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Un diálogo y acuerdo nacional para construir un nuevo pacto social en Colombia

Fuentes: Rebelión

COLOMBIA: UN TERRITORIO DE ACUERDOS Y PACTOS.

Desde hace meses se habla de modo persistente de la necesidad de crear las bases políticas para definir y estructurar un acuerdo nacional entre diferentes actores de la vida política, económica y social con miras a superar los graves problemas que en materia de desigualdad enfrentan amplios sectores de la población colombiana.

De sobra es conocido que Colombia es uno de los países del hemisferio occidental que peor distribuye la riqueza y en consecuencia que presenta mayores índices de desigualdad. Un gran acuerdo nacional que tenga como finalidad dignificar la vida de millones de personas debe ser un fin superior no sólo ético sino también moral y político para todas las fuerzas que hagan parte de la conversación política.

Del acuerdo nacional habla con gran propiedad el presidente Gustavo Petro por la necesidad de concretar consensos políticos orientados a reconstituir la mayoría parlamentaria que le dé la gobernabilidad necesaria con la que aprobar las reformas sociales que le ha prometido a los sectores más desfavorecidos. También han hecho suyo dicho acuerdo los diferentes movimientos sociales en el entendido en que este debe ser el resultado de un amplio consenso – parlamentario y extraparlamentario– que vaya más allá de los partidos políticos.

Hablar de acuerdo nacional en el país no es nada nuevo. Así, con un acuerdo nacional segmentado entre conservadores y liberales acabó la Guerra de los Mil Días: primero se firmó el Tratado de Neerlandia, el cual se suscribió el 14 de octubre de 1902 en el hoy departamento del Magdalena–; después se firmaría el 21 de noviembre de este mismo año el Acuerdo de Chinácota (Norte de Santander) y curiosamente este mismo día, el Tratado de Wisconsin, en Panamá, otrora departamento de Colombia.

Con un acuerdo nacional, igualmente, liberales y conservadores decidieron poner fin a sus diferencias ideo-partidistas y acabar con la dictadura de Gustavo Rojas Pinillas que ellos habían prohijado en 1953. Este Acuerdo que se sella en 1957 y da origen al famoso Frente Nacional supuso que uno y otro partido se alternarían en el poder cada cuatro años durante 16 años (1958- 1974). El Frente Nacional tendría acuerdos previos: El Pacto de Benidorm (hoy Alicante, España), el cual fue firmado el 24 de julio de 1956. Con este acuerdo liberales y conservadores reconocen su corresponsabilidad en la crisis política y de convivencia, y sientan las bases de un reparto político y burocrático de Estado y gobierno. En esencia fue un pacto de élites excluyente y sectario. Al Pacto de Benidorm le seguiría el Pacto de Mayo – 20 de mayo de 1957–, a los cuales se sumaría el Pacto de Sitges (Cataluña), suscrito el 20 de julio de 1957. En su conjunto estos acuerdos se escenificaron bajo la mirada del régimen de Francisco Franco.

Un buen acuerdo para el gamonalismo gansteril de Colombia, de igual modo, fue el Pacto de Chicoral. Este acuerdo establecido entre el gobierno de Misael Pastrana Borrero – el último presidente del Frente Nacional—se selló el 9 de enero de 1972 entre el gobierno, el Congreso de la República y los terratenientes del país. El propósito: frenar los intentos de reforma agraria que venían desde la Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y de 1942 a 1945), evitar las expropiaciones y contener las grandes movilizaciones campesinas promovidas por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), sobre todo la Línea Sincelejo, vertiente comprometida con la reforma agraria y opuesta en sus fines y método a la Línea Armenia, de amplia extracción oficialista.

El otro gran acuerdo nacional que se ha escenificado en el país, lo ha constituido la Asamblea Nacional Constituyente y posterior Constitución de 1991. Aquí confluyeron sectores de élites y las contra-élites representadas en un amplio sector de las insurgencias que decidieron acogerse al proceso de paz iniciado con Virgilio Barco y continuado con Cesar Gaviria. Los pueblos originarios y afrodescendientes a través de los delegatarios indígenas también hicieron parte de este acuerdo, que, sin embargo, por más pluralismo que exhibió fue insuficiente para incorporar a las FARC y al ELN, quienes se mantuvieron al margen de los acuerdos de paz y desmovilización de principio de 1990.

