuestros elementos básicos de supervivencia, como la homeostasis. Sus manifestaciones son en forma de impulso y esas pulsiones contribuyen a avalar una visión estereotipada del mundo. Digamos que para esta provincia de nuestras cabezas no existen los matices. Es la herencia evolutiva más antigua, la que proviene de animales como los cocodrilos. Pero podría decirse que por encima de ese tallo –siguiendo ese modelo de encéfalo uno y trino– tenemos el cerebro de un mamífero, de una vaca, el cerebro paleomamífero que comprende el sistema límbico. De sus estructuras surge toda la variopinta paleta de nuestras emociones, elaboración más sofisticada de esas sensaciones más básicas útiles para la supervivencia del organismo. Todo lo que forma parte de él conforma lo que el neurocientífico norteamericano Joseph E. LeDoux denomina «el cerebro emocional». En su anatomía ha sabido reconocer los circuitos de la ansiedad y el miedo. Por último, el neocórtex o corteza cerebral constituye el cerebro neomamífero, la parte más moderna evolutivamente hablando; la poseemos los mamíferos superiores, como todos los primates, entre los cuales se halla homo sapiens. Esa capa de tejido nervioso gelatinoso visible en primer lugar si se levanta la tapa de los sesos es la que hace posible la interpretación de nuestras emociones, su regulación, el juicio y la planificación.

Así que la ciencia nos dice que, en efecto, todos tenemos un casco de bisonte en la cabeza. Con su evidencia corrobora lo que desde la filosofía es una vieja idea: la existencia de semejanzas fundamentales que son universales a todos los seres humanos. Eso es lo que yo veo en el actual ataque contra el ministro comunista-antiganadería Baltasar Garzón, con el que se trata de poner en aprietos electorales al actual Gobierno. El propósito es activar ese resorte atávico que todos tenemos en nuestras cabezas y que puso a ese tipo con su casco de bisonte y su bandera pintada en su rostro dentro del Capitolio, espacio concebido para la racionalidad y la razonabilidad, pero desprotegido, como se pudo constatar, ante las pulsiones que bullen en lo más profundo de nuestros primitivos encéfalos. Esa cabeza de bisonte es la que dirige una campaña basada en un bulo que se desenvuelve fuera de los límites de la racionalidad y que no resiste la más mínima demanda de razones, es decir, que tampoco resiste el criterio de la razonabilidad; pero que es efectiva en tanto en cuanto estimula nuestra mente más primitiva poniéndonos en modo supervivencia, promoviendo el miedo de quienes pueden verse amenazados en su modo de ganarse la vida. Es una muestra más de la práctica del tribalismo político.

Estos hechos que aquí traigo a colación serían la prueba de lo que el psicólogo  moral Jonathan Haidt defiende en su libro La mente de los justos, que los juicios morales y políticos no surgen de la razón sino de los instintos. La presente polarización política sería la manifestación de esa ley psíquica que tiene su raíz en los mecanismos neurológicos antes expuestos. Ahí estaría la explicación de lo que se observa en la arena política y que genera la sensación de que los adversarios, además de enfrentarse entre sí no entienden sus respectivas posturas, que ni siquiera lo intentan. De este modo se hace muy difícil, por no decir imposible, el ejercicio de una sensata y fructífera actividad política. Así el debate público se convierte en un griterío y cada ciudadano se instala en la certeza inamovible de aquello en lo que cree, retroalimentándola de continuo dentro de su burbuja personal de información y prejuicios. El diálogo democrático se torna imposible al perder todo interés por la verdad y es sustituido por una confusa confrontación entre opiniones encallecidas. El problema real –en este caso la necesidad de regulación de la producción ganadera en aras de la sostenibilidad y la mejora de la calidad del producto– queda enterrado bajo la hojarasca de las acusaciones sin sustento objetivo y oculto tras la niebla causada por la polución ideológica.

