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Reseña del libro de John Brown La dominación liberal

Un ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder

Fuentes: Rebelión

La dominación liberal. Ensayo sobre el liberalismo como dispositivo de poder, de John Brown, está editado en Tierradenadie ediciones http://tierradenadieediciones.com/tierradenadie/?p=183

El orden liberal exige tolerancia y respeto a los derechos humanos construyendo la ficción de una moral universal que ata por igual al soberano y al ciudadano, pero en realidad, lo que está detrás, dirá Brown, es la generalización de un gran «mercado universal donde todas las civilizaciones pueden confluir y dialogar a condición expresa de que los individuos estén perfectamente inmunizados contra sus efectos». Se nos sobresalta constantemente con nuevas disposiciones, regulaciones, prohibiciones…pero a la vez se nos encandila con promesas de libertad y paz. La estrategia del sock de la que habla Naomi Klein encuentra en este libro una fundamentación teórica profunda capaz de mover los cimientos de cualquier edificio bienpensante. No deja resquicio, ni títere con cabeza. La hipótesis de Brown es sin duda provocadora: «La guerra, la tortura, el colonialismo no son hoy lo contrario de los derechos humanos y del Estado de derecho sino su reverso, el conjunto de medios que los posibilitan». Sólo se puede partir de esta afirmación si se está dispuesto a asumir los riesgos de pensar sin condiciones, con honestidad y coherencia. Y eso es lo que hace el autor, zambullirse y arrojarnos en las turbulentas aguas en las que se gestan los «dispositivos de poder», aquellos que, de tan próximos, nos resultan ajenos.

La libertad, la igualdad, los derechos humanos, son desenmascarados. Son presentados como dispositivos ideológicos que nos conducen, no sin cierta estupefacción, a enarbolar las mismas consignas que aquellos que creíamos en las antípodas. Este libro, es un trabajo de arqueología, una aproximación metodológica similar a que propone Foucault en sus trabajos, no en vano es una de sus principales referencias aunque quizá excesiva.

Que el Estado moderno es inseparable de capitalismo no es un planteamiento novedoso, sin embargo, sí lo es la crítica a sus principios morales; esos rutilantes derechos humanos que asumimos como principios universales y universalizables. Desgajados de historicidad y naturalizados se han convertido, nos dice Brown, en un «dispositivo de poder» que somete una y otra vez a todos aquellos que pretenden arañar apenas la superficie viscosa del liberalismo. Boomerang que nos tapa la boca al menor síntoma de concreción y cuando apenas intentamos un pero histórico somos arrojados, cual monstruos al cajón de los intolerantes. Así, los derechos humanos, nos hacen cómplices necesarios de las guerras humanitaria y agentes activos de la explotación laboral. Porque en todo este tinglado, nos dice el autor, siguiendo a Chesterton, en el capitalismo, como en los cuentos, «siempre hay algo que no se puede hacer sin que el tinglado entero se venga abajo», y ese algo, es aquello que, como descubrió Marx, constituye la fundamentación del sistema: la explotación; o dicho de otra forma, la extracción de valor, la acumulación. Lo que en ningún caso se puede consentir es «impedir la venta de fuerza de trabajo». Por eso, en una lógica de expansión del capital (globalización) los derechos humanos son la coartada perfecta para la generalización del capitalismo a todo el orbe y también para la pacificación interna.

Pero no parece tratarse sólo de «operadores discursivos», aquí la influencia foucaultiana envuelve innecesariamente el planteamiento de Brown. El poder se fundamenta en la dominación pero también en la fuerza. Si el liberalismo puede ser estudiado en su continuidad histórica con el absolutismo, si en vez de liquidar al «antiguo régimen» implica la posibilidad de su supervivencia liberándolo de las ataduras feudales que lastraban su evolución capitalista, si hubo de liberar al monarca de las leyes de la naturaleza, el cuerpo jurídico político del Estado moderno desarrolla al mismo tiempo mecanismos coactivos que van más allá de la biopolítica. La fase contemporánea del capitalismo en la que se produce una aparente liberaración de las ataduras jurídicas y una contracción del Estado en beneficio del mercado y del individuo, se da al tiempo y es posible porque el poder sigue conservando un centro real, físico, claramente identificado. El monopolio de la violencia weberiano, requisito del Estado nacional junto con la burocratización y racionalización, han de ser visibles y reconocibles, explícitos cuando hace falta. Otra cosa es que la imbricación economía-política multiplique los espacios y tiempos en que la violencia se despliega. Porque, a pesar de la eficacia de los mecanismos de dominación, a pesar de que la cultura hegemónica es la de la clase hegemónica, que diría Gramsci -un autor extrañamente ausente de la reflexión de Brown-, la realidad es tan tozuda que perfora la capa de dominación.