Y como epilogo, un acuerdo nacional de dimensiones trascendentales para la construcción de paz en la nación, lo constituyó el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto suscrito entre las FARC y el Estado colombiano encabezado por el gobierno de Juan Manel Santos en 2016. Contrario a los Acuerdos de la Uribe, los Acuerdos de la Habana concitaron una importante expectación que finalmente fue derrotada en el plebiscito del 2 de octubre de 2016 toda vez que el No superó por una estrecha mayoría al Sí. El plebiscito que fue el mecanismo utilizado para refrendar los acordado sufrió una importante derrota por lo que fue necesario reorientar el acuerdo, lo que implicó hacerle importantes modificaciones, lo cual supuso una importante negociación entre las fuerzas del uribismo y los impulsores del Acuerdo Nacional de Paz.

En suma, Colombia es una tierra fértil para acuerdos, pactos y negociaciones. Muchos de ellos han tenido relativo éxito y otros el incumplimiento y la perfidia ha sido lo habitual. El asesinato de importantes guerrilleros liberales desmovilizados en la década de 1950 así lo certifica y lo mismo pasaría con significativos líderes insurgentes y políticos de izquierda en la década de 1980 y 1990. De igual forma, en la actualidad decenas de excombatientes de las FARC han sido asesinados y esto se produce con la palabra empeñada en lo acordado. Hoy el gobierno del presidente Gustavo Petro propone un acuerdo nacional que debe orientarse a la construcción de un nuevo Contrato Social que ponga la dignidad de las personas excluidas y vulnerables por encima de las diferencias ideológicas y políticas de los sectores enfrentados.

En este escenario, es necesario que el país supere los aberrantes niveles de exclusión económica que se traduce en exclusión social y política para millones de personas. Ha llegado la hora que las élites colombianas entiendan que el modelo que privilegia la opulencia en pocos y extiende y profundiza la pobreza de los/as muchos/as, hace inviable incluso la continuidad de ese sistema de privilegios. Así, las élites deben entender, por fin, que lo que hay que acabar es la extendida pobreza que vuelve ilegitima la ya maltrecha democracia criolla, y no a los pobres que crecen en las ciudades y los campos y que hace que muchos huyan hacia adentro y hacia la periferia del sistema.

Llegados a este punto, oportuno es decir que el hoy presidente Gustavo Petro le propuso al entonces aspirante presidencial Rodolfo Hernández, previo a celebrarse la segunda vuelta, la convocatoria de un gran acuerdo nacional. Por entonces hubo unos meros enunciados y ellos tenían que ver con la lucha en contra de la corrupción y temas relacionados con la equidad.

Quizá en donde apareció mucho más delineado el acuerdo nacional fue el pasado 20 de julio durante la clausura de las sesiones del congreso. Aquí se planteó que el momento histórico que vive el país implica que las élites estén dispuestas a ceder y posibilitar que en Colombia se puedan producir las reformas sociales, económicas y políticas que el país requiere para promover la inclusión y el mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías.

Más allá de sus orígenes, el nuevo acuerdo nacional es necesario apoyarlo por sus fines y propósitos y él debe dar paso a ese Nuevo Contrato Social para que los/as nadie puedan pasar del reino de la precariedad y la exclusión al de la dignidad y la inclusión. En virtud de lo anterior, las siguientes preguntas orientan estas reflexiones. ¿Cómo ha de entenderse el acuerdo nacional, ¿a qué debe responder?, ¿por qué es urgente y necesario?, ¿cuál es la hoja de ruta que debe abordar?, ¿Qué obstáculos debe sortear para ser realista y verdadero? y ¿Qué agenda de mínimos éticos y civilizatorios demanda?

HERMENÉUTICA DEL ACUERDO NACIONAL. ¿EN QUÉ CONSISTE EL ACUERDO NACIONAL?

