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Fue el que se prodigaron las dos rehenes y sus captores de las FARC

Un conmovedor adiós en plena jungla tras seis años de cautiverio

Fuentes: Clarín

Fue una conmovedora ceremonia del adiós. Llantos contenidos, abrazos interminables, rostros sonrientes iluminados por la esperanza de un regreso largamente añorado. Seis años de cautiverio en el corazón más hostil de la selva quedaban atrás y dos de las rehenes emblemáticas de las FARC -enteras, bien conservadas, siempre felices- intercambiaban un último saludo con un […]

Fue una conmovedora ceremonia del adiós. Llantos contenidos, abrazos interminables, rostros sonrientes iluminados por la esperanza de un regreso largamente añorado. Seis años de cautiverio en el corazón más hostil de la selva quedaban atrás y dos de las rehenes emblemáticas de las FARC -enteras, bien conservadas, siempre felices- intercambiaban un último saludo con un puñado de sus captores también emocionados.

A la distancia, desde las pantallas de la TV, la escena en sí misma tenía algo de la belleza perturbadora de los cuadros renacentistas. De pronto, con una prontitud que sorprendió a más de uno, de entre la fronda oscura del Guaviare emergieron Clara Rojas y Consuelo González flanqueadas por bien pertrechados guerrilleros, hombres y mujeres. Parecía un ambiente universal de fiesta, de complicidades compartidas, de fraternidad amistosa, un largo invierno convertido de un soplo en milagrosa primavera.

El mundo entero asistía así al momento más esperado desde el 31 de diciembre, cuando un operativo similar de rescate naufragó luego de que la guerrilla colombiana suspendiera la liberación de las dos secuestradas aduciendo que el ejército colombiano no había interrumpido sus acciones en la zona.

Pero ahora la cautividad cesaba. Y al contrario de un adiós helado, como tal vez muchos esperaban, guerrilleros y rehenes intercambiaban besos, estrechaban sus manos y se prodigaban largos abrazos. ¿Un caso de Síndrome de Estocolmo? ¿Una enroscada relación de confusión psíquica entre víctima y victimario? No parecía entonces importar demasiado.

Primero apareció Clara Rojas, la abogada de 44 años que tuvo un hijo en la selva de un guerrillero desconocido en una relación consentida. Secuestrada en 2002 junto a la candidata presidencial Ingrid Betancourt, aún cautiva, echó por tierra los rumores que le atribuían una salud delicada. No tenía el aspecto de un árbol vencido: con su pelo azabache recogido, de remera negra y un par de jeans gastados, no se cansaba de besar a las guerrilleras y hasta mantenía cálidas charlas con los rebeldes varones, camuflados todos en verde militar y con fusiles colgando del hombro.

Luego, el documento fílmico de Telesur -la cadena creada bajo inspiración de Hugo Chávez, el único canal presente en la entrega de las rehenes- mostró el entorno de las liberadas, secundadas por el embajador de Cuba en Venezuela, Germán Sánchez Otero; cuatro representantes de la Cruz Roja, encargados de una parte del plan de rescate; y la senadora colombiana Piedad Córdoba, visiblemente emocionada en los saludos con las dos rehenes.

Al fin, apareció en cámara la legisladora Consuelo González, de 57 años, retenida por las FARC desde 2001. Durante su cautiverio, murió su esposo y una hija le regaló un nieto. También sonriente, sin rastros de los rigores que impone la selva, la mujer puso uno de los ingredientes políticos más importantes de ese minuto histórico al entablar un diálogo espontáneo con Hugo Chávez.

Fue cuando, aferrada a un teléfono satelital que le acercó el ministro de Interior de Caracas, Ramón Rodríguez Chacín -gorra con visera, anteojos de sol y morral colgado-, le envió un efusivo saludo al líder venezolano, convertido a la sazón en una suerte de padre de la liberación. «Por favor, presidente, no puede bajar la guardia; los que quedaron me mandan a decirle eso; gracias por su labor humanitaria», exclamó la legisladora colombiana. La voz le temblaba. Aludió así a los cuarenta y tantos cautivos aún en poder de las FARC. «Gracias por esto, con la liberación estamos renaciendo, gracias a los venezolanos», dijo a su vez Clara Rojas. Un manto de pesado silencio cayó mientras tanto sobre el nombre del presidente colombiano Alvaro Uribe, ausente absoluto de todos los agradecimientos.

Al final, las hélices del helicóptero ruso vestido con insignias de la Cruz Roja comenzaron a agitar al aire pesado de Tomachipán, la zona de la entrega. El plan de vuelo hasta entonces secreto indicaba que la nave debería transportar a su ilustre pasaje desde las montañas del Guaviare hasta la base aérea Buenaventura Vivas, en el estado de Táchira, en el límite entre Colombia y Venezuela. Desde allí abordarían un avión que llevaría a las dos liberadas a Caracas.

La imagen de Telesur dejaba adivinar el contorno húmedo del follaje alborotado por las cotorras. Un último saludo: «Feliz año», dijo uno de los rebeldes. «Lo mismo», dijo Clara, conteniendo la emoción y estrechando la última mano. Un solo brazo en alto del jefe rebelde bastó para indicar el repliegue y la comitiva entera comenzó a moverse en bloque, como los bancos de peces en altamar.

En Caracas, las familias esperaban, conteniendo el aliento.

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