Lo que está ocurriendo desde hace más de una semana, hasta extremos que rozan el delirio, con las vacas, los cerdos y las granjas da la razón a Jonathan Haidt en lo que se refiere a la forma en la que nuestra mente reacciona ante las situaciones detonantes del juicio moral. Éste rara vez parte de una reflexión consciente disciplinada por las normas de la racionalidad, que es, en cualquier caso, un desiderátum ideal, nunca un principio natural de nuestra forma de pensar. Si se puede mantener esa concepción racionalista sobre el modo en que respondemos a las situaciones que exigen evaluación en términos de bueno y malo es porque aún estamos, en el nivel de las explicaciones teóricas, bajo el influjo del paradigma filosófico occidental que ha dominado durante la mayor parte de la historia de la civilización. La filosofía occidental ha adorado la razón y desconfiado de la pasión durante decenas de siglos. El ser humano es el animal racional,  ¿no? Este fue el axioma del que había que partir a la hora de construir cualquier antropología. Quedó claro en la encrucijada que supusieron a este respecto las tesis contrapuestas de René Descartes y David Hume en los albores de la modernidad. El segundo reconoció en el siglo XVIII que la razón, lejos de ser la diosa a la que los hombres adoraban según la Ilustración, era la sierva de las pasiones. Pero la modernidad, en cuyo marco filosófico se conforman históricamente las democracias liberales, asumió la tesis cartesiana de la primacía ética de la razón. Es lo que Haidt denomina «fantasía racionalista».

Nos encontramos aquí ante una falta de correspondencia entre la realidad de la vida en las sociedades democráticas y el ideal antropológico que les ofreció un fundamento teórico. Los espacios de debate en los que las sociedades democráticas se juegan sus destinos se conformaron sobre el supuesto filosófico de la fantasía racionalista, la creencia que no se ajusta a la realidad de que la razón tiene el mando sobre los instintos cuando se trata de tomar decisiones de calado moral o político.

Uno de los principios básicos de la psicología moral es que las intuiciones van primero y el razonamiento estratégico después. Lo ocurrido con el asuntoGarzón no se entiende en términos de racionalidad, el modelo de pensamiento que debería regir en el espacio democrático idealmente, pero se entiende muy bien dentro del marco interpretativo de los comportamientos que ofrece el modelo intuicionista social. El éxito de quienes buscan desgastar al Gobierno ha radicado en dar con un elemento disparador de reflejos morales de gran poder detonador de emociones. Lo han logrado no sólo en una buena parte de la ciudadanía, sino también en el dominio de la opinión pública y hasta en algunos integrantes del Gobierno y del partido mayoritario en él. ¿Cómo si no cabe explicar las reacciones a la defensiva del Presidente Sánchez, de otros ministros y de algún barón socialista, muy contundente en sus críticas a las declaraciones del señor Garzón? Ellos han reaccionado como tantos admitiendo intuitivamente la validez de esa burda simplificación en la que han convertido sus palabras, confundiendo los diferentes ámbitos de la ganadería; que si extensiva, que si intensiva, que si macrogranjas. Han caído en la trampa del planteamiento tribal de la cuestión, tan socorrido para el sector político de la derecha a efectos de generar polémica: si la ganadería es española, y nada español puede ser malo (porque si dices lo contrario eres un antiespañol, o sea, un enemigo de la tribu), entonces no puedes decir nada malo de la ganadería española, tomada así como un todo indiscernible en sus partes y escalas de producción. Y de aquí a «más ganadería y menos comunismo» sólo hay un paso, pues todo ciudadano español de bien sabe que el comunismo es una ideología totalitaria que pretende cerrar todas las granjas e imponer por Real Decreto el veganismo.

Ese casco de bisonte del patriota estadounidense invasor del Capitolio es la condensación icónica del expuesto modelo intuicionista social. Ese extravagante tocado tiene mucho de revelación de la genuina naturaleza de nuestra moralidad. Sin querer su portador no sólo estaba representando la idiosincrasia en su pura esencia de «la nación de los libres y de los valientes», sino que estaba plasmando icónicamente toda una antropología filosófica: la testa de un animal de manada dominado por las pasiones, las cuales tienen su origen en unos mecanismos primitivos filogenéticamente diseñados para su mera supervivencia. Los cuernos como la materialización de las pulsiones agresivas, de la disposición innata al enfrentamiento contra todo aquel que sea señalado como amenaza para la manada; el casco como ese impenetrable escudo protector contra el cuestionamiento de los prejuicios y creencias propias.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.