El acuerdo nacional ha de interpretarse como la libre asociación de ideas y voluntades de diferentes actores sociales, políticos, económicos, institucionales, no institucionales y demás, el cual tiene como propósito analizar de modo integral la situación que enfrenta el país en los más disimiles aspectos. Se trata, sin duda, de contribuir a partir de un diálogo propositivo y respetuoso entre las partes intervinientes, en la búsqueda de soluciones comunes y compartidas a la problemática global que enfrenta la nación colombiana.

En este contexto, el acuerdo nacional – que pasa por un necesario diálogo nacional– tiene como aspiración suprema superar los procesos descivilizatorios que de manera inveterada han permitido que millones de personas vivan en condiciones de pobreza, exclusión y segregación, mientras una opulenta minoría plutocrática goza de privilegiados derechos y aprovecha todos los mecanismos a su alcance para mantener los mismos.

De acuerdo con el DANE, en el 2020 el país alcanzó un índice de pobreza del 42.5%, lo que nos dice que al menos 21 millones de ciudadanos/as presentan esta condición. Asimismo, según el Banco Mundial, Colombia es de los países de América Latina y del selecto club de la OCDE que presenta una mayor tasa de desigualdad, hecho que nos dice que es de las naciones que más concentra la riqueza y, por tanto, que más democratiza la pobreza.

Esta situación se vuelve más compleja y dramática como quiera que el desempleo alcanza cotas superiores al 10% y la mayoría de la población vive en una importante desprotección socio-económica derivada de la inexistencia de un verdadero Estado Social de Derecho que le garantice umbrales de dignidad. Los niveles de vulnerabilidad de amplias capas de personas se profundizaron con la aparición de la pandemia, de ahí que sea dado decir que nuevos pobres se sumaron a los que ya existían.

Si hay una dimensión donde se expresa con especial dramatismo el tema de la exclusión social y económica en el país, esa es en la que tiene que ver con la concentración histórica de la tierra. Al respecto el indicador de desigualdad en la distribución de la tierra diseñado por OXFAM y validado en varios países mediante rigurosas aplicaciones, logró determinar que Colombia se sitúa en el primer lugar respecto a la concentración de la propiedad como quiera que el 1% de la explotación de mayor tamaño acapara más del 80% de la tierra, mientras que el 99% maneja menos del 20%. Este informe se vuelve más determinante y concluyente cuando señala que un millón de hogares campesinos tienen menos tierra donde cultivar que una res donde pastar (OXFAM, 2021: 39-40)

Lo antes señalado nos conduce a decir que el tema de la concentración de la tierra en el país es un problema de orden colonial sin resolver y que su resolución requiere de altas dosis de modernidad y modernización. Y, por supuesto, también de un amplio sentido de querer romper con la cultura señorial que ha encontrado en la tenencia y monopolio de la propiedad rural una forma de consagrar las brutales diferencia socioeconómicas y culturales entre campesinos/as y gamonales de viejo y nuevo cuño.

En este marco explicativo, la tenencia concentradora de la tierra y los intentos de los movimientos campesinos por democratizar el acceso a la misma ha derivado en un sangriento y lacerante conflicto, el cual antes que propiciar la desconcentración de la propiedad lo que ha hecho es aumentar la desposesión de forma violenta de los campesinos de sus pequeñas propiedades. Si algo explica la existencia de nueve millones de personas que viven en el país en condiciones de desplazadas internas y otros nueve millones como víctimas, es el expolio a las que fueron sometidas por parte de narco-paramilitares y las elites políticas locales y regionales con claros y orgánicos intereses en el tema de la concentración de la tierra. En este gran despojo la población campesina estuvo en total estado de indefensión y en muchos casos fue revictimizada por parte del Estado.

Esta realidad hizo que nuestros campesinos pasaran de pequeños propietarios agrícolas a engrosar una importante franja de población excluida y marginalizada en nuestras principales ciudades, con notorios cambios en la vida simbólica, cultural, espacial y en cuanto a estrategias económicas de producción y reproducción. Dicho de otra forma, no pocos de ellos y ellas pasaron de campesinos/as a mendigos/as y además a ser objeto de todo tipo de vejámenes en cuanto a prejuicios y estigmatización en las ciudades, lo que en muchos casos se tradujo en convertirlos en victimarios cuando en realidad son las victimas de este conflicto que crea pobreza y exclusión en unos y riqueza y opulencia al otro lado de la ecuación del despojo.

