Desde la puesta en marcha del Transantiago, por obra y gracia de los presidentes Ricardo Lagos Escobar y Michelle Bachelet, la vida de los capitalinos, salvo para los dirigentes de partidos políticos y miembros de los poderes del Estado (que no utilizan el transporte público) se tornó áspera y violenta. Buses mal diseñados, paraderos mal […]
Desde la puesta en marcha del Transantiago, por obra y gracia de los presidentes Ricardo Lagos Escobar y Michelle Bachelet, la vida de los capitalinos, salvo para los dirigentes de partidos políticos y miembros de los poderes del Estado (que no utilizan el transporte público) se tornó áspera y violenta. Buses mal diseñados, paraderos mal ubicados, alto valor del pasaje y una pésima frecuencia de los recorridos son la tortura diaria que sufren los pasajeros.
Con el Transantiago aumentaron los codazos y empujones en el transporte público, pues al fallar la frecuencia las aglomeraciones son multitudinarias. Abordar un bus se transformó en una batalla. Situación que prontamente se trasladó al Metro. Cualquier pasajero se da cuenta que el uso del Transantiago causa estrés, estimula el mal genio y provoca accidentes.
El descriterio de los choferes y la codicia de los empresarios microbuseros son de antología. Por su parte, las autoridades actúan con una lenidad sorprendente ante los abusos e infracciones del Transantiago, al que incluso subvencionan con cientos de millones de pesos. Los usuarios deben pagar no sólo un alto pasaje por un servicio horroroso y fraudulento, sino que además, con sus impuestos, deben subvencionar a quienes los someten diariamente a una tortura física y sicológica. Es decir, choferes y empresarios.
Si bien es cierto que los inescrupulosos dueños de las empresas que conforman el Transantiago mantienen a los choferes en condiciones de trabajo deplorables, el ochenta por ciento (o poco más) de los choferes se comportan como bestias, delinquiendo mientras conducen, sobre todo quienes tienen a cargo los siniestros buses-oruga.
Los delitos abundan: abren y cierran las puertas con los vehículos en movimiento, no respetan los paraderos, pasándolos de largo y dejando a la gente botada muchas veces durante horas. Cierran las puertas antes de que baje la gente, provocando daños a coches con bebés y lesiones a más de algún pasajero. Hablan por celular y escuchan música, descuidando la conducción, dan frenazos, etc.
En los recorridos 200 (que cruzan Recoleta e Independencia), los choferes, absurdamente, en una actitud fuera de todo sentido común, no abren la segunda puerta para que desciendan los pasajeros aunque el bus vaya repleto y no se pueda acceder a las demás puertas. En resumen, hacen lo que les viene en gana a vista y paciencia de las autoridades.
De todas las torturas, la peor es la falta de frecuencia, ordenada por los empresarios y asumida por los choferes con descaro. Estos conductores, debido a un problema cultural y de educación, no son capaces de entender que el hecho de ser abusados por sus jefes no les da derecho para que ellos abusen con los pasajeros. Del estado de los micros ni hablar, parece que la mantención la hiciese el doctor Mortis o Frankenstein.
Cómplices del Transantiago son sin duda los parlamentarios, que, como se lo pasan machucando el membrillo, hacen la vista gorda ante el desastre y no legislan para acabar con el martirio de los usuarios. Menos aún hace algo el gobierno, que vive en jauja mientras en la capital de Chile se sigue delinquiendo con licencia de conducir.