Extracto del libro del Juez Juan Guzman, ‘EN EL BORDE DEL MUNDO’, MEMORIAS DEL MAGISTRADO CHILENO QUE PROCESÓ AL DICTADOR AUGUSTO PINOCHET : Sabía que muy pronto me encontraría ante el ex jefe del Estado y que esta vez no sería para hablar de baños de pies. Esperaba ese encuentro inevitable. Yo encarnaría la ley […]
Extracto del libro del Juez Juan Guzman, ‘EN EL BORDE DEL MUNDO’, MEMORIAS DEL MAGISTRADO CHILENO QUE PROCESÓ AL DICTADOR AUGUSTO PINOCHET :
Sabía que muy pronto me encontraría ante el ex jefe del Estado y que esta vez no sería para hablar de baños de pies. Esperaba ese encuentro inevitable. Yo encarnaría la ley común ante un hombre que hasta entonces había mostrado un indudable gusto por los estados y las leyes de excepción. Este encuentro sería el de la justicia ante el antiguo poder y la ley de las armas, pero también el del presente que recuerda un pasado que no pasa.
Antes de proceder a la inculpación de Augusto Pinochet, debía decidir en primer lugar si el cuestionario que había intercambiado con él durante su prisión en Londres se podía considerar la entrevista previa que exige el código de procedimiento penal. Llegué a una conclusión positiva, porque el general había tenido el derecho a ser escuchado. El viernes 1 de diciembre del año 2000 procesé a Augusto Pinochet como autor intelectual de cincuenta y siete homicidios y dieciocho secuestros cometidos por el comando de la Caravana de la Muerte y acompañé la decisión con el arresto correspondiente. El anuncio de la acusación resonó como un cañonazo, a pesar de las precauciones que implicaba la elección de esa fecha. Y todo el mundo empezó a mirar hacia el artillero. Me llamaban por teléfono desde todas partes. Colegas magistrados, amigos, políticos… Algunos me felicitaban. Otros, mucho más numerosos, manifestaban serias reservas sobre mi decisión. Los periodistas asediaban mi casa.
Pero la ebullición duró poco tiempo. Emplazada por los abogados de Augusto Pinochet, la Corte de Apelaciones dejó sin efecto el procesamiento, al acoger un recurso de amparo: según ella debiera haber interrogado al general en una audiencia cara a cara. Algunos días después, la Corte Suprema confirmó dicha decisión; ordenó sin embargo que debería proceder al interrogatorio de Augusto Pinochet antes de veinte días. Esta desautorización me convenía en cierto modo. Hacía meses que deseaba interrogarle y había tenido que batallar contra sus abogados, que agotaron todos los recursos posibles para disuadirme de lograr mis fines. La estrategia dilatoria había llegado a sus límites. La Corte Suprema imponía que la audiencia se realizara a lo sumo dentro de tres semanas.
Exámenes mentales
La decisión del alto tribunal iba acompañada de otra recomendación: el general, antes que nada, debía ser sometido a exámenes mentales. La Corte Suprema se apoyaba para esto en una disposición legal que establece que todo inculpado mayor de setenta años debe ser sometido a exámenes mentales antes de comparecer ante la justicia. Esos análisis debieran permitir establecer si se encontraba en plena posesión de sus facultades mentales o si sufría algún estado de demencia que pudiera incapacitarlo para enfrentar un juicio.
En el caso del general Pinochet eran numerosos los que habrían preferido eludir las disposiciones legales en beneficio de una compasión humanitaria ad hoc. Una vez más, asistí a un desfile interminable de emisarios. Juristas y cierta cantidad de parlamentarios de la Concertación desembarcaban de pronto en nuestro domicilio de Providencia. Nunca adelantaban una agenda precisa. Sólo me pedían si podíamos conversar algunos minutos. Aprovechamos la minúscula escalera de caracol que lleva a mi despacho en el primer piso de mi casa. Mis interlocutores empezaban la charla, invariablemente, con algún comentario sobre la decoración del cuarto: las fotografías de mis abuelos, las maquetas de barcos, nuestra colección de vasijas precolombinas…
Sólo después de una progresiva entrada en materia planteaban la verdadera razón de su visita. Arrellanados en un sofá de cuero, empezaban alabando mi acción. El procesamiento de Augusto Pinochet representaba, según ellos, una etapa decisiva en el camino contra la impunidad y un precedente de la mayor importancia para todo el mundo. Se estaba escribiendo una nueva página de la historia de Chile que permitiría reconciliar el país. Pero insistían en que había que saber conciliar la justicia con la paz social para que este proceso se cumpliera sin más daños. En otras palabras, los jueces tenían que comprender que había límites que no se podían sobrepasar, so pena de reavivar heridas todavía en carne viva.
