Antes de transfigurar las ideas en palabras, ya los seres humanos –o lo que sea que hayamos sido en aquel instante– conocíamos lo que era el dolor, el miedo, la alegría, el calor, el frío, el cansancio, la muerte, la desconfianza, la traición, aunque no les pusiésemos nombre a nada de esto ni dijésemos con lenguaje articulado: me duele, temo, estoy contento, la tierra quema mis talones, tiemblo, ya no puedo, la extraño, no me fío, me fallaste…
No es el animal quien pone rostro de persona, somos nosotros los que aún miramos como bestias. Es nuestra bestia la que saca el sentimiento en bruto.
“Eso no me lo preguntes”, pide Nancy cuando indago por la hora en la que llega y parte. Nancy ni quiere que la mencionen porque ya a ella le hicieron entrevistas y hace falta –dice– hablar del resto. Pero, qué hacer… si “el resto” usa su nombre cual muletilla recurrente. Al inicio, en medio y al final de cada conversación saldrá ella como tema-, haciéndonos pensar en aquello que decía el bueno de Ernesto sobre los imprescindibles.
De acuerdo con la plantilla laboral de la Universidad de Matanzas Camilo Cienfuegos, Nancy es la responsable de Extensión Universitaria en el campus. Sin embargo, ahora mismo esa plantilla nada vale. Ahora mismo Nancy es la Universidad de Matanzas misma, su alma más sublime, más pura, incapaz de esgrimir la mínima frase hueca, vulnerable a todo golpe de emoción que aquí dentro se geste.
Por eso está llorando: no con un llanto histérico de los que asfixian las palabras, sino con uno más hondo, uno que las moja y matiza, entre otras cosas, porque Nancy es demasiado fuerte, demasiado guapa, como para que un llanto de mierda venga a frenarle la voz.
Nancy Beatriz Mendoza Santana, representante de la dirección de la Universidad dentro del hospital de campaña, está diciendo gracias. Es miércoles 21 de julio y ha llegado un ómnibus cargado de donaciones. Nancy está aquí desde abril de 2020.
***
De acuerdo con El País, Tupac Shakur “escupía a los periodistas” y alegaba solo describir su entorno, sin juzgarlo. El rapero estadounidense, acribillado a balazos en Las Vegas del 1996, llevaba tatuadas las palabras: Vida de gánster y fuera de la ley. Gangsta rap, este era el género que defendía.
Al perro lo han llamado Tupac.
“¿Por Tupac Amaru?”, les pregunto.
“Por el rapero”, me responde Jony.
“Parece de raza”, les comento, al advertir los claros rasgos de un labrador. “Es un cachorro, los cachorros siempre engañan”, corrijo.
“Pero es ‘satísimo’”, explica Jony, quien luego me enseña a la perra, más ‘satísima’ aún, que parió a Tupac y lo amamanta.
Los meses darán la sentencia, pero, al menos hoy, Tupac parece la evidente confirmación de que los labradores de “sangre azul” también se enamoran de la simpleza, de lo común. Quizás los labradores nada sepan de esto, ni los perros satos; menos que menos Tupac.
Tupac Shakur, negro de Harlem, también se llamaba Tupac Amaru, en honor, insiste el rotativo ibérico, a aquel rebelde Inca que, antes de pagar la pena máxima, gritara: “Volveré y seré millones”.
A Tupac, el perro, lo han nombrado en honor a un rapero negro,
rebelde de la manera que encontró y víctima del mercado y su entorno.
Sin saberlo, Jony también lo ha nombrado, indirectamente, en honor al
mártir peruano. Encima de todo, este animal ha nacido en el epicentro de
una pandemia, en un hospital de campaña, en una universidad…
No es que sea nada del otro mundo; la poesía tampoco lo es.
