La puesta en marcha de este modelo de Justicia Transicional permitiría practicar formas de satisfacción real de los derechos de las víctimas, de construcción colectiva de la verdad sobre los delitos del conflicto, de formación de la imagen pública completa del complejo campo de victimarios y, finalmente, de habilitación de una lucha política tramitable por […]
La puesta en marcha de este modelo de Justicia Transicional permitiría practicar formas de satisfacción real de los derechos de las víctimas, de construcción colectiva de la verdad sobre los delitos del conflicto, de formación de la imagen pública completa del complejo campo de victimarios y, finalmente, de habilitación de una lucha política tramitable por vías no violentas.
Por medio del comunicado conjunto número 60 de la Mesa de Conversaciones Para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, los delegados del Gobierno y de las FARC-EP anunciaron la firma de un acuerdo en torno al componente de justicia del mecanismo a partir del cual pretende terminarse de manera efectiva con el conflicto, el llamado Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición.
Aunque dicho Acuerdo de creación de una jurisdicción especial para la paz no ha sido dado a conocer -y más allá del «conflicto de interpretaciones» que parece entablarse entre las respectivas delegaciones-, algunos se aventuran a poner el acento en el problema de la pena de prisión en tanto que «única» forma de justicia y «única» garantía de no repetición, ensombreciendo otros asuntos significativos. Y no es una cosa menor: un debate (profundamente ideologizado) fundado en la pretendida oposición entre jurisdicción internacional penal y justicia transicional -que ha sido asimilada a la oposición justicia versus impunidad- sólo puede entender el Acuerdo como una especie de «mercado de impunidades». Para escapar a esta vulgata punitiva y politiquera, se requiere «ver» con mucha atención los elementos dados a conocer hasta ahora, en la perspectiva misma de nuestra propia experiencia de justicia, que es una experiencia atravesada por un conflicto político profundamente violento.
De entrada es notable el hecho de que el carácter independiente de esta Jurisdicción para la Paz frente al sistema ordinario colombiano permitiera, por primera vez desde los alzamientos de Río Chiquito y Marquetalia, su «reconocimiento pleno» por parte de las FARC-EP. Esto es significativo por cuanto evidencia, de una parte, la percepción que se tiene de la justicia como un aparato selectivamente ineficaz y partisano. Y de la otra, muestra un acuerdo fundamental entre las partes en lo referente a la necesidad de construir una justicia para todos guiada por lógicas diferentes a las que han guiado la acción punitiva actual. Aunque no sea expreso, el acuerdo en sí es el signo del fracaso del modelo punitivo seguritario que atribuyó al castigo penal una estricta función de control y de protección contra los riesgos provenientes de aquellas situaciones que atacan la «confianza» pública.
La consecuencia alargó por años este necesario desenlace de la Mesa de La Habana: despolitizando la conflictividad política inherente al conflicto armado, lo que debía entenderse políticamente fue representado bajo la figura de «amenaza terrorista», esto es, de riesgo máximo, de pura amenaza global, aunque inmanente, a toda la existencia.
Así las cosas, cabe resaltar, por el momento, tres aspectos novedosos del Acuerdo. La primera novedad trata de un dispositivo que estimula la acción del agresor en favor de la «verdad» y la reparación a cambio de un castigo que lo enfrente al horror encarnado en el sufrimiento de la víctima pero que no lo reduce a una penitencia aislante e inhabilitante. La prisión aquí se convierte en mecanismo de último recurso en relación con el fin primordial del sistema que es «hacer justicia» por medio de la «verdad» y de la «reparación efectiva».
En efecto, con base en un criterio común fijado por la normatividad penal internacional, se acogen de común acuerdo los límites a partir de los cuales se calificarán judicialmente las conductas que no pueden ser entendidas como delitos políticos en relación con ESTE conflicto (esto es, que no son amnistiables) pero que tampoco pueden ser entendidas como actos propios del servicio (esto es, plenamente «antijurídicas» como dicen los dogmáticos). Dicho «acuerdo en los términos» revela no tanto un «reconocimiento» de la Corte Penal Internacional sino más bien un desplazamiento en el eje de la punición. Así, contrario a lo que algunos creen, este dispositivo desplaza el eje de su funcionamiento del agresor a la víctima de delitos atroces o contra la humanidad, delitos de desprecio a la forma de vida como los define Antoine Garapon. Ello permite, en primer lugar, escapar al «conflicto de interpretaciones» entre lo que ES político en la guerra y lo que no lo es y, en segundo lugar, permite satisfacer la demanda de «reconocimiento» hecha por las víctimas de delitos atroces. Pero además, se abre la puerta para pensar y practicar, desde una «alternatividad» sancionatoria que relativiza el reinado de la pena de prisión, un tipo de castigo en la perspectiva de la demanda de la víctima (ese sujeto irrepresentable en su dolor); una «venganza» institucionalizada en un teatro íntimo entre agresor y agredido (sin que esto quiera decir que los procesos no serán públicos) y no ya un teatro público de venganza soberana y de clase contra un enemigo político. El acuerdo parece ser pensado en una lógica inversa a la que reinó durante los últimos treinta años: la punción pública y sumaria contrastaba con una política secreta y conspirativa. Se trata ahora de permitir la publicidad de la política enviando el teatro de la reparación al encuentro irreductible entre víctima y agresor. Esto será uno de los más grandes retos de la Jurisdicción de Paz, teniendo en cuenta que habitamos un régimen de castigos sumarios y mediatizados en la perspectiva de la generación de un «ambiente de confianza» antes que del logro de la justicia. Por su parte, lo que se propone la Jurisdicción de Paz es precisamente «mediatizar» el proceso de verdad (si se quiere) pero no ya en la ejecución de la sanción, es decir, una mediatización del relato verdadero a partir del cual victimario y víctima transformarán su relación, pero no ya mediatización del trueno de la justicia marcando y anulando los cuerpos condenados.