A propósito del despojo, es pertinente señalar que según la nada sospechosa Comisión de Seguimiento a la Política Pública Sobre Desplazamiento Forzado, entre la década de 1980 y la década del 2000 fueron abandonadas o usurpadas más de 5.5 millones de hectáreas de tierra a la población campesina. Por su parte, el Movimiento Nacional de Víctimas del Estado (MOVICE) señala que el despojo asciende a 10 millones de hectáreas, lo que incluye no sólo las tierras expropiadas de forma violenta sino las que dejaron a terceros por coacción. (IEPRI-CNRR y CNMH, 2009:21)

Y ahondando en las cifras, el Periódico Portafolio en su edición del 23 de mayo tituló que en 2021 el 70% de los/as colombianos/as eran pobres y no tenían ni trabajo ni educación, es decir, que se encontraban en lo que se denomina exclusión productiva. Haciendo eco de un informa de Naciones Unidas y la Consultoría Inclusión, el estudio introduce como unidad de medida de la mencionada exclusión el índice Multidimensional de Inclusión Productiva, el cual considera estos tres aspectos: salida de la pobreza monetaria, inclusión laboral y protección social, y educación y capital humano. Así, si tener un trabajo digno, estable y con protección social es condición de superación de la pobreza monetaria, es claro que en Colombia hay una gran exclusión social y económica derivada de un alto desempleo o de un empleo precario, sin garantías y altamente inestable. Siguiendo esta línea argumental, bien podemos afirmar que en el país ha surgido lo que llamamos una cultura del trabajo empobrecedor, que se expresa en el hecho que, aunque una persona trabaje, lo que devenga no le alcanza para satisfacer sus necesidades personales o las del grupo familiar con quien comparte vida.

De esta manera, la escasez de ingresos producto del creciente desempleo o la precarización laboral que cohabita la alta informalidad, conlleva a que millones de personas trabajen muy mal remuneradas y sin ningunas garantías laborales y de protección social, todo lo cual crea una odiosa y obscena exclusión en grandes segmentos de la población.

Otros sectores que viven de modo penetrante e injusto la exclusión con grandes dosis de discriminación y racismo son los grupos étnicos: pueblos originarios, afrodescendientes, palenqueros, raizales y el pueblo Rrom. Estos grupos constituyen parte del patrimonio étnico y cultural de la nación y cada uno ha hecho inconmensurables aportes a la construcción de la nacionalidad colombiana. A pesar de esto, sus condiciones de vidas son precarias y podemos decir que constituyen el margen del margen. En estos grupos, subrayamos, los índices de desarrollo social son más precarios que los de la población empobrecida de la sociedad hegemónica, de ahí que en el país la línea de la etnicidad coincide con la línea del empobrecimiento.

Expresado en otros términos: los grupos étnicos es la población empobrecida entre todos los empobrecidos de la nación. Y a esto hay que sumarle algo que los vuelve más vulnerable aún y es el racismo estructural e institucional que les niega. Para vencer este racismo es que han reivindicado históricamente acciones afirmativas como una forma de superar las injustas condiciones de partida, cosa no siempre entendida por quienes reivindican la igualdad de naturaleza dieciochesca. En estos casos somos de la consideración de que democracia diferencialista y comunitaria puede convivir con una democracia cívica amparada en deberes y derechos.

En términos generales, la exclusión económica convive con la exclusión social y política. En este orden, la exclusión económica crea ciudadanos/as fallidos económicamente hablando, los cuales no pueden satisfacer sus necesidades de alimentación, vivienda, estudio y demás, lo que se traduce en exclusión y marginalización social si el individuo no tiene una red de apoyo y parentesco; agravada la situación si no cuenta con habilidades sociales y un Estado menesteroso que vele por su protección y cuidado. En muchos casos la exclusión económica y social se convierte en una exclusión política como quiera que niveles exagerados de pobreza vuelven la participación y la construcción del ethos democrático una cosa exclusiva de quienes pueden hacer parte de la conversación política. En Colombia, sin equivoco alguno, en la falta de democracia económica y social reside en buena parte el clientelismo, el compadrazgo y la extendida práctica de la compra y venta del voto.