***
Dice Nancy que Yoel está loco, que es un caso, que a veces no sabe cómo reaccionar con él. Caminamos hacia la sala E –así le llaman por estos días a uno de los bloques de prefabricado que en tiempos “de paz” sirven de dormitorio a los estudiantes. La zona de asistencias del hospital de campaña resulta, esencialmente, este edificio de tres niveles y otros dos.
Yoel es de Perico, municipio a más de sesenta kilómetros al este de la ciudad de Matanzas y cursa el quinto año de Ingeniería Agrónoma en la Estación Experimental de Pastos y Forrajes Indio Hatuey, filial universitaria.
Corre el martes 27 de julio, son cerca de las 11 de la mañana y la estampa de Yoel, en un sitio en el que abundan médicos y enfermeros, es la del curandero de la tribu. Yoel tiene la sabia del campo cubano: de arriba hasta abajo y de adentro hacia afuera, es guajiro este joven de 24 años; y a mucha honra, especifica.
Bajo la sombra fresca de los árboles, en menos de 45 minutos, tres mujeres (dos voluntarias y una enfemera) le han cedido sus pantorrillas para que “el Yoe” les cure el empacho. Mandó a buscar una cacharra metálica con agua y jabón, esa es su crema.
Detecta el nódulo y, con sus “garras”, lo va bajando hacia el talón. Iris se queja y él responde riendo: “Acuérdate de que yo ordeño vacas”.
“¿Eso no es peligroso por lo que dicen del trombo?”, le pregunto.
“Sí –asume Yoel–, pero a ellas no les va a pasar nada”.
“¿Es verdad que no se puede agradecer?”, continúo.
“Sí, si me agradecen pierdo el don”.
Le indica a Iris que prepare y tome un poco de agua con sal. Minutos
más tarde ella se acerca con la vasija en mano y le da para que pruebe y
evalúe. Con maña de curandero, Yoel dice: así está bien. Iris, de
primer año de Agronomía, sale coja hasta otro banco:
“Ya me siento mejor del estómago, ahora lo que me duele es la canilla…”.
***
Maye, estudiante de tercer año de Contabilidad y Finanzas, explica que ella también sabe curar empachos, que aprendió para que su mamá no tuviese que salir de la casa a sanárselos; dice que tiene enfermos los pies. Maye también cura los males de estómago por los gemelos, pero con toalla.
“Y la oración no la digo en español; yo oro en vudú; lo difícil no fue aprendérmela, sino interiorizarla”.
“¿En tu familia hay haitianos?”, indago.
“No, pero me la enseñaron así”.
Si Yoel es el campo, Maye parece la ciudad; Maye se asemeja a la guapería del barrio, a la desconfianza, al invento. A veces no habla y solo mira, como calando al de enfrente.
Ellos llevan una semana trabajando juntos y yo apenas llego; eso Maye no lo perdona, tarda en asimilarlo, como si fuera una loba con reticencias a aceptar a alguien más en la manada.
Tendremos que sentarnos como pareja al dominó, tendrá que verme molestando a Yoel, diciéndole: “en esto soy tu papá”, tendremos que ganar más de diez partidas seguidas, tendré que casi obligarla a festejar, tendrá que volverse a sentar Yoel a la mesa y yo volver a molestarlo, para que ella lo mire con su guapería de loba, me señale con el índice y, con su sobria ronquera le espete: “hazle caso a tu padre”.
Aún después de todo eso, Maye me seguirá mirando desconfiada.
***
Contrario a centros de aislamiento y a hospitales de campaña habaneros, donde la comida llega en recipientes desechables, el alimento aquí aparece en grandes cantinas. Ya en zona roja, los voluntarios sirven las dosis en bandejas de metal y las llevan a cada cuarto.
Uno vierte el arroz, el siguiente el boniato y la carne y el otro la sopa. Se acumulan unas cuantas bandejas servidas y Jony, hasta entonces encargado del caldo, pasa a llevar los recipientes. Entonces Roberto sirve arroz y boniato, mientras yo el resto. Esta es una carrera de relevos.
