Este es un libro de historia. De pequeños héroes y heroínas de la vida cotidiana que día tras día se enfrentan a sus limitaciones y a sus errores. De hombres y mujeres comunes que trabajan, cuidan, se organizan, luchan, se quieren y se pelean -incluso hasta llegar a odiarse-, y mientras tanto, intentan disfrutar de la vida.
Este libro aborda la historia de nuestro país desde una perspectiva diferente, la de las personas que lo hacen posible por medio de su trabajo. Trabajando en las empresas o en la Administración a cambio de un salario y trabajando en el ámbito familiar cuidando de manera gratuita.
Esta es la historia de los obreros de la empresa asturiana Duro Felguera, que iniciaron una huelga para que readmitieran a unos compañeros despedidos en una fábrica que la Duro tenía en Galicia, a los que ni siquiera conocían. Una huelga indefinida que se mantuvo durante dos meses.
Esta es la historia de los trabajadores de la minería, el metal y la construcción, y de las trabajadoras del textil que, tras la muerte de Franco tumbaron el proyecto continuista del rey Juan Carlos, Arias Navarro y Manuel Fraga para mantener la dictadura con cambios menores y forzaron al monarca y a Adolfo Suárez a liderar la transición a la democracia. Y lo hicieron con huelgas, piquetes y manifestaciones, enfrentándose a la represión de la policía franquista, jugándose la libertad y en demasiadas ocasiones, arriesgando también la vida.
Esta es la historia de los jornaleros y jornaleras que en 1983 marcharon durante varios meses por toda Andalucía bajo un sol abrasador reclamando una reforma agraria que garantizara el acceso a la tierra para poder cultivarla y acabara con la pobreza y el hambre.
Esta es la historia de los agricultores y ganaderos gallegos que ocuparon carreteras con sus tractores para poder seguir viviendo y trabajando en el campo.
Esta es la historia de los trabajadores del sector naval, la siderurgia, la minería, el textil y el metal, que se enfrentaron al desmantelamiento industrial.
Esta es la historia de las mujeres de la fábrica de Jaeger Ibérica de Barcelona que, a finales de los 80, realizaron 27 jornadas de huelga hasta que la empresa aceptó pagarles lo mismo que a sus compañeros hombres, que no les apoyaron durante los paros, pero que al menos les hicieron un pasillo y aplaudieron a su paso, cuando, victoriosas, volvieron a sus puestos de trabajo.
Esta es la historia de las trabajadoras de la fábrica de camisas IKE, que en los 90, ante la incapacidad del empresario de sacar el negocio adelante y la dejadez del gobierno asturiano, defendieron sus empleos por todos los medios a su alcance. Cortaron carreteras con neumáticos ardiendo, ocuparon barcos y embajadas, cantaron villancicos bajo la casa del presidente autonómico y realizaron un largo encierro en el taller, tan largo, que tuvieron tiempo para estrechar lazos de amistad, enfrentarse juntas a la depresión, estudiar, cuidar a sus familias y celebrar los cumpleaños de sus niños en la fábrica ocupada.
Esta es la historia de los trabajadores de Sintel acampando en el centro de Madrid junto a sus familias hasta conseguir un acuerdo con el Gobierno que salvara sus puestos de trabajo.
Es esta una historia viva, que continúa hasta hoy, como demuestran las trabajadoras de las residencias de ancianos de Vizcaya. A finales de 2016, estas mujeres iniciaron una huelga para exigir mejores condiciones laborales y una atención digna a los usuarios, hasta que la patronal aceptó reducir la jornada a 35 horas semanales y duplicar el salario mínimo de convenio hasta alcanzar los 1.200 euros mensuales. Para que los empresarios cedieran fue necesaria una huelga algo especial: duró 370 días.
Nubes oscuras que impiden ver
Esta también es la historia de la otra parte de la clase trabajadora, la que no quiere líos, la que tiende a aceptar lo que hay, porque «es mejor que nada», la que solo se suma a las huelgas cuando no le queda otra opción para abandonar en cuanto se presenta la primera ocasión, porque «todos son iguales» y «aquí cada uno que se busque la vida». Esta es una parte importante de la clase trabajadora, a la que no se le suele prestar atención, pero que muchas veces es determinante.
La historia de los sindicatos es también una historia de conflictos internos, de limitaciones y de errores. De casos de corrupción, prácticas clientelares, tendencias corporativas y proyectos fallidos de servicios inmobiliarios que tuvieron en vilo a miles de familias trabajadoras durante años.