La segunda novedad permitiría reconstituir el campo complejo de victimarios que aún permanece oculto bajo la acción ineficaz de la justicia ordinaria. Si bien el dispositivo de «verdad» aparece como un estímulo para permitir una reparación efectiva, esta vez puede entenderse como un dispositivo que permitiría construir una verdad sobre la responsabilidad individual y colectiva en y a propósito del conflicto a partir, no ya del ejercicio deductivo del aparato judicial, sino del relato mismo de victimarios y víctimas. En consecuencia, permitiría un trabajo de desmitificación del conflicto y de sus fantasmas. Se trata no solamente de hacer justicia para la víctima con la verdad y con la reparación sino también de constituir una «memoria colectiva» – a falta de otro término adecuado – sobre los crímenes del conflicto y sus responsables. Allí, el principio de igualdad estricta entre agentes del Estado y guerrilleros es central: una igualdad que gira no ya en torno a la defensa del Estado sino en torno a las demandas de las víctimas, lo que significa poner en cuestión ese esquema que quiso presentar al Estado y sus agentes como garantes del campo agredido y a los guerrilleros como la imagen por excelencia del agresor. No se trata ya de defender la majestad del soberano ni tampoco de constituir una imagen de confianza a partir de una contabilidad mortífera de supuestos enemigos, sino más bien de reconstruir relaciones y entornos con base en la perspectiva de quienes sufrieron actos efectivos de desprecio a sus formas de vida. Se trata menos de un ritual de expiación colectiva por medio del acto sacrificial de un chivo expiatorio y más de un trabajo público sobre la responsabilidad individual y las formas de restitución a las que deberá estar atado ese responsable.
En tercer lugar, esta justicia permitiría resolver el problema político que se encuentra en el corazón de las demandas de los alzados en armas, a través de la puesta en marcha de un dispositivo judicial de amnistía. Desde una perspectiva meramente militarista, algunos ven en dicho dispositivo una «claudicación». Sobra resaltar la hipocresía de este comentario teniendo en cuenta que, en su momento, esa misma perspectiva defendió el truco barato de declarar «sediciosos» a los paramilitares. Lo importante es que las amnistías son un símbolo de lo contrario, cuando no se tratan por supuesto de «perdones entre amigos». En efecto, la amnistía ha funcionado como una renuncia al castigo que establecen las leyes y un juramento colectivo de «no hacer memoria pública de los males pasados». En pocas palabras, se trata de una clemencia ciudadana, contra la ley, que anula el pasado en beneficio de la posteridad. La amnistía es, entonces, un derecho del vencedor y uno de los símbolos más preciosos de su victoria, sin que signifique necesariamente una derrota para el amnistiado – cuando su objetivo estratégico consistía menos en destruir y más en integrar la representación de lo colectivo, la cual se entiende dominada por el enemigo (qué lejos estamos del tan mentado «lenguaje de guerra fría» que algunos comentadores distraídos creen leer en el debate actual). Ahora bien, con esta amnistía acordada entre el Gobierno y las FARC-EP, de lo que se trata es, precisamente, de conciliar la unidad política que pretende ser lograda por la vía de la ampliación del campo de construcción de lo colectivo, con el deber de memoria que exige una perspectiva «reconstruccionista» como la que plantea esta Jurisdicción de Paz.
Un comentario adicional. No es pura espontaneidad o revanchismo esta risa que produce la ansiedad manifestada por algunos personajes públicos en su perorata torpe y vacía a propósito de la Jurisdicción de Paz, fundada en la idea de que ésta carece de medios de punición contra la guerrilla y, al contrario, viene cargada de medios contra soldados y policías. Sin duda, es una risa significativa: el Acuerdo es, en parte, el producto natural del agotamiento de una estrategia que combinó elementos seguritarios y elementos teológicos profundamente marcados en ese discurso profiláctico defendido durante años, que concebía a insurgentes y opositores políticos como manchas terrenales de una pureza por recuperar. Los resultados de la política de seguridad democrática y la intervención de la Corte Penal Internacional en Colombia (debida a la impunidad frente a los crímenes cometidos por agentes del Estado) hacen insostenible cualquier inocencia. En efecto, la puesta en marcha de este modelo de Justicia Transicional permitiría practicar formas de satisfacción real de los derechos de las víctimas, de construcción colectiva de la verdad sobre los delitos del conflicto, de formación de la imagen pública completa del complejo campo de victimarios y, finalmente, de habilitación de una lucha política tramitable por vías no violentas. Es un acuerdo inteligente que se enmarca dentro de un interés común declarado por las partes y por las víctimas que hasta ahora se han hecho escuchar: ampliar y profundizar la democracia sin sacrificar ni la memoria del conflicto ni la justicia que debe ser rendida por sus delitos más graves, siendo la amnistía misma no ya un «olvido decretado» sino más bien un componente mismo de esa memoria. De todas maneras, se trata de una apuesta que se encuentra directamente atada a la aplicación de los acuerdos definidos en el punto de «implementación», esto es, directamente ligada a la formación de unos mecanismos efectivos en perspectiva de la No Repetición.
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