No hacía falta decir que el general Pinochet personificaba esa línea roja que no debía franquearse. Mis sorpresivos visitantes presentían que yo estaba arriesgando una nueva acusación con esa audiencia. Temían la perspectiva. Escuchándoles, parecía que la salud del ex jefe de la junta ofrecía la única salida honorable para todos. La justicia chilena sólo tendría que seguir el ejemplo inglés: someter al general a una revisión completa antes de declarar y luego a un no ha lugar por razones humanitarias.
Adivinaba lo que estaba en juego en esas visitas. Poco después del plebiscito de 1988, apenas conocidos los primeros resultados, se esbozaron acuerdos oficiosos entre los militares y la coalición del no a Pinochet. Una de las condiciones que formuló la junta consideraba la inmunidad total para quien había sido su jefe durante casi dos décadas. Doce años después yo era el grano de arena que impedía que los nuevos gobernantes honraran su promesa. Por este motivo, la vanguardia y la retaguardia de la Concertación se daban cita en mi casa.
Repetía a cada uno que no me podía apoyar en ningún texto para adoptar la medida que se me sugería. Pero esto no impedía que continuara la ronda de emisarios. Cansado entonces de esta guerrilla, opté por trasladar a la plaza pública las presiones de que era objeto. Declaré a la prensa chilena e internacional que había sufrido algunas que provenían de miembros del gobierno. E insistí en la amenaza que esas prácticas implicaban para el ejercicio de una justicia verdaderamente democrática. Mi movida tuvo efectos inmediatos. Las presiones terminaron al día siguiente y mi instrucción siguió adelante.
La jugarreta de Pinochet
Después de nombrar un grupo de expertos para que efectuaran los exámenes psiquiátricos, neurológicos y psicológicos, determiné que éstos se efectuaran el 2 de enero de 2001 en el Hospital Militar de Santiago. Ese día, acompañado de funcionarios de la policía de investigaciones, del escribano forense y de una secretaria de la Corte de Apelaciones, esperé en vano la aparición del ex jefe del Estado. Al día siguiente, la prensa publicaba fotografías que mostraban que en aquel mismo momento éste pasaba la jornada en familia en su propiedad de Los Boldos, cerca de la costa del Pacífico. Esta jugarreta demostraba el desprecio que sentía por una justicia que se creía con el derecho a citarlo. Situaba nuestras relaciones como si fueran un pulso.
Pero los tiempos habían cambiado. Esta desenvoltura ante el poder judicial sólo podía tornarse contra su autor. Los abogados de Augusto Pinochet adoptaron muy pronto una postura más conciliadora. El 10 de enero anunciaron que finalmente su cliente había aceptado someterse a los exámenes sobre sus facultades mentales. Éstos se efectuaron algunos días después.
Los expertos entregaron, bajo juramento, su informe. Diagnosticaron que el octogenario sufría una demencia de «leve a moderada». Una vez estudiado el veredicto, estaba claro que no bastaba para poner en duda el principio de una audiencia; fijamos entonces una fecha. En virtud de un privilegio acordado por ley desde el régimen militar en beneficio de los ex jefes de Estado y generales de las fuerzas armadas y de orden, yo debía acudir a interrogar al general Pinochet en el lugar que él eligiera y él no tenía que presentarse en el palacio de justicia. Me hizo saber que nos veríamos en su casa, en Santiago.
Debí negociar con sus abogados hasta los menores detalles de mi visita. Sólo establecí una condición. Ninguno de los cinco hijos del general podía estar presente en la casa. Algunos habían proferido palabras ofensivas contra mí en las semanas anteriores. De ningún modo iba a proceder al interrogatorio en un ambiente irrespetuoso o incluso hostil.
La audiencia más difícil
Ha sido sin duda una de las situaciones más delicadas de toda mi carrera. Este encuentro cara a cara no sólo sería la audiencia más difícil de mi vida de magistrado. Había quienes, en Chile, lo esperaban hacía casi treinta años. El hombre que había derribado de manera sangrienta a Salvador Allende antes de mantener al país en un puño comparecería ante un magistrado como cualquier inculpado por la justicia. Apenas logré dormir un poco la noche anterior. Ignoraba qué me esperaba en casa del general Pinochet. Hacía varios días que algunos medios de prensa proclamaban que me harían pasar por la puerta de servicio. Alguien me había preguntado si eso me molestaría; le respondí: «Por supuesto que no. Sigo siendo un servidor del Estado, entre por la puerta principal o por la de servicio».
Llegado el día no hubo puerta de servicio. Mi vehículo ingresó por la puerta habitual, la que utilizaban también la familia y los invitados. Me acompañaba un conductor, mi actuaria (escribano forense) y la secretaria de la Corte de Apelaciones. En un segundo vehículo ingresó mi escolta, compuesta de dos policías. Nos abrimos camino entre la multitud de periodistas y fotógrafos que se había situado ante la propiedad e ingresamos en un parque umbroso antes de estacionar los coches junto al portal de la finca.