Una paciente acaba de llegar y está asustada. Antes de cualquier cosa, esto hace la enfermedad: asusta, deprime. El doctor Berriel, director del hospital de campaña, bien lo advierte.
Desde la zona naranja, una de las muchachas pide a Jony que le dé sicoterapia a la nueva interna. Pienso que bromea, pero Jony pregunta en qué cuarto la ubicaron y sale en su busca.
Cuando Jony se enfrenta a la paciente, no se enfrenta, se transforma en una especie de psicólogo situacional. Jony en realidad no conoce nada de psicología, pero sabe cómo hablarle a la gente para que no se sienta sola.
“No se preocupe”, “estamos con usted”, “los médicos y las doctoras aquí son muy buenos”, “está en excelentes manos”, “pronto saldrá de esta”…
Si yo me pusiese a decir estas cosas, sonarían disparatadas, tal vez falsas, a veces no sé cómo hablar, qué decir. Pero Jony… Jony tiene un don, como mismo lo tienen Yoel y Maye, la diferencia es que el suyo, quizás, no peligre por muchas gracias que le entreguen y puede que incluso se alimente de ellas.
Además de estudiante de tercero de Agronomía, eso es Jony: el psicólogo del equipo, y no tiene que esforzarse para serlo. Jony lleva bandejas y anestesia almas que amenazan con marchitarse.
***
Tras el almuerzo, siguiendo la sombra de los árboles, comienza el dominó. La mesa está plantada sobre la cisterna del edificio. Este mismo fresco “infectado” de salitre quizás nos hubiese alcanzado en cualquier playa dos años atrás.
Las lluvias de mayo tardaron en aparecer, pero el verano de finales de julio es puntual, inamovible, único, desesperante… Estamos a menos de un kilómetro del mar, de las playas de la bahía; se ven los buques entrando, anclados, partiendo…
Este dominó resulta, en realidad, una manera de asfixiar la tortura de la vida rota, del año resquebrajado, del verano en trizas. Tortura este viento, sí, cuanto más fresco más insoportable, porque recuerda que las delicias del mundo siguen allá afuera, mientras uno aquí, envuelto en cuestiones que solo a los hombres y mujeres respectan.
Adriana asoma por alguna esquina y comienza a hablar de sus habilidades. Junto a Orta y Mijaín, Adriana quizás sea una de las exponentes de la lucha cubana. Hay quien dice “emprendimiento” con el pecho inflado y se refiere a paladares, pizzerías o casas de alquiler. Hay quien dice “emprendimiento” y suena a la voluntad de levantar “imperios” con las propias manos, para –o contra o con– el mundo.
Pero Adriana, que en tiempos comunes trabaja en las estadísticas de la Universidad, dice “emprendimiento” y suena a supervivencia. Mientras se ríe –ella siempre ríe– cuenta que con la pandemia aprendió a coser nasobucos de tela, y los hace y los vende. Enumera también una serie de “bisnes”, casi imposibles de recordar para mí, tan solo a través de Transfermóvil.
Adriana lo cuenta orgullosa, con el orgullo que se saca el pueblo cubano de la manga para demostrar de qué está hecho.
“Creatividad”, dicen los líderes. Crisis, supervivencia, lucha; crisis, supervivencia, lucha…
Adriana se parece muchísimo al pueblo cubano, porque además de idear cómo salvarse, salva. Por eso está aquí también, sin cobrar un quilo, ayudando a gente que no conoce.
***
Hay un argumento repetitivo entre las personas que, por estos días, se aventuran, a riesgo de mucho, a ayudar a otras. Mañana –dicen– puede ser mi familia o la tuya o la de aquel. A Jeilin le ha tocado borrarle cualquier atisbo de metáfora a esa idea: su madre ha dado positivo al virus y ha entrado precisamente a este hospital de campaña.
