«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Pilatos. Pocas horas después lo crucificaron. La suya fue una vida malgastada, pues murió sin haber aprendido cómo funcionan los negocios. En cambio Judas, un antiguo pescador y el único de los apóstoles con rudimentos financieros, vendió al Mesías por treinta monedas de oro y […]
«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Pilatos. Pocas horas después lo crucificaron. La suya fue una vida malgastada, pues murió sin haber aprendido cómo funcionan los negocios. En cambio Judas, un antiguo pescador y el único de los apóstoles con rudimentos financieros, vendió al Mesías por treinta monedas de oro y amortizó en unas horas los años perdidos predicando amor y sin pescar una sola sardina. Fue un lucrativo golpe de mano, ya que en Jerusalén treinta monedas eran una pequeña fortuna, hoy equivalente a mil acciones de Halliburton o Microsoft. Judas habría podido prosperar invirtiéndolas bien, pero tenía conciencia y se ahorcó. No estaba hecho para ser empresario, le faltaban agallas.
Los demás apóstoles, menos individualistas y más corporativos, recuperaron las treinta monedas de la bolsa del suicida y, tras el entierro de Jesús, fundaron con ellas una compañía de compraventa al por mayor con sede central en Roma. Aquella operación fue el primer blanqueo de dinero negro que refieren las crónicas.
Pedro, el primer presidente-director general, patentó la compañía con el nombre de Iglesia Católica. El consejo ejecutivo original adoptó los Evangelios como estatutos oficiales de la empresa, pero puso en práctica una política económica de carácter terrenal, con sobornos, asesinatos, cuartelazos y especulaciones inmobiliarias. Los resultados hablan por sí mismos: veinte siglos después, su capital social asciende a una cifra incalculable de lingotes y divisas fuertes y la compañía compite en el feroz mercado global.
A lo largo de la historia, la Iglesia Católica ha llevado a cabo algunas de las transacciones comerciales más brillantes de que se tiene noticia: la absorción de los activos del imperio de Constantino, el desarrollo urbanístico del Vaticano en los terrenos con mayor plusvalía de la península itálica o la reciente desarticulación de la empresa rival Imperio Soviético, tras una exitosa OPA hostil. Además, el Banco Vaticano, que en contrapartida de un depósito de dinero pecador a plazo fijo por encima de diez millones de euros ofrece una garantía de absolución perpetua más una hectárea del paraíso si el depositante jura por su honor que en el futuro utilizará los intereses para obras virtuosas, está considerado como una de las diez principales entidades crediticias del planeta.
Pese a la declaración inicial del personaje bíblico que le sirve de referencia, ejemplo y logotipo, el reino de la Iglesia Católica sí es de este mundo e incluye lujosos palacios, joyas, obras de arte, think tanks, agencias publicitarias, medios de comunicación de todo tipo (periódicos, emisoras de radio y televisión, sitios web), clergymen a la moda más in, delicadas sotanas purpuradas prêt-à-porter y una exquisita tendencia al esplendor antiguo en cada una de sus ceremonias. Como cualquier multinacional, su organigrama tiene forma de pirámide y desde el vértice va descendiendo hasta la base mediante filiales de inferior categoría, si bien todas ellas funcionan con precisión corporativa y cumplen órdenes estrictas del presidente-director general, a quien los accionistas llaman cariñosamente Papa. Un ejemplo típico de oficina regional es la de España, que está inscrita en el registro mercantil con la denominación social de Conferencia Episcopal Española y explota el territorio de la nación. Los sucesivos directores-titulares que la administran (en la jerga interna se los denomina obispos) suelen ser el paradigma del ejecutivo modelo. Se trata de hombres de acendrada rectitud y fervor intelectual, cuyas declaraciones públicas ejercen una enorme influencia sobre la clientela de la compañía.
Económicamente sensata, la cúpula de la Iglesia Católica mantiene amistades y contactos entre las personas de bien y ejerce una implacable oposición a cualquier activismo subversivo que amenace con alterar la paz ciudadana y el statu quo. Tampoco pierde el tiempo -pues el tiempo es oro- apoyando presupuestos de alto riesgo, como son los inmigrantes pobres en los países ricos, la educación subvencionada con fondos públicos o la medicina de carácter gratuito y universal, y sólo invierte donde hay beneficios seguros.
Cuando una corporación está bien gestionada y sabe escoger el personal que le conviene, treinta monedas dan para mucho.