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Elecciones este domingo en el departamento del Valle del Cauca

Un Alférez casi real de mafia y paramilitarismo

Fuentes: Rebelión

Desde que el Valle del Cauca es valle y lo demás es loma, como reza una de esas frases ligeras que a veces la infelicidad permite, este departamento del occidente colombiano ha sido un enclave azucarero, con todo lo malo que eso ha acarreado siempre: terratenientes, esclavismo, exclusión, desgracias. Para completar el panorama, en la […]

Desde que el Valle del Cauca es valle y lo demás es loma, como reza una de esas frases ligeras que a veces la infelicidad permite, este departamento del occidente colombiano ha sido un enclave azucarero, con todo lo malo que eso ha acarreado siempre: terratenientes, esclavismo, exclusión, desgracias. Para completar el panorama, en la loma geográfica que hace parte del Valle político, hay café, miles de familias han vivido de él por más de un siglo, un producto agrícola que involucró en su esencia aromática buena parte de los problemas ligados al azúcar y otros más.

Volviendo al valle del Cauca, el segundo río más importante del país, el afán empresarial de las potentadas y latifundistas familias de la región las llevó a inundar el paisaje de ingenios azucareros, cientos de miles de campesinos nativo y migrantes explotados, quema de cañaduzales y trenes cañeros que hoy en día hacen de las carreteras del departamento unas de las más intransitables y peligrosas.

En un país que cayó de bruces en la apertura de los años noventa, sin doble calzadas, el Valle contó quizás con las que primero empezaron a construirse, pero las tiene a pedazos, porque no hay vía que pueda esquivar los terrenos privados de los cañaduzales ni poder gubernamental que consiga adquirir los metros que los cruzan, mucho menos expropiarlos, así sea en bien del embuste aquel del interés nacional.

El departamento fue una vez una tierra boyante, promisoria, que atrajo, desde la década del cuarenta, en los tiempos de la postguerra y en correspondencia con «la ola de las inversiones extranjeras (entre 1940-1960)» (2) que llegaba a Colombia, toda clase de multinacionales estadounidenses. Fueron los años de una «confianza inversionista» que se exhibía mientras el país era (textualmente) descabezado por la Violencia de mitad del siglo. Algo parecido a la «confianza inversionista» de que habló en sus ocho años de gobierno el ex presidente Álvaro Uribe, la cual prosperaba en la cifras al tiempo que el país se desangraba en la guerra del militarismo y en las masacres del paramilitarismo.

Pujante siguió el Valle del Cauca, ufano de su agroindustria oligárquica y de sus infieles multinacionales, que fueron ocupando distintos renglones de la economía, sobre todo, en las industrias alimenticia, química, cosmética y farmacéutica, minerales no metálicos, papel, aparatos eléctricos, maquinaria, caucho, insumos del transporte y la construcción, textilería, etc., etc., etc. De otra parte, la industria regional también se fortalecía, gracias a las políticas de subsidios y a los altos aranceles a las importaciones, en una palabra, al proteccionismo del estado. Que, obviamente, no actuaba con el menor interés social, sino en beneficio de las élites económicas, las recias familias de apellidos conspicuos, las multinacionales camufladas de laboriosas industrias familiares. Nada distinto de lo que ocurría en otros lados del país ni en buena parte del resto del continente.

Así continuó el departamento, glorioso y ejemplar al nivel nacional, hasta la década del setenta, cuando las cuentas empezaron a enredarse y llegó la molesta desaceleración económica. El desarrollo del capitalismo mundial pasó a otras fases y a Colombia, otra vez como al resto de la región y sin que nadie le preguntara, le tocó asumir el Consenso de Washington y su hechura perversa: el neoliberalismo. Haciendo parte del cuento, ni país ni departamento estaban preparados para tal.

Entonces, al fin, hizo su aparición el narcotráfico, con bombos y platillos en las calles de Cali, la capital, de Buenaventura, la principal ciudad sobre el Pacífico, de Tuluá, en el corazón, o al norte del departamento. Entre tanto, sus miles y miles de dólares impregnaban toda la estructura económica y todos los estamentos, gubernamentales y privados. Una deliciosa convivencia maldita que había cruzado de lado a lado y de manera más o menos soterrada toda la década de los ochenta, desde esta perspectiva todo excepto una década perdida, durante los noventa ya un desenfrenado carnaval, que se pavoneaba año tras año en las cabalgas de la Feria de Cali dejando boquiabiertas las cámaras de todos los medios regionales y nacionales.

