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Transgresores y ofendidos

Fuentes: Sin Permiso

NO SÉ SI HARÁ como unos 15 años ha nacido la «Estética de la transgresión». La llamo «estética» por los objetos a los que se aplica: las artes y la cinematografía. «Transgresor», o también, más recientemente, «rompedor», se llama a lo que infringe costumbres sociales que tienen alguna fuerza de tabú. Cuando los niños descubren […]

NO SÉ SI HARÁ como unos 15 años ha nacido la «Estética de la transgresión». La llamo «estética» por los objetos a los que se aplica: las artes y la cinematografía. «Transgresor», o también, más recientemente, «rompedor», se llama a lo que infringe costumbres sociales que tienen alguna fuerza de tabú. Cuando los niños descubren el tabú verbal, les hace mucha gracia, y se divierten repitiendo «caca-culo-pedo-pis»; de los que no llegan a hacerse mentalmente adultos salen los grandes artistas transgresores. La transgresión se propone conmocionar a las personas violando los tabús, para poner al desnudo ante sus ojos la sofocante atmósfera de constricciones en la que están inmersas. Su motivación y su finalidad no parecen, por tanto, ser estéticas, sino pedagógicas, con lo que el acto productor no se detiene ni un instante en el objeto, sino que salta directamente al efecto en el espectador; puede incluso decirse que la obra se construye desde el espectador. Si se trata de liberar a la sociedad por medio del escándalo, el transgresor no puede permitirse atenuar la fuerza del impacto inmediato con figuras más elaboradas; es como esos muchachos que en la noche de fin de año van tirando petardos por la calle: si lo que importa es que se oiga, no se puede sacrificar ni un solo decibelio en aras de la diversificación y del matiz, y así lo que producen es el ¡pum! más simple y más incalificado, redondo y vacío como un cero.

El criterio del efecto en el espectador no es sino el del clásico «Ladran, luego cabalgamos», que puede, o suele, ser muy engañoso, por cuanto tiende a invertirse en un autocomplaciente «Ladramos, luego cabalgamos». La pedagogía de la transgresión se ha desarrollado en paralelo con la pedagogía del «espíritu crítico» -que es tal vez la ficción más indigna y fraudulenta de los planes de enseñanza oficial-, por cuanto la transgresión funciona cabalmente, según sus pretensiones, como el par gemelo del absolutamente inenseñable «espíritu crítico», salvo que desde la indigencia mental de una escolaridad desescolarizada o antiescolarizada.

Desestimar la transgresión por su facilidad -tal como con la blasfemia, diciendo «Blasfemar es fácil»- es un desvío, pues no es la facilidad en sí misma lo que la desmerece, sino que, tomando como ejemplo aquella cinta humorística La vida de Brian, lo penoso de la transgresión estaba en que toda la gracia se derivaba de un factor perfectamente ajeno a la naturaleza del humor: colgaba solamente de la fuerza del tabú infringido; tomaron el tabú de Jesucristo, quizá el más fuerte del Occidente cristiano, y se aseguraron la afluencia de un público que no iba por la gracia o el humor, sino por la reminiscencia infantil de la fruición de la blasfemia.

Pero ahora tiene que salir a escena otra no menos curiosa novedad, surgida no sabría yo decir hasta qué punto en connivencia o en sinergia con la estética o pedagogía de la transgresión. El caso es que cada vez se manifiesta más frecuentemente la exigencia de respeto, tampoco sé con qué ínfulas o con qué convicción, salvo que excluyo desde luego que se deba a un aumento de la delicadeza de las almas y de la sensibilidad, pues lo que es las almas cada día se me antojan más groseras y bellacas; creo más bien que en la idea del respeto muchos podrían haber visto una nueva fuente de rentabilidad moral. Lo digo sobre todo porque el mercado del respeto, a poco que se escarbe, acaba por no ser más que la apariencia pública y ostensible del vicio verdadero: la insaciable demanda -esta vez secreta pero generalizada y consabida como la de las drogas- de la ofensa. Nunca se había visto un mundo en el que todo el mundo ande como loco deseando ser ofendido, con las orejas como las de una liebre atentas a no perderse la menor palabrilla que se diga, por si ofrece algún sesgo que permita, siquiera sea amañadamente, habilitarla para ofensa. ¡Si hasta los finlandeses han ido a llamarse a agravio, porque a algún francés se le ha ocurrido hacer de menos su cocina! La ambivalente conjunción entre la pública exigencia de respeto y la secreta concupiscencia de ser ofendido, recuerda el cuento del que tomó nombre la «Casa de Tocamerroque»: una muchacha gritaba desde la oscuridad del patio anochecido hacia la barandilla de la planta superior de la corrala: «¡Mamá, que Roque me toca!», al tiempo que en voz baja animaba a su galán: «Tócame, Roque».