Hoy mamá entra y mañana Jeilin parte o, mejor dicho, iba a partir, porque ha decidido permanecer acá, trabajando también, con el grupo de voluntarios que vendrá de relevo. En la cabeza de Jeilin no cabe irse con mamá adentro, o por lo menos no en este “adentro”. Cuando todos partan mañana, quedará ella aquí, hablándole por los ventanales, poniéndose escafandra para visitarla, de lejos, en la zona roja.
Esta vez, Jony ha ido a entregar calma a la madre de una amiga. Esta vez, para todos, quien está allá dentro es la familiar de alguien con nombre y apellido y rostro. A flor de piel está la sensibilidad de Jeilin; no va a pasar nada, lo sabe, se dice, pero cuando alguien comete la imprudencia de referirse a las malas fortunas de la pandemia, Jeilin, futura contable, mira serio y espeta, suave y seco: recuerda que mi madre está allá adentro, acuérdate de que yo estoy aquí.
***
Dana ha decidido limpiar todo. “Yo soy el jefe”, dice Roberto, pero la Dana de Roberto o la Dana a la que Roberto pertenece está al mando también. Todos juegan con eso, pero en realidad no importa, no es cierto ni falso. En todo caso, Roberto responderá si preguntan, medio militaristas como somos todos, quién está oficialmente al mando; pero cada cual sabe lo que tiene que hacer y los nuevos “por hacer” llegan de la voz de cada cual.
Dana quiere que el relevo lo encuentren todo impecable y moviliza a todos en función de la escalera. Cuando se vayan rindiendo, Dana quedará sola, sin más voz que el agua cayendo y el ruido de los escobazos contra los escalones o la pared.
La Covid-19 ha descubierto a buena hora a los líderes que, tal vez, yacían escondidos… y ha expuesto sus cualidades al ojo público, los ha obligado a brincar las barreras de la modestia. Muchos de los simples dirigentes de siempre han sabido actuar en consecuencia, es cierto, pero el verdadero concierto poético lo dan los líderes naturales, porque melódica y poética es la naturalidad con que actúan, así como la manera en que la gente los mira y sigue.
Le pregunto a Roberto dónde puedo bañarme. No estaba en mis planes pasar la noche, pero Jony me ha preguntado por qué no, en tanto Yoel se entusiasmaba ante la idea de tener un compañero de cuarto.
Roberto me dará un juego de piyama, esos mismos verduzcos de trabajar, insistirá en prestarme sus chancletas para que no me bañe descalzo y se sentará a conversar conmigo, solo para acompañarme, en lo que se desocupan las duchas.
Robe tiene el apellido bien puesto; Roberto Bueno, así se llama. También tiene los ojos del campo, clarísimos, como los de aquellos isleños que llegaron en turbas durante los treinta, escapando de la Civil… Quizás sea bisnieto de alguno.
Esta es la décima rotación de voluntariado de Roberto y Dana. Volverán a entrar, ya lo saben, de alguna forma, también les gusta. Roberto es profesor de Matemáticas aquí en la Universidad, Danna es graduada de Lengua Inglesa y también es profe.
Robe ya tiene su maestría y se encuentra en el proceso doctoral. En el mundo de la academia todos quieren ser doctores y casi todos lo acaban siendo, de una forma u otra. La gran diferencia entre Roberto y muchos de los otros académicos que aspiran ahora a doctorarse, es que, ya lo he dicho, esta es la décima semana de Roberto aquí.
No cobra un centavo por eso, solo recibe su salario habitual de profesor, como otros tantos que lo continúan recibiendo sin mover un dedo en pro de la Universidad o de Matanzas. Eso, de alguna forma, también le jode a Roberto, que igualmente tiene planes y problemas y miedos, pero no lo frena. Le jode esa soledad… que nada tiene que ver con pagos; esa soledad que tampoco es absoluta porque, como él, o casi como él, hay unos cuantos.
A cada uno de nosotros nos corresponderá en los años que siguen esclarecer que todos no fueron dignos, o no lo suficientemente dignos, o que hubo unos cuantos, muchos, que destilaron la dignidad que no supo o quiso el resto. Nos corresponderá decir que existió una vanguardia: compleja y heterogénea, pero vanguardia al fin.
