Quiero hablarles de Tolstói, de cuya muerte se cumplió el centenario el pasado 20 de noviembre. Ya sé que no toca, y que andamos todos angustiados por sucesos demasiado graves como para distraernos con la menudencia de recordar a uno de los más grandes escritores de la historia. Lo sé, me había dado cuenta con […]
Quiero hablarles de Tolstói, de cuya muerte se cumplió el centenario el pasado 20 de noviembre.
Ya sé que no toca, y que andamos todos angustiados por sucesos demasiado graves como para distraernos con la menudencia de recordar a uno de los más grandes escritores de la historia. Lo sé, me había dado cuenta con asombro de lo poco que se ha hablado por estos pagos del autor de Guerra y paz, la que para muchos, entre los que me incluyo, es una de las diez mejores novelas que se han escrito nunca, si no la mejor de todas. No corren tiempos propicios para la buena literatura, ni tampoco para la observación meticulosa de la realidad o para la duda sincera, virtudes ambas de la obra de Tolstói.
Hemos pasado una semana atroz, que comenzó con una nueva carga contra nuestro país de los «mercados» -pues es así como hoy se llama a la oligarquía financiera, para espanto de mi frutero-, y ha finalizado con el estallido de un durísimo conflicto laboral de los controladores aéreos, resuelto por el gobierno manu militari. Es el signo de la oscura época en la que nos adentramos. El hábito de razonar se considera un vicio paralizante del que hay que librarse; se exige contundencia, dureza, ánimo feroz e implacable. Se le pide al gobierno que muestre «determinación» y el gobierno responde que «no le temblará el pulso», y sin temblor alguno decide condenar al hambre a las más de medio millón de familias que sobreviven con la ayuda miserable de 426 euros, malvende la riqueza pública y baja por enésima vez los impuestos a las empresas.
La humanidad, e incluso la compasión, rasgos tan propios del carácter del padre de Ana Karenina, suponen hoy un lujo que quienes mandan no nos permiten. «Hay que adoptar medidas anti populares», urgen comentaristas en todos los coloquios televisivos y editoriales de prensa, como si el mero hecho de que irriten a la gente o empeoren su vida hiciese que las medidas fuesen necesarias, quizá por aquella vieja máxima de que quien bien te quiere te hará llorar. ¿Y quién ha concedido a los comentaristas la gracia de ver, por encima de sus conciudadanos, lo que a sus conciudadanos conviene aun en contra de su voluntad? Porque éste es el tono inconfundible de la mentalidad pre fascista, la exigencia conminatoria de «un golpe de azadón», como reclamaba un terrateniente en la película Novecento.
Por eso, precisamente, me van a permitir ustedes que recuerde ahora que, hace casi un siglo, confinado entre las frías alamedas de Yásnaia Poliana, Lev Tolstói, uno de los más grandes escritores de la historia, trataba de comprender la turbulenta época que, a él como hoy a nosotros, le tocó vivir. Y vacilaba. Y se compadecía por la suerte de los más débiles, y en ocasiones hasta le repugnaba su propia condición de aristócrata. Buscaba respuestas en una sensible y contradictoria conciencia religiosa, tan poco convencional que la Iglesia ortodoxa lo excomulgó en 1901 (en este año de 2010, la autoridad religiosa de su país ha vuelto a negarse a perdonarlo, cosa que por otro lado seguramente Tolstói jamás hubiese pedido, argumentando que, a pesar de su excelencia artística, sus ideas hicieron mucho daño a Rusia y al cristianismo; o sea que seguimos como estábamos).
En sus últimos años, Tolstói llegó a poner en duda que hubiese merecido la pena el magnífico tesoro de sus mayores obras literarias. Comprendía las razones del movimiento revolucionario y al mismo tiempo huía de él. Declaró que abominaba la lucha política y que lo que anhelaba era encontrar un camino de perfeccionamiento individual días antes de la masacre de manifestantes pacíficos ordenada por el zar el 9 de enero 1905, y luego se sintió horrorizado de su propia pasividad frente a monstruosidad semejante.
Murió atormentado por la duda, en medio de un volcán que vino a entrar en erupción muy poco después. Pero nos legó uno de los más preciosos frutos del espíritu humano. Y es seguro que, de no haber dudado, su creación no hubiera alcanzado ni a sombra de la prodigiosa y turbadora belleza que logró, ni mucho menos nos hubiese regalado a personajes tan asombrosos como el príncipe Andrei o Natasha Rostova.
Mañana, si lo prefiere después del linchamiento correspondiente a los controladores aéreos, o a los funcionarios, o a los conductores de metro, o a los inmigrantes árabes, que siempre están a mano, o quien quiera que entonces toque aplastar con el sagrado yugo de nuestra sagrada indignación, busque un rato para leer o releer un libro de Tostói. Y pregúntese de paso si no pudiera ocurrir que se hubiese equivocado en su última elección de culpables. Mire si no hay otra esquina desde la que mirar. Tal vez no sea tiempo perdido.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.