El desastre social expuesto en las líneas anteriores constituye una poderosa e inaplazable razón para crear las condiciones de un acuerdo nacional que funde un nuevo Contrato Social que ponga la vida y la dignidad de millones de personas excluidas y marginadas en el centro del debate social y político. Una democracia llena de personas que viven en situación de precariedad individual nunca será un espacio vigoroso ni de realización colectiva. El acuerdo nacional debe tener como fundamento el diálogo entre los más diversos actores y en donde es necesario dotar de un gran reconocimiento y valor la diferencia sin que esto vuelva inhabilitante la búsqueda de consensos.

Construir una democracia viable en Colombia pasa por crear umbrales de dignidad y espacios de esperanza y de afirmación de la vida para millones de colombianos/os. Una Colombia diferente a la realmente existente exige un compromiso ético y político entre opuestos y adyacentes para promover las amplias reformas sociales, económicas y políticas que la nación requiere para mayor gloria de los excluidos, de los olvidados/as. Hacer de nuestro país un espacio cohesionado en lo social, sostenible en lo ambiental, inserto en la sociedad del conocimiento, respetuoso de la dignidad humana; que se funde y nutra de valores cívicos y ciudadanos, con una ética de lo público, de lo comunal y de la transparencia; con economía productiva y no especulativa, respetuosa de la diferencia étnica, cultural, religiosa, territorial y con otra forma de organización del Estado diferente al asfixiante centralismo que hoy tenemos, reclama un concurso mayor de todos los actores que harán posible el dialogo y la búsqueda del consenso.

¿QUÉ ELEMENTOS CONSTITUYEN LA HOJA DE RUTA PARA CONSTRUIR EL ACUERDO NACIONAL?

Establecer una ruta que haga posible el acuerdo nacional supone en primera instancia crear las condiciones para propiciar un acercamiento y diálogo entre los más diversos actores que deben estar concernido y de cuya conversación debe resultar el acuerdo. En este sentido, la conversación precede al acuerdo y no hay acuerdo si no hay sujetos que pueden establecer dicho diálogo. En esta dirección apropiado resulta decir con el ilustre filósofo alemán Emmanuel Lévinas, que el hombre [y la mujer] es un sujeto que habla.

En este mismo hilo argumental justo resulta evocar la lúcida y poderosa relación entre política y lenguaje que nos legó Hannah Arendt y en la que nos indica que los seres humanos hablan entre si y solo en esa relación dialéctica; unas veces coincidente y otras divergente, definen el sentido de su existencia y configuran el mundo que quieren construir de modo colectivo. Así, si el lenguaje es la forma en que expresan y verbalizan sus deseos, sueños, aspiraciones y sentimientos los individuos y grupos, entonces es necesario que el diálogo político con pretensiones de acuerdo nacional sea plural porque negar el diálogo es negar el ejercicio de la política.

Asimismo, previo a definir el deseo y la necesidad de conversar, es preciso saber quién convoca a los actores y quiénes serán los invitados a hacer parte del diálogo. Es dado pensar que es el gobierno quien debe tomar la iniciativa de convocar ese diálogo y definir los alcances y propósitos de la conversación. Así, es menester definir la naturaleza de diálogo, ¿es formal, informal, tiene carácter vinculante, involucra solo a partidos y movimientos políticos, o a diferentes movimientos sociales? ¿qué tiempo de duración tendrá? La conversación, de igual modo, supone definir una agenda temática. Al respecto: ¿quién define la agenda y la jerarquía de los temas a tratar? ¿A través de qué mecanismo se tomarán las decisiones y dónde finalmente se tramitarán y legitimarán? ¿El diálogo será intra-parlamentario o tendrá también un marcado acento sociopolítico y comunitario? ¿ A tono con esto, cómo encaja este diálogo con el que se escenifica entre el gobierno nacional y la insurgencia del ELN, que a propósito exige, contrario a las FARC en su día, un diálogo y una negociación con la sociedad, donde su aparato armado es tan solo una parte de esa mega-diversidad socio-política?