En España, los partidos, la Iglesia, los políticos, los trabajadores del corazón o del victimato, las asociaciones, todo «colectivo» -como gustan decir los periodistas- y no digamos ya las comunidades autonómicas, según recuerda Josep Ramoneda: «También los nacionalistas hablan de heridas a la sensibilidad como parapeto de protección de sus inefables verdades» (EL PAÍS, 5-II-06), todos, todos, andan a «Tócame, Roque» desmadrados de ganas de ser ofendidos. No está dicho que un agravio político o social no pueda ser a la vez religioso; eso es al menos lo que podría hacer pensar el que sea un semanario religioso, el Alfa y Omega del 2-II-06, el que recoja estas palabras de Gustavo Arístegui: «Es absolutamente inmoral claudicar o sentarse a negociar con terroristas, puesto que, de esta manera, la memoria de las víctimas queda deshonrada, insultada y mancillada».

La tradición de la intangibilidad de las religiones está tan arraigada, que los creyentes individuales pretenden reservarse un particular privilegio de respeto hacia una cosita especialmente sensible y vulnerable que ellos tienen aquí dentro, en lo más hondo del pecho. Socialmente, se sintieron obligados a infamar de blasfemo al pobre Carod Rovira, por lo de la corona de espinas, cuando tan sólo quiso hacer una figura de su situación, siguiendo la costumbre totalmente cristiana de tomar la Pasión de Nuestro Señor como metáfora de cualquier sufrimiento: «Me traes por la Calle de la Amargura», «Ésa es mi Cruz», «Me están crucificando».

Si recurrimos a la dualidad de Ortega: «ideas» y «creencias», la diferencia más inmediatamente visible es la sintomática: las creencias exigen -o necesitan- ser respetadas, las ideas no. También parece claro que en cuanto las ideas se pusiesen a exigir respeto se cortaría la conversación y cesaría el conocimiento. Tal vez no sería temerario imaginar que el día en que «las creencias en sí mismas» -si es que se puede hablar así, que no creo que se pueda- viesen que empezaban a ser tratadas sin respeto, lejos de ofenderse, se sentirían muy honradas, liberadas por fin de la amordazadora incondicionalidad de los creyentes, cuyo respeto es como cantar de corrido sus palabras, como puros flatus uocis, sin prestar oído a significación alguna. Tal vez a eso se deba la alarmante enfermedad degenerativa que hoy se observa -por ejemplo en comparación con los años 20- en la Iglesia Romana: la afasia. El que las ideas pudiesen ser consideradas como creencias que han renunciado al respeto explicaría tal vez por qué muchos filósofos encuentran útiles e incluso heurísticas multitud de figuras religiosas.