Sólo tal vez con la excepción de Medellín y de algunas zonas del departamento de Antioquia, Cali y casi todo el departamento del Valle del Cauca han sido el teatro de operación de los grandes narcotraficantes en el país, de sus inquinas y ambiciones. El Cartel de Cali, en cabeza de mafiosos de tanto poder como los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, Pacho Herrera, Chepe Santacruz, fue una vez el corazón mafioso del país. Heredad que no se fue lejos y pasó al nefasto Cartel del Norte del Valle, con personajes tristemente célebres como El Hombre del Overol y sus hermanos, los Henao; Don Efra; Víctor Patiño Fómeque, La Fiera; Iván Urdinola Grajales, El Enano; Jabón, Chupeta, Negro Asprilla, Rasguño, Tocayo, Beto Rentería, Alacrán, Don Diego, Cuchilla, Los Comba y un sinfín de alias nativos que no reflejan la bestialidad de sus portadores.

De similar modo florecieron en los 42 municipios del Valle estos personajes, cuyas alianzas con las estructuras paramilitares de la región fueron mucho más allá de la camaradería y se convirtieron en sólidas relaciones de negocios, protección, penetración, afinidad ideológica y conveniencias económicas y políticas.

Fenómenos como el aumento del empobrecimiento de los habitantes, las presiones de un sistema financiero voraz, la crisis del rígido sector azucarero, los altos niveles de corrupción y la entrada (¿salida?) de los dineros «calientes» de ese narcotráfico, fueron descomponiendo con paso firme el andamiaje de vidrio de una economía incapaz, apoyada en la legalidad oprobiosa de una oligarquía infame y en una ilegalidad dirigida a lo mismo: concentrar la riqueza, desplazar campesinos, violentar comunidades, hacer indigna la vida común y corriente.

Unos factores convalidados por algunas autoridades y poderosos, que fueron sumándose durante los últimos lustros y que condujeron a una peligrosa transformación de las prácticas culturales de los municipios esquilmados y de los imaginarios de muchos habitantes, sobre todo, de los juveniles. Seguramente, eso es lo más grave. Pero también han llevado a que hoy en día el Valle del Cauca esté prácticamente en bancarrota como entidad territorial. El alto nivel del gasto le hizo perder no hace mucho la categoría especial, que le otorgaba ventajas frente a las transferencias de la Nación. Los menguados recursos no garantizan ahora siquiera las coberturas en educación, salud o saneamiento básico.

Un departamento que ha debatido su blanquecina historia entre el azúcar y la cocaína, no ofrece muchas perspectivas ciertas para sus cinco millones de habitantes, de los que 700 mil no saben leer ni escribir, para bien de su dirigencia.

En semejante contexto histórico, cultural y económico, el ejercicio de la política no ha sido otra cosa que una estrategia adicional para agudizar la crisis, jamás para solventarla. No puede ser de otro modo, si gobernaciones, alcaldías, asamblea, consejos, secretarías, organismos y cualquier nicho burocrático son herramientas para efectuar fructíferos negocios, construir impunidad, consolidar poder, firmar avales y avalar saqueos y corruptelas.

Y de candidatos en candidatos, jornada tras jornada, el departamento se debate entre la oligarquía y la mafia, con tantos vasos comunicantes en el medio que los intereses de unos los desdibujan los de los otros. Eso, nada más que eso, son las elecciones que este domingo lleva a las urnas a los vallecaucanos necesitados de ladrillos o de unos pocos miles de pesos en el bolsillo. Los demás no saben qué hacer o se lavan las manos. Algunos evitarán la Ley Seca en los balnearios de los departamentos contiguos.

Hace unos días, el ex congresista Juan Carlos Martínez Sinisterra fue liberado de culpas y del brazalete que lo ataba a una condena de la Corte Suprema de Justicia por parapolítica. Y en menos de 24 horas fue buscado con lupa por la acusación de narcotráfico. Parece que la justicia colombiana todavía no está enterada de que una cosa no existe sin la otra. No es el huevo si no hay clara, como tampoco lo es si no hay yema, a no ser que la justicia tenga huevo y por algún filo esté comprada para no ver.