Desde nuestra perspectiva, este diálogo debe ser no sólo entre movimientos y partidos políticos, también debe habilitarse un espacio para que los diferentes movimientos sociales que constituyen la sociedad colombiana — incluida la población en el exterior– puedan hacer parte de este diálogo, que es necesario que tenga un carácter vinculante, propositivo, ético, diverso y transformador. De igual modo, remarco que los actores que harán parte del diálogo deben ser escuchados en relación con la definición de las temáticas de tal manera que puedan atenderse las demandas de los mismos.

Entendido así, el —diálogo– y posterior acuerdo nacional debe ser público y de claro y notorio interés comunitario por la trascendencia de los temas a tratar. Desde la ética del discurso es válido afirmar, si los temas que se piensan discutir y acordar tienen como sujeto fundamental el beneficio de los sectores excluidos y marginalizados, no hay ninguna razón para que se les excluya de la conversación política y social.

El acuerdo nacional debe fundar las bases de un nuevo contrato social que haga digna la vida de las personas más necesitadas del país. Este debe pensarse y hacerse teniendo en cuenta menos el cálculo e intereses de grupos, y más atendiendo y colocando el acento en construir una nación que sea una unidad en la diversidad y que se enmarque en superar el cáustico conflicto que todavía arrastra y que impone sufrimiento y dolor a cientos de miles de personas.

El acuerdo nacional se enmarca en consolidar la paz en Colombia y superar las causas de la exclusión y la marginalización que explican la persistencia de marcados fenómenos de creciente y desgarradora violencia. Con el mismo Lévinas hacemos un llamado a todos los actores que constituyen diferentes y variadas formas de alteridad, a que es necesario asumir la ética y el compromiso del diálogo y la negociación para hacer el acuerdo nacional que supondrá acometer las reformas siempre negadas y las que seguramente jugarán un papel importante para pasar de la barbarie a la civilización.

¿QUÉ OBSTÁCULOS HAY QUE SORTEAR PARA CONSTRUIR EL ACUERDO NACIONAL?

Avanzar en el diálogo y la negociación de cara a construir un gran acuerdo nacional por la inclusión y la paz total que funde un nuevo pacto social en Colombia, supone propiciar el acercamiento entre todos los sectores enfrentados y definir una ética de mínimos decentes que aborde la negociación de temas claves para el país y construir si no una convivencia si al menos una coexistencia.

Es necesario vencer la desconfianza mutua asegurada entre los sectores que pretender mantener el inmovilismo social y la exclusión realmente existente con sus dramas y sufrimientos colectivos, y aquellos grupos que plantean las necesarias reformas sociales, económicas y políticas para hacer tránsito de una sociedad injusta, inequitativa, desigual y violenta, a otra en donde la inclusión, la cohesión social, el respeto por la vida, los derechos humanos, la ética de lo público, la justicia y democracia territorial, el ambiente y el Estado social de derecho, sean por fin posible.

En este Diálogo con pretensiones de acuerdo nacional cada uno de los actores intervinientes debe esforzarse para que contribuya a forjar la utopía colectiva superadora de los intereses de grupos y sectores corporativos. Así, la Colombia realmente existente de hoy debe ser superada sobre la base de construir una sociedad decente – es decir, de los derechos– y en donde el grito alegre de la vida se imponga sobre el lamento de la tragedia y el dolor.