Es esta una historia de confrontación interna, de debates duros que se enconan cuando se constata la impotencia para hacer frente al avance del paro y la precariedad y chocan las distintas posiciones: las que proponen aceptar la realidad y las que llaman a movilizarse para cambiarlo todo. La historia de los sindicatos en España es también una historia de expulsiones, acosos, escisiones y peleas internas de gran dureza. Y en algunos casos es también una historia de reconciliaciones y reunificaciones.
La historia de los sindicatos es la historia de trabajadores y trabajadoras organizados sobre todo en grandes centrales confederales como Comisiones Obreras (CCOO), Unión General de Trabajadores (UGT), Eusko Langileen Alkartasuna (ELA) y Confederación Intersindical Galega (CIG), en otras más pequeñas como Unión Sindical Obrera (USO), Confederación General del Trabajo (CGT), Langile Abertzale Batzordeak (LAB), Intersindical Canaria (IC), Corriente Sindical de Izquierda (CSI) y Confederación Nacional del Trabajo (CNT), y también en centrales sectoriales como el sindicato de enfermería SATSE, la Confederación de Sindicatos de Trabajadoras y Trabajadores de la Enseñanza (STEC), la Confederación de Sindicatos Independiente y de Funcionarios (CSIF), la Unión Sindical de Policías (USP), el Sindicato Unificado de Policía (SUP) o la Unión Sindical de la Policía Municipal (USPM).
Es esta por tanto una historia de organizaciones sindicales formadas por millones de personas, muchas de ellas extraordinarias. Como Nicolás Redondo, secretario general de UGT, que fue capaz de enfrentarse al presidente del Gobierno y secretario general del PSOE Felipe González, oponiéndose a la política económica neoliberal y defendiendo la autonomía del sindicato respecto al partido hermano. Como Lidia Senra, primera mujer elegida secretaria general de un sindicato en España, que impulsó la participación de los afiliados en el Sindicato Labrego Galego y extendió el feminismo en la organización.
Esta es también la historia de miles de militantes, delegados y dirigentes que se enfrentaron a situaciones complicadas, en las que había que tomar decisiones difíciles, donde no era factible conseguir todo lo deseado y largamente luchado y fueron decisivos para lograr los mejores acuerdos posibles. Entre estos militantes, podemos citar a Manuel Sánchez Terán, de CCOO, encerrado con sus compañeros de Duro Felguera en la torre de la catedral de Oviedo para evitar doscientos despidos y el cierre de la empresa. A Ana Carpintero, de la CSI, liderando la huelga de las trabajadoras del textil de IKE; a José María Grúber del Sindicato Unitario (SU) y a Antonio Pérez, de UGT, al frente de la lucha de los trabajadores de SNIACE en Torrelavega (Cantabria) para evitar el desmantelamiento de la fábrica; a Paqui Cuesta, de CGT, impulsando la participación y la movilización de los trabajadores de Ford para reducir la precariedad, los accidentes y las enfermedades profesionales, a lo que la multinacional norteamericana respondió con el despido; a Héctor González, de CNT, organizando a los trabajadores de la hostelería en Gijón, e irritando a los empresarios del sector, que consiguieron procesarle con una petición de 15 años de cárcel, después de haber sido apuñalado mientras participaba en un piquete. A Tania Mercader, de CCOO, organizando la huelga de las trabajadoras de Jaeger Ibérica que obligó a la empresa a pagarles lo mismo que a sus compañeros hombres. A Antonia Valenzuela, también de CCOO, encerrada con cientos de familias jornaleras andaluzas en las sedes de la patronal agraria hasta lograr que los jornales del campo se hicieran con contrato y con derecho a seguro de desempleo y a jubilación. A Javier Romeo, sindicalista de CCOO en Bosch de Madrid desde las huelgas contra la dictadura en enero de 1976 hasta su jubilación treinta años después en una fábrica cuyos trabajadores consiguieron que no hubiera un solo despido en todos esos años.
Pan y rosas
La columna vertebral de los sindicatos de clase está formada por delegados sindicales, que en su mayoría han sido elegidos por sus compañeros para formar parte del comité de empresa, el órgano de representación unitaria de la plantilla de cada centro de trabajo. Los hombres y mujeres que deciden dar un paso al frente y convertirse durante un tiempo en delegados sindicales, lo hacen generalmente para cambiar las cosas, para responder a abusos de poder, para acabar con las discriminaciones y los favoritismos y para mejorar sus condiciones de trabajo, incluido el salario. Para conseguir estos objetivos, no tratan de solucionar su situación personal ganándose el favor del jefe o la dirección de la empresa, sino que buscan mejoras que beneficien a todos los compañeros. En muchas ocasiones, esto supone perder posibilidades de promoción profesional y en muchas empresas, como veremos en detalle a lo largo del libro, significa también sufrir represalias. Por eso, los hombres y mujeres que participan en los sindicatos de clase suelen compartir una forma de ser más solidaria que individualista, y suelen compartir valores como la igualdad, la justicia, el apoyo mutuo, el ayudar a quien tiene problemas y el no dejar a nadie tirado.