El señor Martínez pagó 38 meses de los 90 (7 años y medio) a que había sido condenado por concierto para delinquir agravado. Una minucia por tan dañinas alianzas con el Bloque Calima de las Autodefensas, que tampoco son un escandalo achacable apenas al ex senador, sino una atroz desviación propia del sistema judicial. Una fe de erratas que en corto tiempo puso en la calle, o tiene a punto de salir de las cárceles, a decenas de legisladores y funcionarios, que le vendieron el alma a los despiadados asesinos que el gobierno del Álvaro Uribe tornó en muchachos un tanto exagerados en el actuar.

Juan Carlos Martínez se infló y trepó pronto. Del olvido de Timbiquí, un caserío del Cauca, pasó en unos cuantos años a manejar los hilos del ambiguo departamento vecino, el Valle, y, a medida que pasaba los días enfiestado tras las rejas de la cárcel o de desocupado lector en su casa campestre de las afueras de Cali, maniobraba los del medio país donde ponen las garzas.

Soplando el globo, desde luego, estaban atrás pulmones poderosos, como los de Carlos Herney Abadía Campo, político de Guacarí vinculado al proceso 8000, condenado en 1998 a 56 meses de prisión por enriquecimiento ilícito, captando dinero del Cartel de Cali para sus campañas políticas, lo que trasladó sus pasos de las sombras a las tinieblas, inhabilitado de por vida para regresar a las tarimas de sus plazas.

Juan Carlos Martínez se ve a sí mismo como un preso político y sostiene que su condena fue «una injusticia». Carlos Herney Abadía sigue afirmando que su condena fue «un error». Juan Carlos Abadía, hijo de Carlos Herney y otra hechura suya, quien fue destituido de la gobernación del Valle por lo menos malo de todo lo malo que hizo, como fue su indebida participación en política al apoyar la campaña del precandidato presidencial Andrés Felipe Arias, «Uribito», va más allá y señala que lo suyo fue algo desconcertante, «una canallada».

Claro que lo es. Desconcertante que los últimos dos gobernadores del Valle, Abadía y el relevo de su medida, Héctor Fabio Useche, hayan sido destituidos de manera fulminante, sancionados, también inhabilitados.

De tan dudosa factura como el acusado es quien lo acusó, Reinaldo Valencia, un ex guerrillero conocido como «El Cabezón», testigo comodín que incrimina con la misma facilidad con la que se retracta. Para la muestra, las acusaciones contra el diputado también vallecaucano Sigifredo López, del que dijo que sí era y al rato que no, que nunca. O las acusaciones del mismo contra el senador Luis Fernando Velazco, que se cayeron solas.

Las metódicas dudas que genera «El Cabezón», otra vez, no le disminuyen los cuestionamientos al ex senador, sino que se los aumentan a la precaria capacidad de la justicia colombiana para actuar, al sistema acusatorio y los entes de investigación, que en vez de recaudar pruebas a lo largo del litoral pacífico, donde tienen que haberlas si Martínez es culpable o no existir ni rastro si acaso no lo fuera, van de celda en celda, de cárcel en cárcel, buscando los testimonios que cualquiera da en el sentido que sea con tal de obtener unos años de menos en las penas.

En su defensa, Martínez sostiene que Carlos Herney Abadía Campo no fue sólo el mentor de él, «exclusivamente», sino también de otros políticos vallecaucanos notorios (que no notables), como «tutor de Dilian Francisco Toro» (desde luego, investigada por parapolítica, que lo mejor que hizo fue colocarle mal la banda presidencial a Uribe) y «socio político de Jorge Homero Giraldo», (ex candidato a la gobernación del Valle, que en su paso por el Congreso ni siquiera consiguió lo más memorable que pretendía, cual era cambiarle a San Andrés y alrededores el nombre de departamento por el de región). (1)

Eso hay que reconocérselo a Martínez: Su sagacidad para moverse en aguas turbias y dejar untados a quienes se encuentra al paso. Y, a la vez, la capacidad para hacer creer que él siempre pasa impecable por entre mafiosos, paramilitares y delincuentes de toda calaña.

Los partidos tradicionales en Colombia han creído que su dominio de décadas y por turnos del país, en alianzas tanto con la iglesia como con los demonios, con los necesitados, apoyando alguna causa justa, como con los saqueadores y asesinos, tiene una legitimidad que les permite poder dormir tranquilos al final del día, después de santiguarse.

Pero no siempre es así. ¿Qué legitimidad pueden tener dos partidos tradicionales cuya identidad es un poder a migajas y unos logros a zarpazos? ¿O qué otra cosa es su historia de más de siglo y medio de existencia? No creo que Uribe haya acabado con los partidos: hacía rato que estaban muertos, o, por lo menos, matándose a sí mismos desde el propio surgimiento, en aquellas alianzas malditas entre los terratenientes y las distintas oligarquías criollas regionales.

