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Trotsky, Siqueiros y el estalinismo (en el centenario de la revolución de octubre)

Fuentes: Rebelión

Coyoacán, Ciudad de México. Contenida por las calles Viena, Morelos y Churubusco se levanta la casa en la que Trotsky buscó su último refugio y donde halló la muerte cuando sólo habían transcurrido tres años y medio de su exilio mexicano en enero de 1937. Ahora es una casa-museo de obligatoria visita, testimonio de uno […]

Coyoacán, Ciudad de México. Contenida por las calles Viena, Morelos y Churubusco se levanta la casa en la que Trotsky buscó su último refugio y donde halló la muerte cuando sólo habían transcurrido tres años y medio de su exilio mexicano en enero de 1937. Ahora es una casa-museo de obligatoria visita, testimonio de uno de los episodios más tristes de la historia del siglo XX. Se aprecia rápidamente que en aquella casa reinaba la austeridad. Está claro que la riqueza de Trotsky era inmaterial, que residía en su cabeza, en su alma. El visitante aprecia también al instante, junto a la austeridad, un clima de orden y disciplina propio de una vida dedicada al trabajo. Trotsky resistía con su trabajo, resistía a la derrota personal y política. Pese a su vulnerabilidad y la amenaza constante de atentado contra su vida, es difícil imaginarlo viviendo con miedo en aquella casa. Se sabía condenado y trabajaba. Simplemente, trabajaba como el intelectual revolucionario que siempre fue. Claro que su drama era demasiado real, y un crimen surrealista terminó cumpliendo la orden firmada tiempo atrás: la de acabar con su vida. A la sazón, escribía una biografía de Stalin que desgraciadamente quedó inconclusa. El héroe revolucionario moría como víctima de la gran revolución que él mismo había dirigido: México, 21 de agosto de 1940. El criminal, un personaje insignificante, un tal Ramón Mercader, al que la historia registra sólo como asesino de Trotsky.

Siqueiros, sin embargo, David Alfaro Siqueiros, el gran artista, no era un personaje insignificante. Y también intentó matar a Trotsky en su casa mexicana. El contundente pintor de la madre campesina, de la madre proletaria, el muralista del pueblo oprimido y de su emancipación democrática, el anti-imperialista defensor del indigenismo, ese mismo Siqueiros dirigió un comando armado contra Trotsky, un comando de artistas dispuestos a asesinarlo. Desde la larga ventana, desde la puerta, los miembros del comando descargaron sus fusiles en el dormitorio del matrimonio Trotsky. Los numerosos boquetes e impactos de bala en las paredes del cuarto dan fe del fulgurante suceso. Sólo con verlos, aún se siente el ruido atronador, el olor a pólvora, el terror de la pareja. Y podemos imaginar a un tembloroso Trotsky agarrando instintivamente a Natalia Sedova y arrastrándola hacia el hueco milagrosamente salvador. Fue en efecto un milagro que la pareja sobreviviera a aquel atentado.

También podemos imaginar la escena con los ojos de Siqueiros. Es lo que propongo aquí ahora, que nos metamos en la cabeza de ese gran artista e intentemos ver la escena desde dentro, como protagonistas y no como espectadores. David Alfaro Siqueiros, el gran luchador, el rebelde, el coronel en el bando republicano español frente al fascismo, el comunista Siqueiros. ¿Cómo es posible que dirigiera aquel comando? ¿Qué había en su cabeza? ¿Qué certezas, qué convicciones, qué lealtades? ¿Qué sentía Siqueiros?

Siqueiros, y los otros artistas que formaban el comando, apretaron el gatillo por convicción, en la firme creencia de que Trotsky era un traidor y un enorme peligro para la causa revolucionaria. Había que eliminarlo. No bastaba con tenerlo apartado en un distrito de la Ciudad de México, desterrado, desarmado, vencido. Había que hacerlo desaparecer físicamente. Todo su heroico pasado revolucionario quedaba anulado en una sumaria sentencia. Toda su enorme labor -política, intelectual, moral, diplomática, militar- quedó borrada de la cabeza de Siqueiros mientras descargaba su rifle contra Trotsky. En aquel momento Siqueiros no vio al padre de la revolución rusa, a su gran teórico y artífice; sólo vio a un renegado traidor que debía ser eliminado. Aquel hombre sensible y creativo, capaz de empatizar con las víctimas universales de la opresión, descargaba su rifle contra Trotski sin pensárselo dos veces.