Generalmente, quien participa en un sindicato de clase lo hace no solo para mejorar sus condiciones de trabajo, sino también para contribuir a cambios más globales: reducir las desigualdades sociales, acabar con la pobreza, defender la sanidad y la educación pública, acabar con la violencia contra las mujeres, oponerse a las guerras, especialmente a las de carácter imperialista, cooperar con el desarrollo de los países de África, Asia y América Latina, lograr la igualdad entre hombres y mujeres, proteger el medioambiente o mejorar la democracia.
Estos ideales de transformación social son los que ayudan a los delegados a soportar la confrontación con la empresa, los conflictos con los compañeros, la competencia entre distintos sindicatos (que no siempre es limpia) y las luchas internas que existen en todas las organizaciones. Muchas veces, estos ideales son los que permiten resistir en una labor sindical que es gratificante, pero también dura. Tan dura que a veces es imposible seguir.
La vida misma
Rosa respira hondo y entra en la primera planta de la oficina. Siempre siente un poco de vértigo, pero en seguida se concentra en la tarea y empieza a repartir las hojas del sindicato. «Buenos días, te dejo este comunicado sobre la negociación del convenio colectivo» va repitiendo mesa por mesa. Algunas personas ni siquiera contestan, otras responden amablemente, pero sin mucho interés, y también hay quien agradece la información y pregunta alguna cuestión. A veces también recibe críticas más o menos duras, comentarios a las noticias sobre casos de corrupción en los sindicatos, y en contadas ocasiones, insultos, sobre todo cuando hay huelgas. «Poca cosa», piensa Rosa, que no olvida cómo era hacer sindicalismo en la empresa de logística donde tuvo su primer contrato, cuando el encargado llamaba a los guardas de seguridad y a la policía para impedir que repartiera los comunicados y hablara con los trabajadores. Nada que ver con una empresa pública, con sindicatos fuertes y reconocidos, donde trabaja ahora.
Tras recorrer toda la planta, Rosa llega al final de la sala y saluda a un grupo de empleadas que suelen interesarse por las propuestas del sindicato. «Parecen un poco más serias de lo habitual, seguramente tendrán mucho trabajo y no podrán hablar hoy», se dice a si misma. Pero cuando pregunta «qué tal por aquí», Nuria, una chica joven que ha entrado en la empresa hace poco más de un año, rompe a llorar. «Vaya», piensa Rosa, «tendrá un problema familiar y yo aquí con las hojas del sindicato…» «¿Qué te pasa?» -le pregunta-. Nuria no consigue hablar, solo dice que no con la cabeza. Las compañeras se miran entre ellas y la consuelan, pero tampoco explican nada. «Mejor bajamos a desayunar y te lo contamos en el bar».
Lo que cuentan en el bar es que el jefe, todo un director, está acosando a Nuria para que se vean fuera del trabajo. Y como ella no quiere, la presiona de todas las formas posibles: hace comentarios sobre su cuerpo, sobre lo atractiva que es, pregunta una y otra vez si tiene novio, le pide el número del móvil… y cuando no consigue lo que quiere, comienza a ridiculizarla delante de todos, a descalificar su trabajo y a llamarla a su despacho para dejarle claro que su futuro en la empresa depende de él. Y Nuria ya no puede más: le cuesta dormir, sufre ataques de ansiedad en la oficina, e incluso ha empezado a medicarse. La única solución que ve es aceptar una cena con el jefe a ver si así se acaba la pesadilla.
Rosa le aconseja ir al médico inmediatamente, («en este estado no puedes trabajar») y así lo hace Nuria. Le explica el protocolo para casos de acoso laboral y sexual que los sindicatos han acordado con la empresa y comienzan a preparar la denuncia. El director lo niega todo y le quita importancia, se trata de «comentarios amables malinterpretados» por Nuria. Pero el acoso se acaba al día siguiente. Nuria es trasladada a otra oficina, y vuelve a trabajar con normalidad. El director acosador no es sancionado, ni siquiera trasladado, ni tampoco tiene que enfrentarse a un juicio penal, pero le queda claro que si reincide no se librará tan fácilmente.