Y las brasas que perviven de aquellas pesadas estructuras siguen haciendo exactamente lo mismo. Puede que espanten al PIN de sus listas de elección, pero filtran con delicadeza los nombres mafiosos, corruptos y criminales en sus registros de auspiciadores y provisores. Los cheques, claro está, los firman los testaferros.

Juan Carlos Martínez halló una vez una fórmula maravillosa para hacerse a aliados y votos, tener a buen recaudo díscolos y contrapartes, serpentear hacia arriba por los vericuetos de la política, y pescar poder en el río de aguas negras de aquellos descompuestos partidos tradicionales.

Se volvió inventor de partidos y movimientos, y, cuando no, se hizo devorador a mordiscos de los que lo acunaban: Del Movimiento Popular Unido, MPU, absorbido por Convergencia Ciudadana, que se pasó a la Alianza Democrática Nacional, ADN, que a su vez fue reemplazada por el Partido de Integración Nacional, PIN, que ha actuado confundido con el Movimiento de Integración y Oportunidades, MIO, que arrastran al lado Afrovides, su movimiento de bolsillo de las negritudes. Reguero de agrupaciones políticas, que se dicen independientes y que pueden serlo excepto de Martínez, con la pretensión cantada de desideologizar la política, algo así como de sacarle la yema al huevo.

El ex senador acaba de pasar las peores horas de los últimos tres años y medio. Desde la condena de la Corte, él fue un fiestero amo y señor en la cárcel La Picota de Bogotá, visitante honorable en la penitenciaría El Bosque de Barranquilla, de donde no se sabe cómo convenció a la juez de otorgarle permisos cada tanto, veraneante en chancletas en su casa por cárcel en la exclusivas Colinas de Arroyohondo, en Dapa, en cercanías de Cali.

Pero su extraña liberación del brazalete electrónico, justamente, a unos días de la elección de gobernador en el departamento, lo hizo prófugo de la justicia en un santiamén, escondido en libertad. Y se entregó a la justicia, o por lo menos a las autoridades que lo requieren.

«Soy un perseguido político, he sido perseguido desde que derroté a la oligarquía y la clase tradicional del Valle», dijo. (3) Puede ser cierto. Nada raro que a una oligarquía malosa, racista y tramadora le moleste la pinta y el poder de Martínez. O puede no serlo. Porque se sabe que el acusado hace lo mismo adentro que afuera, y que, al contrario de lo que cualquiera puede creer, Martínez tiene menos puestos de control que evitar cuando está encarcelado que cuando se pasea sin el brazalete por sus bastiones en el Valle.

Y porque, como afirman algunos, con cara gana y con sello también. Las actuales elecciones lo prueban. Tres candidatos se disputan la gobernación. Uno es el candidato del Polo Democrático Alternativo, quizás ilustre, pero desconocido. Más cerca, incluso, del anonimato que de su asegurado tercer puesto. Otro es el ungido de Martínez y avalado por su MIO. Y uno más, el de la Unidad Nacional, es otra apuesta del ex senador a tres bandas. Y así, en estas elecciones ganó, gana y ganará siempre Juan Carlos a través de sus fichas insaboras e incoloras.

En España está la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, con monjes ancestrales de ora et labora, donde reposan los sacrosantos huesos del carnicero Francisco Franco y del fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, levantado a punta de condenas a muerte conmutadas por cadenas perpetuas de los «vencidos», de los rojos, de la otra España.

En el Valle del Cauca tenemos la cruz que es llevar a cuestas a los Abadía y su herencia Martínez Sinisterra, mientras van levantando sus figurines los caídos, los de la otra Colombia, con sus votos pasados por el tamiz de una democracia rendida.

 

NOTAS DEL AUTOR:

(1) Diario El País. Entrevista a Juan Carlos Martínez. Cali. Noviembre 24 de 2011. http://bit.ly/uVUeUj

(2)  VÁSQUEZ. Edgar. Historia de Cali en el siglo 20. Alcaldía de Cali, 1986. Pág. 57.

(3) Diario El Tiempo: «Excongresista Juan Carlos Martínez se entrega a la justicia». 28 de junio de 2012. http://bit.ly/OLSu9b

(*) Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y director de cine y televisión colombiano.

http://juanalbertosm.com

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.