Sin dobles pensamientos, sin dudas, con la certeza del creyente, Siqueiros no debió ser consciente de la importancia simbólica de su acto. No debió darse cuenta de que no atentaba sólo, ni siquiera principalmente, contra Trotsky. En realidad, atentaba contra la misma revolución. Su fallido crimen -otro momento infame para la historia- no entraba ya en el sueño revolucionario contra la tiranía y la injusticia, no era parte ya de la lucha por la sociedad emancipada del futuro. Ni aportaba nada al arduo proceso de construcción del socialismo. Más bien al contrario, era una aportación -una más- a la causa de su destrucción. Formaba ya parte, en realidad esencial, de la pesadilla estalinista, consumándola en el plano simbólico. No era más que otro acto del terror totalitario, del pensamiento mecanizado que no soporta la crítica y la divergencia, del odio convertido en certeza y viceversa: de la certeza convertida en odio.

¿Qué fue el estalinismo? ¿Cómo sucumbieron los partidos comunistas a semejante ceguera dogmática? ¿Qué enorme operación de autoengaño sufrieron sus militantes? ¿Por qué se vendaron los ojos? ¿Tuvo remordimientos Siqueiros? ¿Qué revolución dejó todo aquello? ¿Qué esperanzas de emancipación futura?

En verdad, del delirio estalinista ya sólo podía salir una revolución metálica, sin corazón. Aquel socialismo, en cuyo nombre se atentaba contra Trotsky, era ya un socialismo sin rostro, sin empatía, sin compasión. Carecía de minorías, de contracorriente y antagonismo; de la riqueza, en fin, que da la diferencia y la variedad. Era un socialismo romo, sin sutileza, de uniforme y desfile, de acero y hormigón, huérfano de dialéctica, carente de vida. Como dejó patente el suicidio de Maiakowski ya en 1930, se había quedado sin arte ni poesía. Había perdido la alegría, la espontaneidad, la risa, y la fantasía creadora. Los mismos partidos comunistas que combatieron el fascismo incluso con las vidas de muchos camaradas, llenaron de traidores sus cabezas y se armaron de falsas coartadas para combatir al imaginado enemigo interior, con un diabólico Trotsky a la cabeza de la contrarrevolución. De críticos audaces pasaron a pobres justificadores, de rebeldes a obedientes soldados de una revolución abortada, de luchadores antifascistas a inquisidores sedientos de sangre. Su lenguaje se hizo barroco, abstruso, cerrado. El marxismo -vivaz y matizado en los grandes pensadores marxistas- se volvió escolástica de cartón piedra. Se impuso una estéril ortodoxia y la cucaña prosperó. Coyoacán, 1940, sólo 23 años después de la revolución de octubre: un insignificante comunista asesinaba a Trotsky, con el acierto esta vez que le había faltado al gran artista Siqueiros.

¿Qué fue el estalinismo? En realidad, fue muchas cosas. Se cimentó en una estructura de Estado a la que la planificación centralizada de la economía obligó a una extrema burocratización, con sus aledañas clientelas políticas y una nueva clase privilegiada ligada al partido único. El estalinismo fue además un régimen totalitario basado en el terror y la indefensión individual, sin libertad personal ni sociedad civil. Fue también una enorme maquinaria orwelliana de manipulación mediática, propaganda ideológica y control de la información. Pero no fue sólo eso. No fue sólo un régimen totalitario asentado en el terror, en una burocracia clientelar y en la manipulación generalizada. Ese moderno Leviatán generó además un estado peculiar y perverso de la conciencia colectiva. Porque Siqueiros y su artística tropa no atacaron a Trotski por miedo a una represalia. Lo hicieron, como el mismo Mercader, por compromiso político. El mito revolucionario que el estalinismo fabricó y supo mantener vivo generó adhesiones, lealtades, entrega, compromiso. Incluso heroísmo. Y lo hizo más allá de toda razón moral. De forma sobrecogedora y fascinante. De hecho, el estalinismo -como también el fascismo- desarrolló una fuerza colectiva descomunal capaz de envolver al individuo en un vórtice gigantesco y elevarlo a una nueva dimensión. En cierto modo, a la trascendencia. El sujeto revolucionario, humillado tantas veces en su cotidianeidad, sometido a jefes, necesidades, estrecheces, víctima o espectador de mil injusticias, ahora se enlaza al movimiento comunista, abraza una causa común, une su voz a la de otros centenares de miles como él, y se siente miembro de una fuerza superior. Sus pasiones y deseos antes reprimidos tienen ahora un vehículo de expresión, su sed de justicia encuentra un instrumento ejecutivo, vuelven las ilusiones y la vida cobra un sentido nuevo. El individuo se trasciende en algo más grande que él, en un órgano colectivo. Y se deja llevar. En realidad, se libera. Ahora puede hacer cosas que antes no habría podido justificarse a sí mismo. Puede atacar, pegar, incluso matar. Ahora la violencia es una nueva forma de ser, la del luchador, la del partisano, la del revolucionario. Y obedecer tiene una dimensión liberadora. Antes la obediencia era resultado de la humillación social y lo degradaba ante su patrón o su jefe. Ahora obedece con orgullo a su partido y a su dirección. No es intérprete de la historia, sino su agente. No cuestiona, no critica. Cumple un destino. Se entrega y lo hace sin importarle el sacrificio. Sacrifica familia e hijos, olvida a sus viejos amigos. Ahora es un fiel camarada que no necesita justificación por sus actos porque ya tiene a la justicia de su lado: la suya es la causa de la humanidad. Es preciso eliminar a Trotsky: ¡hágase!