Este relato, basado es un caso real y documentado -cuyos detalles se han modificado por respeto a la intimidad de los afectados- es el día a día de cientos de miles de delegados sindicales en España. Podrían ponerse muchos ejemplos: el representante de los trabajadores que consigue parar una máquina hasta que se cumplan las medidas de seguridad evitando así un probable accidente de un empleado con contrato temporal atemorizado por el despido, la sindicalista que consigue que pongan ventilación para renovar el aire de una sala donde una empresa ha colocado a varios trabajadores subcontratados, o la que consigue que se respeten los dos días seguidos de descanso semanal recogidos en el convenio, pero que el jefe no cumple, porque «falta gente» o porque «entonces no puedo dar el servicio». Esta actividad es poco conocida por los trabajadores. En 2010, El 43,4% de las personas asalariadas manifestaba no saber nada o casi nada de las actuaciones sindicales, un porcentaje muy parecido al de quienes no contaban con representación sindical en su empresa.[1]
A pesar de ser poco visibles, las iniciativas sindicales generalmente revierten en una mayor seguridad y mejores condiciones laborales. Se trata de una labor que los sindicalistas hacen a costa de su propia promoción profesional, durante su jornada laboral (por medio de las horas sindicales) y también fuera de ella, empleando su propio tiempo, aunque en un colectivo tan grande, también hay personas que se aprovechan para medrar o para no trabajar.
Sin embargo, para una parte de la sociedad, los sindicatos se preocupan principalmente de sus miles de liberados y en segundo lugar de los afiliados, identificados como personas mayores, con contrato fijo en grandes empresas, sobre todo públicas. Además, son considerados tan corruptos como los principales partidos políticos y se presume que están tan hipotecados por las subvenciones estatales, que nunca se enfrentan de verdad con el Gobierno, porque pondrían en riesgo su futuro. Para comprobar qué hay de cierto en estas afirmaciones, en este libro analizamos la historia de los sindicatos en España entre 1975 y 2004
La clase trabajadora
La historia de los sindicatos es también la historia de la clase trabajadora, de la que nacen, a la que miran continuamente, a la que intentan comprender, animar y mejorar. Una clase social tan grande, tan diversa y tan contradictoria, con tantas voces e intereses tan contrapuestos en su interior, que en algunas ocasiones no hay quien la entienda y con la que, a veces, incluso los sindicatos se pelean.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de clase trabajadora?
Existen diferentes teorías sobre las clases sociales, que se dividen en dos grandes grupos. Las teorías económicas, que fijan las clases sociales según el nivel de renta y las sociológicas, que tienen en cuenta otros criterios como la propiedad de los medios de producción, el grado de autonomía y control sobre el trabajo o la posición en la jerarquía de la empresa.
Las teorías económicas definen las clases por tramos de renta y consideran que existe una minoría muy rica (la clase alta), una mayoría con ingresos intermedios (la clase media) y un tercer sector en la pobreza, minoritario pero amplio (la clase baja). Este enfoque es el que sigue la OCDE, que entiende la clase media como el conjunto de personas cuyos ingresos están entre el 50% y el 150% de la mediana de los salarios.[2] Según esta perspectiva, la clase media en España estaría formada por las personas que cobran mensualmente entre 825 y 2.475 euros, tomando como referencia los datos de salarios del INE de 2017.
Las teorías sociológicas plantean que las clases sociales no están determinadas por niveles de ingresos sino por cuestiones sociales. Las distintas variantes de estas teorías (marxistas, weberianas o funcionalistas) proponen criterios diferentes y discrepan también a la hora de ubicar en las clases sociales a algunas personas, pero todas coinciden en que existen tres clases principales: la clase obrera o trabajadora, la clase media y la clase alta o burguesía.
De las distintas teorías sociológicas sobre las clases sociales, seguiremos aquí la que considera que los aspectos determinantes son la propiedad de los medios de producción, la posición en la jerarquía de la empresa y la autonomía y el control sobre el propio trabajo. Con estos criterios y los datos de la Encuesta de Población Activa podemos obtener una idea, necesariamente aproximada, sobre el número de personas que forman cada clase social en España.
Desde este punto de vista, la clase trabajadora está formada por las personas asalariadas que no son dueñas de la empresa, no ocupan posiciones de alta dirección y tienen poca autonomía y control sobre su propio trabajo. Pueden tener estudios elementales, como los operarios no cualificados de una fábrica o de un almacén o el personal de limpieza. Pero también pueden tener formación superior como los profesores de educación infantil, primaria o secundaria. También forman parte de la clase trabajadora los autónomos que no tienen empleados contratados, incluso si son propietarios de los medios de producción (por ejemplo, un camión, un ordenador o herramientas de construcción), siempre que el control sobre su trabajo sea limitado.
