Recomiendo:
0

«Un bel morir»

Fuentes: Rebelión

«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Era el verso de Pavese. Alguien le dijo, alguna vez y le estremeció el corazón. Ahora, ella lo repitió y como un eco llegó a mis oídos y, por supuesto, me estremeció el corazón. La vi bella. Los ojos grandes y dulces. La boca fresca. Sensual. La piel […]

«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Era el verso de Pavese. Alguien le dijo, alguna vez y le estremeció el corazón. Ahora, ella lo repitió y como un eco llegó a mis oídos y, por supuesto, me estremeció el corazón. La vi bella. Los ojos grandes y dulces. La boca fresca. Sensual. La piel aceitunada. Pero no. Toda esa belleza se quedaba como de lado, dulcemente postergada por el verso de Pavese. Yo tenía mis motivos. De modo brusco, ese verso me había retrotraído al proceso de muerte que estaba viviendo por esos días.

Debo explicarme. Y lo que sigue puede parecer exagerado o cursi: pero yo estaba, entonces, tratando de procurar un bel morir* para una fase amada de mi vida.

No se trataba de un proyecto de tantos, de un proyecto puntual. Se trataba del fin de una gestión de muchos, muchos años. Del fin de mi carrera de editor.

Durante casi tres décadas, había repartido mi tiempo en dos trabajos, a veces opuestos, las más: complementarios. Y trataba de conciliarlos de buena manera. Una manera extenuante, por cierto. Era, a la vez, escritor y editor. Pero debo confesar que, casi siempre, una de esas actividades desplazaba a la otra. No había tregua. En los momentos difíciles, de dificultades económicas, o acosos políticos, el trabajo editorial primaba; en los momentos de tristeza o euforia, la literatura se me imponía como una salvación extrema.

En una ocasión le oí decir a Pablo Harari, el excelente editor uruguayo de Trilce, algo como esto: El editor termina matando al escritor. Me ocurría a mí. De nuevo, como al comienzo de mi carrera literaria, debía abocarme a una elección dolorosa. Cuando adolescente, tuve que abandonar mi destino profesional previsto. Ahora, por mi cuenta y riesgo, abordado a una encrucijada, tenía que matar al editor para que el escritor pudiera sobrevivir. Sí, no me quejo, había escrito libros potables con premios y reconocimientos importantes. Pero estaba claro que, consagrado únicamente a ellos, habría publicado muchos más.

Quienes han practicado la edición de libros pueden dar testimonio de que es un trabajo apasionante, comprometido: en rigor, un arte. Conlleva un destino y un lugar en el mundo. Una vida social intensa. Y una vida laboral llena de sobresaltos. Pero, antes que nada, una relación estrecha con los escritores. Porque en el mundo editorial de hoy, en el que las grandes casas absorben a las medianas y dejan muy poco espacio a las pequeñas, es casi una empresa heroica eso de persistir en la «edición con editores», para recordar el libro de Schiffrin, propia de las casas pequeñas. Es decir, cuando rigen, para las grandes casas, sobre todo los valores del mercado masivo, especialmente los de los bestsellers, con sus grandes dosis de violencia, sexo y escándalo, hay que tener voluntad y fe para -a la vieja usanza-, continuar dialogando con los creadores y precisar y discutir, pacientemente, todas las connotaciones que tienen sus originales, sobre todo las de carácter estético.

Me ligué a Editorial El Conejo de Quito, cuando esta ya tenía siete años de vida intensa y, entonces, sin duda, era la editorial independiente más prestigiada de mi país. Empecé con una labor muy grata: como director de una revista cultural que bauticé como Palabra Suelta. Luego mis dos amigos Xavier Lasso y Edmundo Guerra me propusieron la dirección literaria de El Conejo. Fue cuando me enamoré de la edición independiente. Y pasaron los años y las mil vivencias que ye he resumido y, poco después que Ecuador sufriera la peor crisis financiera de su historia, semejante a la de México en el 94 y la de Argentina en el 2000 (por la misma causa: esa ingeniería del desastre neoliberal que asoló a América Latina en esos años), yo, convertido en llanero solitario, me hice cargo de la Editorial.

A lo largo de 30 años, Editorial El Conejo publicó más de mil títulos. Y cada uno de ellos fue una aventura distinta. Sumas y restas: grandes amigos y otros no tanto.

Con cada proyecto cumplido o fallido, las tentaciones que nos recuerda Roxana Sdenka y que asoman en el Arte del buen morir, se hacían presentes: la falta de fe, la desesperación, la impaciencia, el orgullo. Todas menos una: la codicia. Hay que aclarar esto.

Si algo nunca pude practicar, para mi mal, fue la codicia y debo confesar que la acumulación de dinero, hasta me fue repulsiva. Evidentemente, no estaba bien formado para sobrevivir en el mundo capitalista. Aquello no era bueno para una empresa. Pero la Editorial no era, por suerte, una empresa. Era una «corporación sin fines de lucro». Estatus jurídico extraño que mostraba las grietas del sistema en las que quienes fuimos sentimentalmente educados en el espíritu de los sesenta, podíamos colarnos, no sin riesgos, y capear los feroces embates del capitalismo que ya estaba globalizando al mundo como nunca antes había ocurrido en la historia.

Así, la Editorial no solo había sido mi Madriguera**,el refugio que encontré para preservar mi ética personal (y en los tiempos de Homero, madriguera significaba también ética), el lugar en el cual podía seguir defendiendo mis tozudos principios políticos en una época conservadora que venía a desdecir los sueños de los sesenta, sobre todo el gran sueño de la revolución social.