Hay estados de la conciencia individual forjados a base de anular las propias capacidades intelectuales por las que aspiramos a entender el mundo. Ortega [1] hablaba del enamoramiento como uno de esos estados intelectualmente empobrecedores del espíritu basados en una certera mixtificación: el ser querido se convierte -como por arte de magia- en un ser perfecto. Es una imagen repentinamente cristalizada. También la mística crea estados «perfectos» de comunión, en este caso, con Dios, pero sin mediación de la racionalidad teológica. Hay también mucho amor y mucha mística en la conciencia revolucionaria. Es una conciencia ensimismada, llena de certezas (y autoengaños), dispuesta a la entrega total, trascendida toda su individualidad en una causa superior que no admite dudas ni contemplaciones. Dispuesta a todo, incluso al sacrificio de la propia vida.

El engagement del revolucionario encierra sin duda algo grande y noble, ante lo cual el individualismo de la llamada conciencia burguesa resulta mezquino y cobarde, atrapado en sus pequeños placeres y particularísimos intereses. Pero la entrega mística y enamorada -esto es, ciega- a una gran causa, aunque sea la emancipación de la humanidad, tiene su lado fáustico y desata fuerzas demoníacas tanto o más (auto)destructivas que creadoras. El propio Trotsky lo experimentó cuando todavía estaba en la cima del poder: salvar la revolución implicaba renegar del mismo socialismo, eliminar la democracia, reprimir a la misma clase obrera, extirpar la libertad política y sindical. Todavía no había muerto Lenin, y ya la revolución había empezado a devorar a sus mejores hijos: la dictadura del proletariado se convertía en dictadura sobre el proletariado. La diferencia esencial con el estalinismo, además del grado, es que Trotsky era muy consciente de la contradicción de su praxis revolucionaria y esa contradicción lo atormentó siempre, porque tenía conciencia moral. Stalin se regocijaba en el terror que infundía. Aunque es una gran diferencia, Stalin, sin embargo, no cayó del cielo sino que fue engendrado por la misma revolución. Fue una variante particularmente sádica y criminal, pero la semilla del totalitarismo estaba en sus entrañas. Y Trotsky lo había predicho tempranamente, en 1914, cuando todavía se oponía a Lenin.

Nadie ha captado mejor que Sartre los dilemas existenciales del «auténtico» compromiso político. En su célebre trilogía Los caminos de la libertad inventa al comunista Brunet, y sus diálogos con Mathieu, el escéptico profesor de filosofía, no tienen desperdicio. El engagement es una decisión en la que no sólo uno se pone en acción; también pone en juego cuestiones como la auténtica libertad y la responsabilidad moral.

«Eres libre», le dice Brunet a Mathieu [2]. Y precisamente por eso, añade, «tienes necesidad de comprometerte». Porque, «¿para qué sirve la libertad si no es para comprometerse?». Esta es una pregunta fundamental que esconde una certeza: sin compromiso, la libertad está vacía, es una libertad flotante. El hombre esclavo de su libertad personal es «una abstracción», está como «ausente», vive -dice Brunet- «entre paréntesis».

Parece que esas razones hacen mella en Mathieu pues llega a reconocerle a Brunet que ha terminado por perder el sentido de la realidad: «nada me parece completamente verdadero» -dice-, y se autocalifica de «irresponsable». Por el contrario: «Tu. Tú eres real… Todo lo que tocas parece real». Y añade a modo de conclusión: «Tú eres un hombre…, has elegido ser un hombre».

