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¡Triste historia la nuestra!

Fuentes: Rebelión

Un adagio popular dice que «pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla». Colombia es de esos pueblos donde la falta de memoria lleva a que la vida política tenga mucho de trágica repetición. El último año ha sido particularmente notable en ejemplos que nos llevan a pensar que poco ha cambiado en […]

Un adagio popular dice que «pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla». Colombia es de esos pueblos donde la falta de memoria lleva a que la vida política tenga mucho de trágica repetición. El último año ha sido particularmente notable en ejemplos que nos llevan a pensar que poco ha cambiado en este país donde la opresión política persistente refuta el reclamo de ésta como la «democracia» más vieja del continente. Los discursos estigmatizantes contra opositores políticos y organizaciones sociales, la criminalización de la protesta social y la violencia política son prácticas que atraviesan nuestra historia política en el último siglo y perviven.

La masacre de las bananeras en 1929 para resguardar los intereses de la United Fruit Company fue el fatal desenlace de una fase de intensa de estigmatización y criminalización (con el beneplácito del clero, valga recordar). La Ley 69 o Ley Heroica de 1928, promulgada bajo el gobierno de Miguel Abadía Méndez, envió a la clandestinidad a las organizaciones comunistas bajo el argumento de que éstas someterían al país a una conflagración. Luego se promulgó el Decreto 4 del 18 de diciembre de 1928 que declaró «cuadrilla de malhechores» a los participantes de las protestas obreras («dirigentes, azuzadores, cómplices, auxiliadores y encubridores»), considerados «revoltosos, incendiarios y asesinos» que «demuestran un pavoroso estado de ánimo, muy conforme con las doctrinas comunistas y anarquistas». Finalmente, sobrevino la destrucción cometida por el ejército para sofocar la huelga de las bananeras, denunciada como una situación revolucionaria extremadamente peligrosa, y para proteger la compañía de las demandas de los trabajadores. La matanza fue una reacción en defensa de la jerarquía social existente y sus privilegios, del principio del orden y los intereses de la inversión extranjera, y en contra de los reclamos de los trabajadores.

Entre las décadas del cuarenta y cincuenta la persecución de los liberales fue estimulada por los dirigentes conservadores y eclesiásticos sobre la base de enardecidas diatribas anticomunistas. La imputación de «comunista» funcionó como un encubrimiento ideológico del miedo a las aspiraciones de transformación de aquellos hombres (los seguidores del gaitanismo), considerados «negros, indios, mulatos y mestizos, rencorosos, vengativos, hombres de palo y cuchillos, defraudados, frustrados y ambiciosos» . En el marco de la disputa bipartidista, mientras los conservadores señalaban en sus proclamas que la lucha era la de la civilización contra la barbarie, para la Iglesia lo que se enfrentaba era el bien contra el mal, la verdad contra el error, la luz contra las tinieblas, Roma contra Moscú. La construcción de esta representación y su instrumentalización discursiva constituyeron un medio de confrontación, un recurso fundamental para la deslegitimación y demonización de la oposición liberal, que condujo primero al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y luego a la justificación de la violencia conservadora; fue igualmente una herramienta importante en la criminalización de la protesta social mediante una homologación pérfida con el comunismo. «El programa comunista de las huelgas», «el paro está preparado por el bolcheviquismo de otras naciones», «los comunistas están dirigiendo el movimiento para crear un estado de zozobra», «bandas gaitanistas que armadas recorren campos y veredas sembrando el terror» fueron expresiones de la prensa escrita que evidenciaron la inclinación a la criminalización de la protesta social.

En el decenio de los setenta – que tanto se parece a estos días – las huelgas obreras y universitarias estuvieron en el centro de los motivos esgrimidos para justificar la legislación de excepción. En lugar de ser interpretadas como expresión del conflicto social, fueron vistas como actos subversivos atribuidos a «expertos e inescrupulosos agitadores» capaces de manipular «idiotas útiles» y perseguir objetivos subversivos bajo la «apariencia» de demandas laborales. Las huelgas se consideraron una amenaza «extremista» a la «paz pública», la seguridad colectiva y las instituciones democráticas, un plan deliberado para perturbar el orden público y generar malestar social, una práctica subversiva propia de la «extrema izquierda» encaminada a conseguir «proditorios intereses» que llevarían al caos y la anarquía, una expresión de «terrorismo urbano» usado por minorías malintencionadas. En esos años, eran considerados terroristas no sólo los rebeldes organizados en guerrillas sino también los repertorios de acción colectiva – como la toma de fincas, las manifestaciones callejeras, la toma de instalaciones públicas, entre otros -.

En la década de los ochenta la institución militar, parte de la prensa y otros sectores de poder – críticos del Acuerdo de la Uribe con las Farc – emprendieron un proceso de estigmatización para incluir a la Unión Patriótica (UP) en la definición del «enemigo interno» y promover con pretensiones de legitimidad su exterminio. Para los militares – como lo es hoy para el señor Uribe Vélez -, la UP obedecía a la combinación de las formas de lucha, era un «partido que realiza abiertamente la acción desestabilizadora interna y de descrédito». El Tiempo editorializó que «esta bien abrir espacios […] pero otra cosa es permitirle a la guerrilla su proyección, con fines puramente tácticos, en niveles políticos destinados a facilitar e incrementar su acción subversiva». Desde el momento de la fundación de este partido, se estructuró, desde múltiples tribunas, un escenario de agitación ideológica que condujo al genocidio político de más de más de 4.000 militantes. Las víctimas de esta matanza han sido inculpadas, los asesinos gozan de impunidad y los agitadores creen no tener ninguna responsabilidad. Los días que antecedieron a la muerte de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Manuel Cepeda no difieren en el ejercicio de la estigmatización que los medios de comunicación hacen de personas como la Senadora del Partido Liberal Piedad Córdoba.

En los albores del nuevo milenio, y particularmente bajo el actual gobierno, la estigmatización del Polo Democrático Alternativo (PDA) revive las invectivas contra la UP y se renueva la acusación sobre la combinación de formas de lucha. Sobre el PDA y los comunistas, el señor presidente ha dicho: «esos proyectos políticos de odio tienen apariencia chévere, pero, a semejanza del comején, pasan en la realidad […] socavando los cimientos de la solidaridad nacional, socavando los cimientos de la fraternidad, socavando las posibilidades de que el país a través de la Seguridad Democrática encuentre la paz». Las acusaciones de benevolencia con el terrorismo y combinación de formas de lucha sirven, como en el anterior caso, para construir de forma paulatina y segura la justificación de la persecución penal y de un nuevo exterminio político.

La estimatización y criminalización en estos días de las manifestaciones estudiantiles, de la protesta de los corteros de caña para resguardar los intereses de los ingenios azucareros, de la huelga de los funcionarios judiciales y de las movilizaciones indígenas para arrinconarlos cada vez más y generar condiciones de expropiación, son prolongación de esa vieja historia. Hoy, como ayer, la sociedad dominante estima que protestar es un acto subversivo; que los líderes sociales son azuzadores e incendiarios malhechores; que las huelgas son presiones ilegítimas que contrarían el progreso económico y la democracia; que los intereses de los grandes empresarios constituyen el verdadero interés general. Hoy, como ayer, las palabras usadas por expertos agitadores son una trompeta de guerra – como decía Thomas Hobbes -; ellas definen y constituyen a los inconformes como el enemigo interior, y lo hacen de una forma tal que es propicia para justificar la persecución criminal y la continuidad de la matanza. ¡Triste y vergonzosa historia la nuestra!

(*) Investigadora del Instituto Popular de Capacitación (IPC)