En cuanto a la religión considerada en sus instituciones, la actitud más reveladora es la que ha adoptado la Conferencia de Obispos Católicos del Norte, al calificar la publicación de los dibujos daneses que representan a Mahoma como «un ataque a la religión». Al no decir «la religión mahometana», sino «la religión» a secas, estaban como dando a entender que el catolicismo se daba por atacado, por ofendido, en el mahometanismo. Mentaban el género, el universal, despojado de la diferencia específica de tal o cual religión particular, una esencia común que podía ser atacada en cualquiera de ellas. Si esa esencia común está por encima de las diferencias, lo que importa es «que haya religión»: el que haya alguna -aunque sea la mahometana- es preferible a que no haya ninguna religión. Aquellos obispos hiperbóreos han tocado, así pues, en un punto en el que, precisamente hoy, las religiones merecen más ser criticadas y atacadas: esa indigna comedia, esa descomunal falacia -especialmente atizada por la insaciable vanidad ecuménica de Juan Pablo II- del «diálogo entre religiones», cuando son los católicos los primeros que saben perfectamente hasta qué punto entre credos dogmáticos es, por definición, absolutamente imposible entrecruzar una sola palabra verdadera, como no sea la de un oficioso, obsequioso y sonriente intercambio de estampitas.

Por otra parte, tampoco puede decirse que la última hazaña de la «libertad de prensa» contra «la religión» haya sido precisamente de las más brillantes, agudas o eficaces; por el contrario, parecería más bien motivo para avergonzarse de las servidumbres que la sacrosanta libertad de prensa tiene a menudo que aguantar. El que los «occidentales», a semejanza de los nacionalistas periféricos de España, la defiendan con orgullo, como la más noble de sus «peculiaridades distintivas», inclina a la «libertad de prensa» a complacerse en lo demostrativo, en el alarde, abandonando lo efectivo, la batalla. La «libertad de prensa y expresión», solemnemente coronada como la «peculiaridad distintiva» de «Occidente» -amén de sospechosamente ensalzada a cada instante-, se ha venido convirtiendo, más que en otra cosa, en un objeto de culto. Un culto siempre iluminado desde el Poniente americano -sin que haga falta tal vez la mediación de Aznar- por los visionarios arreboles de una nueva Ortodoxia Universal. No basta la evidencia del enorme incremento estatal y empresarial del secretismo, de los arcana imperii, de la información privilegiada, que hacen casi risible el territorio de la «libertad de prensa», para que sus defensores desfallezcan en la apología. Aunque, al cabo, más que confianza traslucen miedo a limitarla: la defensa llega a sonar a veces casi en términos de «¡Se empieza por censurar a los paidófilos y se acaba exterminando a los judíos en cámaras de gas!». Por lo demás, no faltan campos, sobre todo en el comercio y la publicidad, en los que la censura sería precisamente lo indicado.

Como un perfecto ignorante de la naturaleza esencialmente antagónica de las «identidades» colectivas, el vicepresidente de la UE, Franco Frattini, ha mostrado su comprensión ante «la indignación, frustración y tristeza» de los mahometanos por los dibujos daneses de Mahoma. «Indignación», desde luego, pero nada remotamente parecido a «tristeza» o «frustración». Recurre aquí el ya mencionado fenómeno del creciente deseo de ser ofendido, de llamarse a agravio, para exigir disculpas o emprender querellas o reparaciones. Ningún alimento, ningún cebo anímico mayor que el del agravio para las «identidades colectivas», que viven del ejercicio activo del antagonismo. Ya en los atentados de New York y Washington pudo verse hasta qué punto los ataques a «la identidad» -incluso no simbólicos, sino mortales como aquel- tienen efecto psíquico euforizante, nunca depresor. En la multitudinaria explosión de ira colectiva, los transgresores daneses verían cómo no podían haberles regalado a los mahometanos mayor motivo y ocasión para encumbrarse en las más eufóricas jornadas de autoafirmación identitaria, elevándoles hasta el paroxismo el sentimiento de estar cargados de razón.

Pero, a la postre, transgresores y ofendidos pertenecen a la misma configuración del mundo; mundo de indigencia mental y de impotencia práctica, porque el poder se viene concentrando cada vez más en otra parte, cada vez más lejos de ellos, y ellos -a semejanza de los grafistas que van embadurnando de infinitos letreros, tan consentidos como despreciados, las infinitas paredes marginales de los márgenes del mundo- no tienen ya nada que hacer ni que decir, como no sea más que anticipar con su estrépito inútil y vacío el fragor de la catástrofe.

Rafael Sánchez Ferlosio es un escritor español. El año pasado fue galardonado con el Premio Cervantes