Los profesionales como profesores universitarios, abogados, arquitectos, médicos y algunos ingenieros pertenecen a la clase media, porque disponen de autonomía para realizar su trabajo. Pueden ser tanto trabajadores asalariados como autónomos, ya que el elemento decisivo que determina su pertenencia a la clase media es el control sobre su propio trabajo. También forman parte de la clase media los directivos, que no son propietarios de las empresas, pero gozan de amplio poder sobre el proceso de trabajo. Los altos directivos pueden ser también asalariados, y en ocasiones tienen suficiente patrimonio para dejar de trabajar y aun así mantener un nivel de vida acomodado.
La tercera clase, la burguesía, está formada por los dueños de los medios de producción y los grandes propietarios. Las diferencias dentro de esta clase entre pequeños empresarios y grandes empresarios son muy importantes, y en el caso de los pequeños empresarios, puede darse el caso de que ganen menos dinero que profesionales de clase media o incluso que trabajadores cualificados.
Desde esta perspectiva, ser de clase trabajadora no implica tener pocos estudios, bajo nivel cultural, ni ser pobre. Significa tener que trabajar a cambio de un sueldo, en un puesto de trabajo por debajo de la alta dirección, realizando tareas con poca autonomía, sin ser propietario de una empresa con empleados contratados.
Preferimos el término clase trabajadora antes que clase obrera o proletariado, porque refleja mejor la diversidad interna de este colectivo. La clase obrera se ha identificado tradicionalmente con los asalariados de la industria y la construcción (hombres en su mayoría), dejando fuera a los trabajadores del sector servicios, que hoy en España son más que los empleados de las fábricas. El término proletariado evoca a trabajadores pobres, cuya única riqueza es su prole, una situación propia del siglo XIX y comienzos del XX. En la España de hoy, aunque sigue habiendo trabajadores sumidos en la pobreza, son más los que tienen las necesidades básicas cubiertas y cierto nivel de consumo. Rechazamos el término clase baja para referirnos a la clase trabajadora porque es peyorativo y ofensivo y además porque se asocia con pobreza y falta de cultura. Rechazamos también el concepto de «precariado»[3], porque el colectivo al que alude, los trabajadores temporales con altos niveles de formación, constituyen solo una pequeña parte del conjunto de trabajadores precarios, concretamente los pertenecientes a la clase media profesional subempleada.
La historia de los sindicatos que narra este libro está íntimamente ligada a la evolución de la clase trabajadora, una mayoría social cada vez más diversa, que va mucho más allá de los obreros industriales y que incluye a quienes trabajan cuidando en el hogar familiar (en su mayoría mujeres) y también a las personas empleadas en oficinas, tiendas, almacenes, supermercados y explotaciones agrarias. Una clase trabajadora formada por personas con contrato fijo o temporal, que trabajan en negro o están en paro. Una clase trabajadora de personas empleadas en grandes compañías, en pequeñas empresas o como autónomos; que se sienten españolas, vascas, gallegas, catalanas, valencianas, andaluzas o canarias o que comparten varias de estas identidades; personas nacidas en España o venidas del Magreb, América latina, Europa del Este y otras zonas del mundo.
La clase trabajadora es por tanto un colectivo con grandes diferencias internas. Sus miembros pueden tener tanto estudios básicos como títulos universitarios; pueden alojarse en infraviviendas, estar amenazadas de desahucio o tener una casa en propiedad e incluso en algunos casos otra en el pueblo o en la playa; pueden disponer de un buen nivel de ingresos o estar en la pobreza, a pesar incluso de trabajar a jornada completa; pueden ocupar los puestos inferiores en la empresa o desempeñar funciones de mandos intermedios y técnicos. Por encima de todas estas diferencias, las personas que forman parte de la clase trabajadora tienen tres cosas en común: no son propietarios de empresas con personal contratado, trabajan para vivir (ya sea cuidando en el ámbito familiar sin remuneración o en una empresa a cambio de un salario) y por último, tienen escaso control y poder de decisión sobre su trabajo.
Durante la transición, a finales de los años 70, la clase trabajadora agrupaba en España al 78,4% de la población, mientras que la clase media suponía el 15,2%. El 53,2% se consideraba parte de la clase trabajadora, mientras que el 42,1% se identificaba con la clase media.[4] Tres décadas después, a comienzos de los 2000, cuando termina el periodo que aquí analizamos, la situación era muy diferente. A lo largo del libro analizaremos estos cambios, tanto en las clases sociales en sí mismas como en la identificación de las personas con las distintas clases sociales.