En efecto, Brunet, el comunista Brunet, ha renunciado a su libertad y ha entrado en otra dimensión. Ahora cumple un destino y, como el resto de sus camaradas, «no es más que un soldado». Mathieu quisiera entregarse igual que su amigo, pero necesita «estar convencido», necesita una certeza por la que cambiaría gustoso su libertad, porque piensa como él que «no se es un hombre hasta encontrar una cosa por la que se aceptaría morir». Esto último es obviamente una estupidez muy del gusto del dramatismo existencialista de la época, una estupidez que implica que el fanático de turno -incluido un terrorista suicida- porta más humanidad que cualquiera de sus víctimas. Pero lo cierto es que Mathieu no está convencido de entrar en el Partido Comunista, tiene dudas. Y se abstiene.

Al final, en La última oportunidad, apéndice inédito de la trilogía, se reencuentran los dos amigos, desatada ya la II Guerra Mundial. Y Brunet desvela entonces un dato de su propio aprendizaje [3]:

«El P.C. -dice- es un partido de violencia… Y la violencia jamás me ha dado miedo. Solamente creía que era un mal necesario y que se la podía dirigir, limitar su empleo».

Pero enseguida reconoce:

«No se puede. Si la usas una vez, está en todas partes, hasta en la organización interna del partido».

Y como Mathieu mantiene un rostro inexpresivo, decide escandalizarlo con un golpe de ultrarrealismo:

«La injusticia -explica- reina incluso en la comunidad de los justos».

Hay que despojarse del idealismo pequeño-burgués y de la moralidad individualista, piensa Brunet, para entender y aceptar esta cruda realidad. Ahora bien, ¿quiénes son los justos? La respuesta llega al final, cuando en realidad es el axioma principal de toda la argumentación. Obviamente aquí está el núcleo del problema. Y por fin lo descubrimos. Sencillamente, concluye Brunet:

«Somos nosotros los justos… somos nosotros, y jamás dejaré de decirlo, incluso si dejo el Partido. Somos nosotros porque somos nosotros los únicos que combatimos por el hombre».

Por eso la acción del comunista Brunet no necesita justificación, porque -continúa diciendo- «queríamos cambiar el mundo, y la menor de nuestras acciones ponía en juego el universo entero». Trotsky -padre incuestionable de la revolución- también debía ser sacrificado al universo entero. Por eso, decir otra cosa, esto es, decir la verdad, termina afirmando Brunet -y sorprende la sintética conclusión- «no es sino trotskismo». Hablar de la mentira del estalinismo, de su criminalidad intrínseca, de la deshumanización del socialismo realmente existente, de la aberración totalitaria; decir que Stalin era un nuevo y terrible sátrapa… Todo eso es trotskismo y había que acallarlo porque la justicia estaba «de nuestro lado», en el bando correcto. Y Stalin, el camarada Stalin, era el salvador de la revolución frente a sus enemigos.

Camus tiene razón en El hombre rebelde al detectar un trasfondo de nihilismo metafísico en esta conciencia revolucionaria redentorista que lucha, más allá de toda moral, por la emancipación de la humanidad. Lo que queda en el nihilismo no es una ética nueva más allá de los valores, sino su total destrucción, y de ahí, de esa tierra quemada, sólo puede mantenerse en pie una voluntad de poder desnuda a la que todo está permitido, pendiente tan solo de su propia eficacia técnica. El estalinismo fue así la destrucción nihilista de la mejor esperanza revolucionaria. Sin darse cuenta, con la fe del creyente, en un arrebato casi místico de amor a la causa de la humanidad, eso es lo que hicieron Siqueiros y su comando de artistas, al apretar sus gatillos contra León Trotsky.

Notas:

1) Véase, José Ortega y Gasset (1939), Estudios sobre el amor, Madrid, Revista de Occidente-Alianza, 1981.

2) Este primer bloque de citas está comprendido entre las páginas 521 y 525 de Les Chemins de la liberté, Libro I. L´Âge de raison, VIII, en J-P. Sartre, Oeuvres romanesques, Paris: Gallimard, 1981.

3) Este segundo bloque de citas se encuentra entre las páginas 1644-1647 de Les Chemins de la liberté, Appendice III, La Dernière Chance (fragments), en J-P. Sartre, Oeuvres romanesques, op. cit.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.