Con independencia de «la casta», término usado por un movimiento político y social emergente que alude al conjunto de individuos pertenecientes al poder político, bancario y empresarial dedicados durante años al bandidaje social del dinero público, el término sociológico «casta» es relativo a la estratificación social de otros tiempos y de otras culturas, pero se […]
Con independencia de «la casta», término usado por un movimiento político y social emergente que alude al conjunto de individuos pertenecientes al poder político, bancario y empresarial dedicados durante años al bandidaje social del dinero público, el término sociológico «casta» es relativo a la estratificación social de otros tiempos y de otras culturas, pero se aprecia perfectamente también en España a lo largo del tiempo hasta nuestros días. Basta observar a quiénes ostentan el poder fáctico en todos los ámbitos de la sociedad y ocupan los puestos más relevantes, salvo las excepciones con las que en todo fenómeno social es preciso contar.
La sociedad que está dominada por una parte de ella, la llamemos casta o la llamemos clase, no es democracia.
Con las excepciones a las que me refiero ¿cuántos políticos, magistrados, banqueros, policías, obispos, empresarios, ricos y en general acomodados no son hijos, nietos o descendientes de los ganadores de la guerra civil? Muy pocos. Pues bien, los que no pertenecen a las filas y familias de los perdedores, esos son los que constituyen una casta social muy definida en España.
Por eso, mientras en España las clases populares, sin apellidos sonoros cuyos privilegios pasan de una generación a otra no ocupen indistintamente en la sociedad puestos como los otros; mientras la inteligencia y méritos que alegan los que ahora los ocupan estén valorados al final de un proceso de estimación por «jueces sociales» situados estratégicamente por esa casta en las grandes empresas y en las instituciones; mientras tales ojeadores tengan la misión sectaria de asegurarse que el aspirante a un puesto de trabajo de relieve o el opositor está o no con el pp o el psoe, con el centralismo o la autonomía, con la ambición o la indiferencia, con dios o sin dios… no puede haber verdadera democracia.
Son ya siglos de real o falsa religiosidad, siglos de absolutismo, siglos de prepotencia y predominio, siglos de control social ejercido por los mismos individuos en la justicia superior y en las instituciones clave, siglos de dogmatismo y monopolización de la «verdad» de acuerdo con ese infame pasaje evangélico «o estás conmigo o estás contra mí».
España no coordina bien ni puede coordinar con la Europa que ha pasado por dos guerras mundiales pero ninguna civil en siglos; con esa Europa cuyo cristianismo queda ya muy lejos del catolicismo político que la embarga todavía con todos los trucos y marrullerías propios de ese catolicismo religioso del «una vela a Dios y otra al diablo» que prepondera; ese catolicismo de concepción piramidal que contamina todo lo que tiene que ver con la política, con la vida económica, con la vida pública y con las grandes empresas. El hecho de que entre la casta haya Martínez o Suárez no significa nada, pues me refiero primordialmente a los que tienen dinero o poder porque ya sus antepasados lo tenían o lo detentaban.
El fallecido Suárez no deja de ser un ejemplo de lo que quiero decir. Su apellido es popular, pero fue falangista, y el falangismo fue pieza clave del franquismo. Lo que significa que si de alguna manera fue él artífice de la transición, la tuvo que hacer con los tics de un franquista. La prueba es que la «proeza» de conseguir de los procuradores franquistas la legalización del partido comunista fue una concesión con condiciones: que el partido se desnaturalizase renunciando a la República y a la bandera tricolor. Y el que concede es por definición el que tiene el poder y al que hay que agradecer… ¡Bonita manera de empezar una democracia! Así fue cómo la mano larga del Poder eterno en España fue decisiva para la suerte de aquella transición y para las consecuencias hasta hoy. Fraga Iribarne es el otro ejemplo llegado del «frío»: espécimen mimético que con toda comodidad se fue transfigurando desde el franquismo y los dos ministerios franquistas cuyas carteras ostentó, hasta decidir el infame arranque de este país con una constitución y una monarquía aprobadas por el pueblo deprisa y corriendo presionado por el terror fundado al golpe de Estado o a la continuidad de otro gobierno militar. Fraga, el franquista civil por antonomasia, fue el verdadero autor intelectual de la transición y del proyecto de texto de la Constitución… Esta es la clase de Transición del 78 que tanto aplaude celebra el bipartidismo; un tránsito que ha consistido en pasar el testigo del predominio de una casta sobre las demás, dando entrada selectivamente a los dóciles del partido político que ha venido compartiendo el poder político e institucional, lo que explica fácilmente esa adhesión al sistema de éste monárquico con mayor denuedo todavía que los de la casta predominante.
Así es cómo se trucó el nacimiento de este remedo de democracia. Así es cómo se vició de miedo el consentimiento inconsciente de las clases populares para darle su aprobación. Si España, si el pueblo español no pone en marcha cuanto antes el espíritu republicano que desplace al vigente monárquico del privilegio y no entroniza inmediatamente el imperio de la III República, España estará siempre sojuzgada por la misma casta y la mayoría vivirá en más o en menos una suerte de indigna servidumbre y opresión como las que que de modo ostensible viene sufriendo desde que la orgía de dinero se derrumbó.
Jaime Richart es Antropólogo y jurista
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.