El mito del fin del trabajo
Aunque existe un acuerdo general sobre el papel protagonista de los sindicatos en el siglo XX, su importancia actual es objeto de debate, e incluso se les compara con dinosaurios en vías extinción, de los que no está claro si conviene protegerlos en reservas jurídicas o si dar su ciclo por cumplido y aceptar su irrelevancia social. Quienes cuestionan la centralidad de las organizaciones obreras señalan que el avance tecnológico reduce progresivamente la cantidad de trabajo necesaria para el funcionamiento de la sociedad, y al mismo tiempo, que la economía genera riqueza ya no solo produciendo bienes y servicios sobre la base del trabajo, sino también en la compraventa de productos financieros. En este sentido, es habitual leer en todo tipo de medios y a todo tipo de autores, no solo neoliberales, que la automatización y las tecnologías de la información están provocando el «fin del trabajo» y por extensión, de los sindicatos.
Este tipo de planteamientos suelen referirse al fin del empleo, que no del trabajo. Aunque habitualmente se tratan como si fueran una sola cosa, trabajo y empleo no son lo mismo. No descubrimos nada nuevo. A comienzos de los 70, el movimiento feminista de EEUU planteó que el trabajo doméstico realizado por las mujeres era tan trabajo como el de las fábricas [5]. En 1978, la editorial ZYX publicó en España el libro «El ama de casa. Crítica política a la economía doméstica», donde María Ángeles Durán defendía la misma idea.
El trabajo es todo gasto de energía empleado en producir un bien, ya sea material -un objeto-, o inmaterial -un servicio-. Una parte de ese trabajo se realiza en el mercado, a cambio de dinero. Se denomina empleo, e incluye el trabajo asalariado y el trabajo autónomo remunerado.
Diferenciar entre trabajo y empleo no es una exquisitez teórica propia de especialistas, sino una distinción necesaria para entender el papel de los sindicatos y de la clase trabajadora. Porque resulta que para que la vida humana sea posible, es necesaria una gran cantidad de trabajo que no es empleo: el trabajo de cuidados, mayoritariamente realizado por las mujeres de forma gratuita en el ámbito doméstico. El trabajo ha sido y es un pilar esencial de la vida en sociedad, porque sin cuidar a nuestros pequeños, a nuestros mayores, a las personas enfermas o con diversidad funcional, sencillamente no hay ni vida ni sociedad.
La Encuesta de Empleo del Tiempo 2009-2010 del Instituto Nacional de Estadística muestra que las horas trabajadas en las empresas son menos que las horas trabajadas en el hogar y la familia, que incluye cuidar niños y adultos, cocinar, limpiar y mantener el hogar, confección y cuidado de ropa, jardinería y cuidado de animales. Del total de horas de trabajo, el 52,8% son horas de trabajo de cuidados no remuneradas, el 43,4% son horas de trabajo en las empresas y el 3,8% trabajo voluntario y reuniones. Otra cosa es -y esto lo analizaremos en detalle a lo largo del libro- cómo se reparten el trabajo de cuidados y el empleo entre hombres y mujeres. Las mujeres trabajan en promedio una hora y cuatro minutos más al día que los hombres. Ellas realizan más del doble de horas de trabajo de cuidados (concretamente el 68,9% frente al 31,1% de los hombres), mientras que ellos trabajan más horas de forma remunerada (61,8% frente al 38,2% de las mujeres) [6]. Como veremos, la división sexual del trabajo es una de las principales fracturas internas de la clase trabajadora, porque genera una gran desigualdad entre hombres y mujeres.
Teniendo en cuenta la distribución de las horas de trabajo, parece evidente que no nos encontramos ante el fin del trabajo. ¿Y qué pasa con el empleo? A escala mundial, los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) revelan que el empleo no para de crecer. Desde el año 2000, el número de puestos de trabajo ha aumentado año tras año, con incrementos de entre el 1,4% y el 1,9% durante las fases de crecimiento y con subidas el 0,9% en los peores años de la crisis. Sin embargo, en los países desarrollados (incluida la Unión Europea) el empleo apenas aumenta desde 2008 (0,1% de crecimiento)[7].
A pesar de que no se acaba el empleo en el conjunto del planeta, en Occidente su creación se encuentra estancada y concretamente en España existe una situación de falta de puestos de trabajo. En el primer trimestre de 2015, la tasa de paro era del 23,7% (5,4 millones de desempleados), pero incluso en plena fase de crecimiento, en 2007, el porcentaje era del 8,42% y afectaba a 1,8 millones de personas[8].
El alto nivel de paro es una constante de la economía española, si bien durante los años 60 del pasado siglo, bajo el régimen fascista, el desempleo no era tan evidente debido a la emigración y a las trabas para que las mujeres pudieran acceder al mercado laboral. Tradicionalmente, los empresarios en España han sido incapaces de generar suficientes puestos de trabajo. Esta limitación, junto a la menor cantidad de empleo público en comparación con los países del entorno, es la que explica las elevadas tasas de paro.