Las Reformas sociales en Colombia no dan espera y es preciso que las élites colombianas naturalicen la necesidad y la urgencia de construir una agenda del cambio que dé paso a una era de transición que ponga en el centro de las supremas y superiores realizaciones la vida digna para todos y todas. Para lograr esta aspiración el Estado se debe transformar y configurar en un eje articulador de un Sistema Integral de Protección Social que tenga como soporte y apoyo a unas élites dispuestas a hacer los debidos esfuerzos fiscales y tributarios para promover una sociedad incluyente en todas sus manifestaciones y formas. Repartir mejor la riqueza profundiza la democracia política y social y construye cohesión. Las políticas del Consenso de Washington demostraron su total bancarrota y se han mostrado ineficaces para resolver acentuados y sostenidos procesos del empobrecimiento y exclusión generalizada. Insistir por otros medios en lo mismo es no querer superar el drama, de ahí que es necesario impulsar reformas que asignen un rol protagónico al Estado como asignador de recursos y corrector de los desastres sociales generados por la teología del mercado representado en el neoliberalismo. A propósito de esto Joseph Stiglitz señala:

Con las reformas adecuadas, las democracias pueden volverse más inclusivas, más receptivas hacia los ciudadanos y menos receptivas hacia las corporaciones y los individuos ricos que actualmente controlan el dinero. Pero salvar nuestra política también requerirá reformas económicas igualmente dramáticas. Solo podremos empezar a mejorar el bienestar de todos los ciudadanos de manera justa (…) cuando dejemos atrás el capitalismo neoliberal y hagamos un trabajo mucho mejor en la creación de la prosperidad compartida que aclamamos. (Stiglitz, 2023, edición de Project Syndicate 30 de agosto)

Dejar de ser uno de los países más inequitativos e injustos del mundo es algo que al menos debe poner a pensar de modo serio y responsable a aquellos miembros de las élites colombianas que con mucho candor hablan de las bondades de nuestra democracia. Sin duda, el orden de injusticia, violencia y muerte que se ha impuesto en el país debe ser revisado y, por tanto, superar la antropología del sálvese quien pueda y la mezquina y ensimismada endogamia del yo y los míos, y promover una ética y antropología del apoyo mutuo y la solidaridad para crear espacios de esperanza y dignidad para todos y todas.

¿MÍNIMOS CIVILIZATORIOS DEL ACUERDO NACIONAL PARA SUPERAR LA DESIGUALDAD?

Colombia requiere construir una ética frente a lo público que guíe la acción del Estado y gobierno y redefina un nuevo campo de actuación frente a poderosos grupos de poder privado que drenan de modo impune recursos públicos para fortalecer sus emporios. Esta realidad nos señala que hay que crear un consenso alrededor de la necesaria y urgente lucha contra la corrupción. Según cifras de la Contraloría General de la República, este flagelo representa 50 billones de pesos a la ciudadanía, lo que equivale casi a 3 veces la última reforma tributaria. Luchar contra este expansivo fenómeno podría permitir que dineros que hoy son patrimonializados de modo criminal por pequeñas y poderosas mafias, se puedan utilizar en la lucha contra la exclusión social y económica de amplios segmentos de la población. Con este volumen de recursos, por ejemplo, se podría impulsar una abierta y decidida política de ciencia y tecnología que nos adentre en la sociedad del conocimiento de manera privilegiada. O se podría garantizar agua potable a cientos de municipios que estando a la orilla de importantes ríos, sus habitantes no toman agua potable.

Por otro lado, la pobreza monetaria como lo hemos visto está ligada a la falta de un trabajo digno o abiertamente precarizado y mal remunerado. Este tipo de trabajo sin garantías sociales y laborales privan a millones de personas de tener una vida digna. En el país cientos de personas laboran sin contrato y en el duro rebusque. Así, superar la exclusión implica acometer una reforma laboral que brinde contrato decente y con garantías de protección al trabajador o trabajadora. Al respecto hay que señalar que en las zonas rurales del país cientos de campesinos trabajan al destajo y en muchos casos fungen como cuidanderos de fincas y no tienen contrato y ni se les paga en dinero. En esta situación duran años. Entran jóvenes y se vuelven adultos sin gozar de ningún derecho. Y lo mismo acontece con miles de mujeres que trabajan en el servicio doméstico, que no se les contrata y, por tanto, son víctimas de una sobreexplotación.

La reforma pensional en país es también una asignatura pendiente. La población pensionada de Colombia en 2021 se estima en 7,107,914 personas, lo que significa que sólo el 13.9% de la población del país goza de este derecho, lo cual ha hecho que él se haya convertido en una suerte de privilegio para quien disfruta de una pensión. La distribución por sexo es la siguiente: el 44.9% son hombres y el 55.1% son mujeres.