Hay hombres que no se cansan, decía Martí, que tienen en sí, insistía, el decoro de muchos hombres.
Roberto [el] Bueno y su tropa se parecen bastante a las palabras de José Julián.
***
Las primeras horas de la noche se maquillan de resaca. El día de trabajo contrasta con la calma posterior al baño, una calma de stan by. Mañana todos se irán al aislamiento, con otras normas, otras restricciones, a “vestirse” de pacientes… por lo que esta, la presunta última noche juntos, será de insomnio total. Ese es el plan de Roberto.
Sobre las once nos reunimos en círculo para asumir un juego de roles que los muchachos han anunciado durante todo el día. “El lobo”, con sus trucos, reglas y trampas, forma parte del argot cotidiano del team.
En este juego, corroboro, Jony conjuga su psicología innata con su conocimiento íntegro de las posibles variables de cada personaje. Se ha de descubrir quién es el lobo; cada cual tendrá que hablar y convencer al resto de que no lo es.
Dana emplea sus dotes de liderazgo para llevar las riendas a su antojo, con su criterio empuja las emociones del resto. Iris, también con vasta experiencia en estas lides, propone mil formulaciones que acaban siempre en el: “Yo no soy, mátenme si quieren, allá ustedes”.
Maye hace silencio, incluso cuando le piden hablar. En este juego, como en la vida, todo el que calla otorga y Maye pasa a ser “linchada por los aldeanos”, dentro de los que militan prostitutas y gigolós, doctoras y médicos, hechiceros, brujas y otros lobos encubiertos que pretenden sobrevivir a la partida y “devorar” y vencer.
Adriana juega… pero casi en otro mundo, solo sonríe y mira su teléfono y ríe. Jeilin se ve un poco más inmersa en esta pugna entre mentiras y deducciones, mientras Daniela, de primer año de Ingeniería Industrial, amante de la fotografía, en apariencia tímida, fuerte… se mete en la cabeza que alguien, y solo ese alguien, es el enemigo y lucha para aniquilarlo.
A mí, en la primera ronda del juego me ajustician. Era lobo… lo tenía merecido de cualquier manera.
Tras varios intentos de Roberto por mantener la tropa en vela, a las tres y treinta de la madrugada se consensua el sueño colectivo. Cuando amanezca, habrá que volver a zona roja a repartir desayuno, limpiar y otra vez para el almuerzo, dado que el relevo entrará en ejercicio, por fin, para la hora de la comida. Aún nadie lo sabe, pero quedan dos tercios de un día de trabajo. Roberto continúa aferrado a no dormir.
***
Sobre las cuatro de la madrugada, Dana pasa despertando a todos.
La doctora Sandra, interna de la especialidad de Oncología y médico a cargo de la sala, no ha podido cerrar párpados ante el llamado de los pacientes. Después de verle los ojos a Sandra Díaz Santiago, más bien… su mirada, es difícil adivinarle furias por venir, enojos. Y ha de tenerlos, claro que ha… pero, por la forma en que mira, uno bien lo pone en duda.
Entra y sale de la zona roja, a veces con rostro de cansancio, de “me están llamando por gusto”, pero el acorde final de cada una de esas caras es una especie de puntada con el hilo dorado de la comprensión.
Nadie quiere enfermar, todo el mundo siente miedo, existen riesgos… y estas son cosas que Sandra, oncóloga en ciernes, sabe de sobra.
También sabe que a estas alturas, cuatro de la mañana, poco vale la pena un sueño trunco. Hacer, ahora es preciso hacer, por hacer queda. “Ya dormiré mañana…”, quizás se está diciendo, manipulando de la mejor forma posible aquel triste verso de Villena.
Por ello propone a todos bajar y adelantar los test de antígeno programados para las cinco.