Los datos anteriores indican que ni se acaba el trabajo ni se acaba el empleo. El supuesto fin del trabajo es en realidad el fin de la centralidad del trabajo en el análisis de la sociedad, es decir, una propuesta política, pero no una descripción de la realidad.
Por motivos antropológicos necesitamos como especie humana una enorme cantidad de trabajo de cuidados para sobrevivir. Pero como ese trabajo de cuidados en gran parte no está remunerado, y además lo hacen mayoritariamente las mujeres, algunos análisis no consideran su existencia, como si el único trabajo fuera el empleo.
El otro tipo de trabajo -el empleo- también sigue siendo central en la vida de las personas, porque para la mayoría, el disfrutar de una vida digna y librarse de la pobreza dependen de acceder a un puesto de trabajo debido al escaso desarrollo de los servicios sociales del Estado del Bienestar en España. Por otra parte, como veremos en detalle a lo largo del libro, la vida de la mayoría social de clase trabajadora depende en gran medida de las condiciones laborales. El trabajo sigue siendo uno de los elementos centrales de la vida de las personas y de la organización de la sociedad.
Un laboratorio de relámpagos
La historia de los sindicatos en España es una historia de trabajo, de cuidados, de sentimientos, de conflictos, de organización y también de ideas, porque los sindicatos han participado de forma destacada en la mayoría de las principales confrontaciones políticas e ideológicas.
Esta historia es por tanto también la historia del debate sobre la igualdad de oportunidades y su relación con la igualdad de resultados, esto es, con las medidas que promueven que la desigualdad social y económica no supere determinados umbrales.
Esta es la historia del debate sobre el significado del trabajo y el empleo, sobre la importancia de los cuidados, sobre el orgullo por el trabajo bien hecho, sobre la modernización, sobre la flexibilidad, sobre la pobreza, sobre las medidas necesarias más allá de las leyes para garantizar la igualdad entre hombres y mujeres, sobre el papel del trabajo en la generación de riqueza, sobre el emprendimiento, sobre la cultura del pelotazo y el enriquecimiento rápido, sobre el papel de los empresarios, sobre el papel de la clase media profesional, sobre la cultura del esfuerzo, sobre el impacto de los robots y las tecnologías de la información, sobre las políticas económicas, las recetas neoliberales y sus efectos en la vida de las personas. Y también es una historia sobre las dificultades para cuestionarse la utilidad social de lo que cada uno produce y por hacer compatibles las reivindicaciones laborales con la reducción del consumo y con el respeto al medio ambiente. Y sobre ideas para el cambio social, ya sea dentro del sistema económico actual, el capitalismo, o para superarlo en un sentido socialista.
La historia de los sindicatos en España es la historia de los intentos por conjugar el derecho a promocionar profesionalmente por medio del esfuerzo individual con la mejora colectiva que garantice unas condiciones mínimas para quienes sigan desempeñando los puestos de trabajo peor considerados, que no siempre son los menos importantes para la sociedad. Es la historia de los intentos de hacer compatible el derecho a escapar de la clase trabajadora y ascender socialmente, con la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría social que sigue perteneciendo a la clase trabajadora. Es la historia también de los proyectos de acabar con las clases sociales.
Esta es una historia que nos ofrecerá respuestas distintas a viejas preguntas y que también planteará algunas cuestiones nuevas: ¿qué resultados han tenido las políticas económicas de los gobiernos del PSOE y del PP? ¿Existían alternativas a la modernización de España diseñada por el PSOE? ¿Era necesaria la flexibilidad en las relaciones laborales? ¿fue posible otro tipo de reconversión industrial? ¿Era razonable que los sindicatos centraran sus reivindicaciones en conseguir empleo para todos? ¿De qué han servido la negociación colectiva y el diálogo social protagonizados por los sindicatos? ¿Qué significan la cultura del pelotazo y del emprendimiento como alternativa a la cultura del trabajo ¿Están la clase trabajadora y los sindicatos en peligro de extinción ante el avance de la clase media y la tecnología? ¿Son responsables los sindicatos de la pervivencia del alto nivel de paro por no aceptar rebajas en las condiciones de trabajo de quienes tienen empleo? ¿Defienden los sindicatos preferentemente a sus liberados y en segundo lugar a sus afiliados, despreocupándose de precarios y parados?
A vueltas con el sindicalismo de clase
Aunque las clases existen en tanto que relaciones sociales con influencia decisiva en la vida de las personas independientemente de sus opiniones, consideramos que no existe un interés objetivo, auténtico o verdadero de cada clase social. Es decir, consideramos que la identidad de clase no es algo ya creado a la espera de ser descubierto por los trabajadores, sino una propuesta política, algo a elaborar.