Llega un momento en que el concepto foucaultiano de biopoder, sugerente y rico, se queda varado y dando vueltas sobre sí mismo y sobre los dispositivos de su propio discurso y, de forma casi natural, Brown recurre a Marx. Que la prioridad de Foucault fuera estudiar el cómo del poder fuera del modelo de Leviatán, «desde fuera del campo delimitado por la soberanía jurídica y por las instituciones estatales»1, es decir, las manifestaciones del poder apoyado sobre los cuerpos para la extracción de tiempo y trabajo, no supone que renunciara a la existencia de un centro de poder, por lo menos esa es la lectura que yo hago. De alguna forma, así lo confirma Brown cuando indaga sobre la «economía como gobierno» al señalar que «El derecho y el mercado no han suprimido de ninguna manera la violencia fundamental que perpetúa la expropiación estructural de los trabajadores», o al decir que no coincide con Foucault cuando sostiene que el modelo policial choca con las rigideces de la economía. Solo una interpretación sesgada e interesada de Marx da lugar a una concepción ontológica de las clases sociales o a entender la lucha de clases como una determinación histórica, no es el caso de John Brown.

Es así que partiendo de Foucault caemos en Marx. Las raíces del gobierno liberal no son otras que las raíces del capitalismo, es decir, la construcción de las condiciones socio-políticas que hacen posible la explotación. El recorrido que nos propone este libro»de la política a la economía» es siempre un recorrido inverso, de la economía a la política, aunque no es lineal, ni mucho menos. Sin duda, es el trabajo abstracto la categoría analítica que permite a Marx desarrollar la teoría del valor, -algo que no pudo hacer Aristóteles porque en una sociedad donde la fuerza de trabajo es esclava, no se generan mercancías-, no se fundamenta desde lo político o desde el poder, o no sólo. Aquí Brown, como buen marxista, se muestra radicalmente aristotélico, al proponernos considerar el capitalismo como un modo de producción contingente, que ha de ser estudiado en el cómo de su funcionamiento, en su potencia y en su desarrollo; lo que un buen historiador llamaría poner en historia. Por eso, la hipótesis de partida, los derechos humanos en tanto que encubridores del gobierno liberal, lo conducen hacia el centro neurálgico del problema: la relación política-economía.

El liberalismo niega la política. Sólo existe la gestión y el gobierno. Es este planteamiento el que también nos lleva al polémico C. Schmitt, pero como decíamos al principio, Bown no es un pensador con complejos. El diagnóstico de Schmitt sobre la Modernidad es el de una época en la que se normaliza la excepción y por lo tanto se invisibiliza. Se nos hace cotidiano lo que debía ser excepcional, tolerable lo intolerable, y dejamos de percibirlo. En parte, estamos en el centro neurálgico de la dominación capitalista. Brown establece la coincidencia entre el pensamiento de Karl Marx y el de Schmitt precisamente en el recorrido, en su planteamiento sobre la neutralización de la esfera política. Si Hana Arendt ya planteó en la Condición Humana que, a diferencia del mundo clásico, en el mundo moderno la economía invade el ámbito de la política y la subordina, hacía falta explicar dicho proceso desde la lógica de una nueva teologización que arranca al mundo de las posibilidades de su transformación por parte del ciudadano.

Encontramos en Marx el análisis del proceso de naturalización de la economía en el capítulo sobre el carácter fetichista de la mercancía. Los productos de los trabajadores, al convertirse en mercancías, borran las huellas del proceso concreto de producción, es decir, desaparecen las condiciones y determinaciones de sus productores, y además, las relaciones entre los productores toman la forma de relaciones entre los productos de sus trabajos, relaciones entre cosas. El trabajo abstracto es, como insistirá Brown, la clave que explica el valor y también la que hace posible la igualación de lo desigual. La igualación es en realidad un «místico velo neblinoso»2, dirá Marx, que oculta la realidad de desigualdad en que se halla la relación capital-trabajo, en la que el trabajador sólo posee su fuerza de trabajo mientras que el capitalista cuenta con los medios de producción. Esta mistificación que nos presenta como igual lo que es desigual se hace posible por la violencia originaria que expropia al trabajador de los medios de producción y lo libera de las ataduras de las relaciones feudales. Hubo que liberar al siervo y lanzarlo al mercado de la fuerza de trabajo, y en ese proceso ocurre la mutación ideológica que lo transforma de siervo a individuo. Brown sitúa este proceso en la teología medieval, muy acertadamente, en la igualación de las almas agustiniana que, desde la religión, facilita el camino a la abstracción e individualización, es decir, hacia la economía.