Pugna el ansia contra el sueño. En algunos, como Daniela, vence el segundo y aquí abajo están, pero casi que no, porque los ojos se cierran de una forma que roza lo definitivo. Otros abogan por coladas de café. Tupac retoza. Maye reza. Iris saca la lengua cuando Jony me usurpa la cámara y busca fotografiarla. Este primero de agosto, justo a la mitad de su aislamiento, cumplirán tres años de pareja.
Histeria y curiosidad se conjugan en torno a los resultados. Negativo… negativo… negativo… se escucha una y otra vez desde distintos timbres y, en poco tiempo, casi todos retornan a buscar el sueño.
“¿Cuándo tú has visto a un fumigador que se enferme?”, me pregunta Adrián, en medio de la alegría, para validar su oficio. “Tienes que escribir algo bonito sobre esto”, me convida.
Abajo quedamos unos pocos. Llega por fin la colada de café. Sandra desinfecta las patas de Tupac y se lo sube a los muslos y Tupac le muerde el pelo. Ella se lo quita y se lo da y Tupac lo muerde.
Dana y yo nos adentramos en cuestiones densas: la política, la universidad, los profesores, los alumnos, la dignidad, la pandemia.
Sandra desaparece y regresa con el traje protector a medio poner. “Me llamó un paciente, voy a entrar”. Después de atender la incertidumbre de quien está buscando la tranquilidad de sus ojos, Sandra permanecerá en la zona roja y el amanecer ha de atraparla dormida allá, dentro de su escafandra, en la incomodidad de una silla.
“Me quedé ahí mismo –dirá cuando la vuelva a ver, sobre las ocho de la mañana– para no tener que salir y ensuciar otro traje. De todas formas, a las siete tenía que pasar visita. Ahora es que estoy saliendo desde las cinco, que me viste”.
***
Ya a las ocho, todo el desayuno está servido en zona roja. Roberto, en definitiva, no durmió y Dana decidió acompañarlo en el desvelo. Ambos entraron al frente de sus cuadrillas. Las mujeres, con Dana, a limpiar suelos. Los hombres, con Robe, al alimento.
Pero son las ocho y los hombres ya están en las afueras del bloque de prefabricado. Roberto tiene un machete en la derecha. Cercenará la cañuela y los promontorios de yerba mala que han crecido con las últimas lluvias.
Yoel y Jony, cerca del ajo puerro que sembraron ellos mismos en pasadas rotaciones, cavan afanosos con esa pica rústica que se advierte desde el cadáver de una tubería destrozada. En estas nuevas oquedades, están sembrando, para los que vienen, plantas medicinales que alguien de la comunidad donó.
Les comento que están justo en medio del camino que da a la cisterna, donde las futuras generaciones de voluntarios también jugarán al dominó en las tardes. Yoel, con la sabia de su carrera, me explica por qué solo puede ser en ese trozo de tierra y no un poco más a la derecha o al norte. Jony propone rodear las plantas con piedras y desviar el paso.
“¿Viste?”, me reta Yoel cuando ya casi acaban y se muestra impecable el nuevo sendero.
Desde entonces, hay una idea que no me sale de la mente: para concretar un bien, quizás se haga necesario, y eso no está mal, intencionar el camino.
Nota:
Gracias a Roberto José Bueno Hernández, Danaily Delgado Fajardo, Jonathan González Barreto, Irisday García Pérez, Mayeneimis Macías Hernández, Adriana García Díaz, Daniela Greagh Velázquez, Jeilin Arrabal Benítez, Yoel David Alberro Hernández, Adrián Salomón Pedroso y Sandra Díaz Santiago por permitirme ser parte de su equipo y contarlo, durante un poco más de un día. Gracias también por ser el mejor rostro del futuro posible de este país. Jony e Iris se llevaron a Tupac.
Fuente: http://www.cubadebate.cu/especiales/2021/08/07/treinta-y-dos-horas-con-los-voluntarios/