Los trabajadores y trabajadoras, basándose en su experiencia, pueden llegar a la conclusión de que tienen intereses comunes y enfrentados a los intereses de los empresarios y por tanto sentirse parte de un mismo colectivo por encima de las diferencias de género, de empresa, de sector productivo, de edad, de tipo de contrato, de país de procedencia, de identidad nacional… o bien pueden llegar a conclusiones distintas.
No existe un interés de clase objetivo porque la clase trabajadora tiene tanta diversidad interna que no hay un criterio objetivo para determinar cuál es el interés general en cada momento. Cuando una empresa plantea a los trabajadores bajar el sueldo de fijos y temporales o despedir a algunos empleados con contrato temporal y éstos no tienen fuerza suficiente para impedir que el empresario aplique su política ¿cuál es el interés objetivo de clase? ¿Aceptar un empeoramiento de condiciones de todo el colectivo o considerar que es preferible mantener un mínimo de condiciones laborales en los puestos existentes, aunque éstos se reduzcan? Cuando la Administración mantiene a miles de profesores de primaria y secundaria con contratos temporales, obligándoles a opositar año tras año compitiendo con los nuevos titulados que también aspiran a los mismos puestos de trabajo, ¿cuál es el interés de clase? ¿primar la experiencia en el puesto de trabajo o la nota del examen de oposición?
Consideramos que no existe una posición verdadera o auténtica de clase, sino distintas propuestas para formar una identidad de clase, y que todas ellas se presentarán como expresión del interés general, en este caso, del interés de toda la clase trabajadora.
Esta reflexión no es un ejercicio teórico, sino una cuestión central para entender la evolución del sindicalismo. Porque una de las funciones principales de los sindicatos es extender entre los trabajadores y las trabajadoras la idea y el sentimiento de que forman parte de un colectivo con unos mismos intereses, que son parte de una misma clase social con intereses enfrentados a los de los empresarios, (la burguesía). Nos referimos aquí a los sindicatos de clase, que aspiran a organizar y a representar a toda la clase trabajadora, a la mayoría social, y no a los sindicatos corporativos, que sólo agrupan a los miembros de una profesión o sector como maquinistas de tren, conductores de metro, enfermeras, controladores aéreos, funcionarios o policías.
¿Qué han hecho los sindicatos en los últimos cuarenta años para fomentar la identidad común de los hombres y mujeres de clase trabajadora? ¿Qué han hecho para superar la división sexual del trabajo que asigna a las mujeres la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidados realizado de forma gratuita? ¿Cuáles han sido los resultados de la acción sindical? A lo largo del libro, analizaremos cómo los sindicatos han confrontado el discurso de la clase media como clase social mayoritaria y la idea de la clase trabajadora como colectivo residual, pobre e inculto, del que conviene escapar. En las páginas siguientes, repasaremos también la respuesta sindical a los discursos que demonizan a la clase trabajadora con términos despectivos como canis (para los hombres jóvenes), chonis (para las mujeres jóvenes), ninis (para los jóvenes en paro, que ni trabajan ni estudian) o marujas (para las mujeres dedicadas al trabajo doméstico).
Notas:
[1] Ministerio de Trabajo e Inmigración, Encuesta de calidad de vida en el trabajo, Madrid, Ministerio de Trabajo e Inmigración, 2010, p. 85; ALÓS, R., Afiliación y representación del sindicalismo en España y en la Unión Europea, Madrid, Fundación Primero de mayo 2014, p. 4.
[2] OECD, Under pressure: the squeezed middle class, Paris, OECD Publishing, 2019.
[3] STANDING, G., «Por qué el precariado no es un concepto espurio», Sociología del Trabajo, nº 82. 2014, pp. 7-15
[4] Fundación Foessa, Informe sociológico sobre el cambio social en España, 1975-1985, Madrid, Euramérica, 1983, p. 72.
[5] FEDERICI, S., Wages against Housework, Bristol, Falling Wall Press 1975; FEDERICI, S., El patriarcado del salario, Críticas feministas al marxismo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2018.
[6] Instituto Nacional de Estadística, Encuesta de Empleo del Tiempo, 2011. Los porcentajes son elaboración del autor a partir de los resultados de la tabla 1 «Distribución de actividades en un día promedio»,
[7] International Labour Organization, World Employment Social Outlook, The changing nature of Jobs, Geneva, International Labour Office, 2015, p. 17 y ESTRADA, B., «El fin del trabajo», Ctxt, 18 de enero de 2017.
[8] Encuesta de Población Activa (EPA), Serie histórica,