La economía encuentra un fundamento trascendente en la mano invisible y la política en la gestión técnica que conduce al orden, a la paz. Pero en el ámbito de lo político la naturalización de la excepción, la delegación de la soberanía (la representación) versus la democracia, no puede realizarse sin la violencia encubierta. Lo que el autor caracteriza como inmunización por individualización. Se trata de una violencia a veces encubierta (dominación) otras no (represión) pero siempre implica la negación de la política como ámbito de actuación del ciudadano. La política es lo ajeno al ciudadano porque en ella está determinado el marco de lo posible y porque no será ya el lugar en el que se tomen las decisiones que puedan cambiar el rumbo de las cosas, elegir por ejemplo, entre monarquía o república, entre socialismo o capitalismo. Se ha producido un nuevo desposeimiento de la única cualidad que, al decir del mundo clásico, era propiamente humana. La individualización capitalista» en la medida en que crea un individuo privado cuya interacción con los demás es fundamentalmente mercantil constituye estrictamente una «inmunización», dirá Brown. Quedará inhabilitado como ser político.

La búsqueda de la unidad, el consenso, actividad propiamente política, resultado de la confrontación necesaria en el ámbito del logos sólo puede darse sobre la base de una igualdad sustantiva, real. Si no es así, la discusión no pasa de ser una farsa, equivalente al contrato entre trabajador y empresario, que aparentemente es un acuerdo entre seres iguales y libres. A Carl Schmitt, el diagnóstico del mundo moderno y su forma política parlamentaria le llevaron a buscar la homogeneidad, la igualdad sustantiva, en los valores trascendentes del mito nacional, no podía ser de otra forma dada su filiación ideológica; sin embargo, si la deriva o, mejor, la excepción nazi, encontró en el mito de la nación la amalgama que permitiera el ejercicio del poder libre de todo cuestionamiento, tal vez, como plantea Brown, los derechos humanos, colocados fuera de la historia y de la política pueden estar cumpliendo ese mismo papel. La despolitización de la política y la naturalización del mercado permiten el desempeño de la explotación y la reproducción del entramado jurídico que la sustenta sobre la base de una igualdad ficticia y trascendente.

El sentido de lo político que rescata Brown de Schmitt no es la teoría de la distinción entre enemigo-amigo, pero sí la visibilización de la confrontación encubierta bajo el manto de la racionalidad instrumental. Aquello que oculta la mercancía: la explotación, es lo que oculta la política como técnica. Si la crítica al liberalismo lleva a Brown hacia Schmitt es porque este autor fue quien más inteligentemente centró las dos lógicas que fundamentan el liberalismo, no como filosofía de la historia sino como teología encubridora de la economía, estas son: el individuo y la naturalización.

Me parece pues que este libro es una de las aperturas más lúcidas y brillantes hacia la construcción de un pensamiento radical. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a considerar que la economía es una esfera autónoma e independiente de la política? ¿Por qué el trabajo acaba asumiendo que es el capital el que crea valor? El juego de espejos que construye el liberalismo nos atrapa en el laberinto donde nada es lo que parece y todo es, a su vez, lo que dice ser. Ninguna de estas cuestiones se puede resolver desde el pensamiento prejuiciado y al mismo tiempo, me parece que son las cuestiones clave hacia las que apunta el trabajo de Brown.

La tarea de este libro no es fijar respuestas, ni, a pesar de sus conclusiones, ofrecer salidas del laberinto. Eso sólo podría hacerse desde la acción revolucionaria de un sujeto en ciernes. No es el caso. Pero la propuesta de John Brown abre un orificio en el muro que obstaculiza el pensamiento de izquierdas, un pensamiento que se niega a asumir el riesgo de ser tachado de intolerante y totalitario y que prefiere renunciar a su tarea. Se nos urge aquí a un rearme conceptual desde el marxismo, capaz de resignificar los conceptos de «lucha de clases» y «dictadura del proletariado».

Finalmente, este libro es de una erudición digna de agradecer en estos tiempos banales donde la retórica disfraza a menudo los planteamientos más conservadores. La obra de Brown es, sin duda, una herramienta para pensar y cada uno puede encontrar en ella munición para armar el fusil que le corresponda.

 

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.