Me recibió el general Garín, que me informó que el general Pinochet me esperaba en el salón. Acompañado por la actuaria y la secretaria de la Corte, ingresé al vestíbulo. Allí nos esperaban Miguel Schweitzer y el coronel Gustavo Collao, los abogados del general. Les seguimos e ingresamos al salón, donde estaba sentado aquel que habíamos venido a ver.
Cada uno ocupó un lugar en los sillones dispuestos en semicírculo. Miguel Schweitzer se mostraba particularmente obsequioso con el general Pinochet. Al menor de sus gestos, le llamaba «señor presidente». El ambiente era distendido, casi familiar, muy distinto del que había previsto. Después de los saludos del caso y una rápida discusión acerca de las modalidades de esta actuación, comenzamos el interrogatorio.
Solicité a los abogados que se alejaran, pues no podían intervenir en la audiencia. Fue breve, a lo más de unos treinta minutos. Hice una docena de preguntas y comprobé que mi interlocutor gozaba de buena memoria. A pesar de su edad, Augusto Pinochet daba la impresión de un individuo muy despierto, con las capacidades intelectuales intactas. No pensaban lo mismo los abogados. Estaba a punto de concluir cuando los dos se me acercaron y me murmuraron al oído: «Escuche, Juan, el general debe estar cansado. ¿No será mejor quedar aquí?».
En realidad había terminado el interrogatorio y ahora tenía que transcribir las declaraciones en nuestro ordenador portátil. Se nos indicó que pasáramos a la habitación contigua, un vasto comedor donde nos instalamos la actuaria y yo. Desde donde estaba sentado y comenzaba a transcribir el acta, asistí a una curiosa escena. Entre las dos habitaciones había una puerta entreabierta y por allí pude ver que el general Pinochet se levantaba y caminaba, rápidamente y con soltura, hacia el otro extremo del salón. Apenas se le doblaba un tanto la espalda. Me dije que este hombre estaba mal aconsejado. No me parecía oportuno mostrar de esa manera una faceta de su duplicidad al magistrado que había venido a interrogarle. Quizás no advirtió que le estaba viendo desde el comedor. Fuera como fuere, la escena bordeaba la parodia después de las numerosas advertencias de sus abogados acerca de su mala salud.
La casa del general Pinochet no era, en realidad, un lugar donde quisiera eternizarme. Sin embargo nuestra impresora había decidido otra cosa. Mi actuaria tenía experiencia en las jugarretas informáticas y mecánicas de nuestro despacho portátil; pero esta vez parecía triunfar la máquina. Y se sumaban los minutos, interminables. Al cabo de una hora de ensayos infructuosos, recordamos que uno de los policías de la escolta era experto en asuntos informáticos. Después de algunas manipulaciones, consiguió imprimir el acta del interrogatorio y pudimos volver con la cabeza en alto al salón, donde encontramos a la secretaria de la Corte de Apelaciones conversando animadamente con la mujer del general.
Me presentaron a la señora Pinochet, a quien conocía por primera vez. Nos ofrecieron una taza de café y charlamos un momento amablemente. Después el general tomó el acta en sus manos y me dijo: «Señor juez, tengo confianza en usted. Firmaré mi declaración sin leerla». Nos despedimos. Una banda de partidarios del general se apartó al paso de mi vehículo mientras profería toda suerte de injurias.
Toda la energía contenida en este momento histórico se manifestaba afuera, más allá de los muros de la propiedad de los Pinochet, en cada región de Chile y hasta en los países de exilio de los refugiados políticos. Pero en el salón del anciano general se había desarrollado un nuevo acto de teatro del absurdo. Un juego del gato y el ratón donde ese actor había repetido su gracia del aeropuerto.
La tormenta pasó de largo
La tormenta anunciada había pasado de largo. Debería haber sentido alivio. La audiencia había tenido lugar y todo había ido bien. Sin embargo, a pesar de la atmósfera distendida de ese encuentro, salí de allí con una sensación ambigua entre cansancio y desencanto. (…)
Al cabo de tres días había adquirido la convicción de que el general Pinochet presentaba facultades mentales normales. Los dictámenes de los expertos coincidían, en lo fundamental, con mi propia apreciación durante el interrogatorio que había efectuado en su casa pocos días antes. Y además se reunían, en la especie, los requisitos necesarios para procesarlo. (…)
[Este segundo procesamiento tuvo lugar el 29 de enero de 2001. Las razones: presunciones fundadas que atribuía a Augusto Pinochet la autoría de 57 homicidios calificados y de 18 secuestros. El juez Guzmán ordenó, también, que el ex dictador permaneciera detenido en su propiedad de La Dehesa, de Santiago].