Es importante mencionar que el sistema pensional colombiano tiene una cobertura limitada. Según un informe de Fasecolda, en 2019, el 75% de los colombianos no accedía a la pensión de vejez. Esto nos dice que, dada la estructura del mercado de trabajo, altamente informal y precario, son muy pocos los que finalmente terminarán obteniendo una pensión. Esta situación no deja de ser preocupante como quiera la población nacional enfrenta un acelerado envejecimiento, pues según el DANE, se pasó del 6.9% en 1985 al 13.8% en 2020. De este modo, enfrentar el envejecimiento de la población sin pensiones a la vista y con un precario Estado de protección expone a las personas mayores a grandes vulnerabilidades y anunciadas exclusiones.

Otro aspecto que hay que abordar es la reforma a la salud. El actual modelo ha demostrado que resulta insuficiente y pone en especial estado de vulnerabilidad a millones de colombianos y colombianas. El aseguramiento tal y como hoy lo conocemos ha causado estrago en cientos de personas que en algunos casos han perdido la vida. Sin embargo, contrata esta dura realidad con el uso indebido del dinero que han manejado algunos directivos de reconocidas EPS. Además, es necesario pasar de un modelo centrado en lo curativo a otro que ponga el énfasis en la promoción de la salud y prevención de la enfermedad. Aquí y sin apasionamiento de ninguna clase hay que abordar esta reforma pensando en los sagrados intereses de las personas más pobres y vulnerables, pues los sectores medios y acomodados en su gran mayoría tienen medicina prepagada.

Un elemento que hay que afrontar de manera decidida y sin concesiones es mejorar el recaudo. En Colombia las altas rentas contribuyen muy poco y se han visto enormemente beneficiadas por políticas de exención de impuestos. En consonancia con esto, es preciso que exista una progresividad fiscal que haga posible que las rentas de mayores ingresos tributen más y se planté así un mejor reparto de la riqueza y de las oportunidades. En síntesis, es necesario construir un Estado Social de Derecho que promueva la cultura del cuidado y la protección de nuestra población.

Asimismo, es imperioso acometer una reforma integral al sistema educativo colombiano que estimule la creatividad desde temprana edad y forme personas con altos estándares de calidad en todos los niveles de formación. Es imprescindible abordar la reforma con un talante público y de abierta participación de la ciudadanía. La educación en el país debe ser de un derecho fundamental, de calidad, científica, intercultural, crítica y de naturaleza pública.

La consecución de la paz integral o total debe ser un propósito nacional y hay que apoyar los esfuerzos tendientes a darle cumplimiento a los acuerdos con las FARC, y ahora acompañar los diálogos y negociaciones con el ELN y otros actores armados. Hacer tránsito de la perpetua violencia a la convivencia pacífica es un reto no sólo del gobierno nacional, debería serlo de la sociedad en su conjunto y por ende del diálogo y el acuerdo nacional.

A modo de conclusión, la reforma rural contenida en el punto número 1 del Acuerdo Final de Paz debe ser desarrollado y de su cumplimiento dependerá el éxito del mismo. La concentración de la tierra debe dejar de ser no sólo un problema histórico sino que debe dar paso a convertir a Colombia en una potencia mundial productora de alimentos.

La forma de Estado pensamos que también debe ser revisada de cara al acuerdo nacional como quiera que el asfixiante centralismo que se vive en Colombia jerarquiza territorios, de ahí que hay unos espacios que concentran las inversiones mientras otros sufren la injusticia y la falta de democracia territorial. Si hay que plantear el desafío de luchar contra la exclusión social y económica que viven amplios segmentos poblacionales, propio también es enfrentar con realismo y sentido de urgencia, la justicia territorial que podría representar el federalismo inclusivo o cuando menos la Colombia de las autonomías.

El acuerdo nacional es un llamado a la responsabilidad y también la posibilidad de construir una relación ética y dialéctica entre el otro/a y yo. O entre un nosotros/as y un ellos y ellas. Es hacer, en suma, que la alteridad pueda convertirse en consenso

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.