Por otra parte, además, la Editorial era, para mí, un espacio de gestión cultural en el que nunca tendría nunca Jefes y, más aún, una suerte de pequeño partido político a medias real, a medias imaginario, en el que yo militaba según mis propias reglas, horarios libres incluidos

Habían sido más de dos décadas de subir los mismos escalones, abrir las mismas puertas, atender, en la misma oficina, sentado detrás del mismo escritorio (con un viejo mapamundi debajo del cristal) a cientos de autores que traían sus obras para que, luego de un proceso escrupuloso de edición, las publicáramos de buena manera, como siempre, o casi. Qué difícil era rechazar un manuscrito. Obligado a mantener, en reserva, los nombres de quienes nos habían entregado sus muy serios informes de lectura, no me quedaba más remedio que enfrentar el desconsuelo, a veces la ira, casi siempre la tristeza de los rechazados. A veces ponía pretextos algo creíbles: que los tiempos duros, que el próximo año, que… cualquier cosa.

Y empiezo por los momentos malos, que odiaba y sufría, porque los otros, los buenos, son legión. Cuántas colecciones de grandes libros, cuántos eventos importantes, como las bienales de novela, cuántas publicaciones (desde suplementos semanales hasta revistas de cultura); cuántas presentaciones de libros (ceremonias de bautizo con oradores, músicos, agradecimientos y coctel final); cuántos recitales y mesas redondas organizaba la Editorial… en fin… cuánta vida invertida en una gestión cultural siempre sostenida y apasionada.

Hacía ya algunos años que me había hecho cargo, en la práctica solo, de la corporación sin fines de lucro. La recibí con deudas pero, poco hábil como soy en los asuntos financieros, me conformé con pagarlas y no en forjar un buen capital de operación. Simplemente, continué con la costumbre de la Editorial de hacer «libros de coyuntura» que salvaran la posibilidad de proseguir con la edición de obras literarias de jóvenes autores o, incluso, de poetas poco conocidos.

Curiosamente, durante los regímenes represivos, como el de Febres Cordero, fue costumbre de la Editorial, pese a las amenazas, el publicar dichos libros de coyuntura que siempre se vendían en grades tiradas.

Recuerdo que, en la primera reunión de la Alianza de Editores Independientes que tuvo lugar en Gijón, Asturias, yo les dije, medio en broma, medio en serio, a los colegas que discutían estrategias de supervivencia de las pequeñas editoriales, que nosotros, en Ecuador, teníamos una ventaja comparativa grande: los presidentes ecuatorianos eran derrocados cada seis meses (hasta el 2006), lo cual, salvando la exageración, realmente nos permitía editar libros de coyuntura con veinte y hasta cincuenta mil ejemplares de modo rápido: La Caída de Abdalá, La caída de Mahuad, La caída de Lucio, algunos de sus nombres.

Contábamos, por cierto, en lo que a El Conejo respecta, con otra ventaja: un escritor inolvidable, un verdadero genio, capaz de redactar, de modo perfecto, un libro en tres días: Pedro Saad Herrería, a quien mi país le debe tanto, gracias a sus múltiples habilidades siempre de carácter intelectual.

Por mi parte, nunca dejé de impartir clases de lectura y de escritura que tenían buena acogida en los talleres de Editorial El Conejo. Borges, Cortázar, García Márquez, Onetti, Faulkner, Hemingway, Sartre, Mishima, muchos más, eran tratados exhaustivamente con un público muy agradable y curioso. Y de los talleres de escritura, vale decir, que algunos de los grandes nombres de la literatura ecuatoriana de hoy, encontraron en ellos un lugar de debate y estímulo vigoroso.

Dije que todo esto constituyó una gran inversión de vida, vívida y vivida, una larga etapa a la cual había decido darle, a propósito del tema que hoy nos junta, una buena manera de morir.

Creo que cumplí bien con esa tarea de misericordia para conmigo mismo. De tarde en tarde, me asaltan las nostalgias y me permito editar, para los amigos, alguno de sus libros, o leer obras de personas que, solo a veces, conozco de cerca.

«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos» fue el verso de Pavese que Roxana Sdenka Moyano dijo, hace años, en Resistencia, en una de las reuniones a la que nos había invitado el entrañable Mempo Giardinelli. Hoy, tanto tiempo después, ella me llama a colaborar con un proyecto que me atrae y atemoriza a un tiempo. No se me ocurre otra cosa que recordar la dura etapa que yo estaba pasando cuando había decidido dar por finalizada mi gestión como editor. Le dije que sí, que iba a participar en su proyecto. Y estas líneas escribí para ella. Después de todo, ¿quién podría decirle que no a la dulce Roxana?
Notas:

*La expresión es de Petrarca y es el título de la novela de Álvaro Mutis.
**La Madriguera, es el título de una novela que escribí en el 2004. Mereció el Premio Gallegos Lara de ese año y fue seleccionada al Rómulo Gallegos. Cuenta la historia de un pintor que, al filo del 2000, ya no quiere pintar.


Abdón Ubidia: escritor y crítico literario ecuatoriano. Entre sus libros figuran novelas como Ciudad de invierno , Sueño de lobos , La Madriguera, Callada como la muerte y La hoguera huyente ; cuentos como Divertinventos y ensayos como La Aventura Amorosa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.