El libro que nos ocupa hay que analizarlo a dos niveles diferentes. El primero es cómo un trabajo empírico muy interesante por su contenido y por el rigor con que lo han tratado. Se trata de un estudio basado en un largo proceso de investigación sobre la relación entre desigualdad e infelicidad en las sociedades […]
El libro que nos ocupa hay que analizarlo a dos niveles diferentes. El primero es cómo un trabajo empírico muy interesante por su contenido y por el rigor con que lo han tratado. Se trata de un estudio basado en un largo proceso de investigación sobre la relación entre desigualdad e infelicidad en las sociedades más ricas del mundo y en el interior de EEUU. Es evidente que la infelicidad es un término cualitativo difícil de cuantificar pero lo es también que hay unas medidas objetivas de bienestar/malestar (salud, esperanza de vida, fracaso escolar, delincuencia…). Es un trabajo conjunto entre un economista especialista en epidemiología y una antropóloga anglosajones que no han tenido reparo en interpretar y en formular propuestas a partir de los análisis objetivos. En este sentido es muy positivo el carácter interdisiciplinar del estudio y la decisión de no encerrarse en una lógica positivista que excluye las valoraciones. Ahora bien hay que criticar el plantear que lo que interesa en este análisis es el presente y no el pasado, lo que pasa y no lo que llevado a ello. Difícilmente podemos plantear un análisis sociológico global si nos olvidamos de la historia.
El primer nivel, que creo que es el más válido, ocupa las dos primeras partes del libro y trata según sus palabras del éxito material acompañado del fracaso social y del coste ( en términos de felicidad) de la desigualdad. Esta parte está fundamentada en múltiples análisis estadísticos que figuran en gráficos que relacionan la desigualdad con la infelicidad. Está bien tener estos datos empíricos para dar más solidez a lo que muchos ya sabemos: que el crecimiento económico actual contribuye a la desigualdad y no nos ofrece una vida mejor. Estos datos contrastan con alguno de los tópicos al uso, como que los ejecutivos tienen más enfermedades cardiovasculares que los obreros. Pero es sobre todo muy clarificador la constatación de que es la desigualdad interna la que repercute de manera negativa sobre toda la sociedad, aunque evidentemente de manera más dura en los sectores económicamente desfavorecidos.
Pasemos a la crítica, que hace referencia al segundo nivel. Por un lado tendríamos la conceptualización utilizada, que por supuesto no es neutra. Los autores hablan constantemente de «democracia de mercado» como si hubiera un vínculo esencial entre las dos. Aunque habla de desigualdad, de pobres y ricos, no habla nunca de clases sociales. Tampoco se refiere nunca al capitalismo como un sistema con una lógica global, a la manera de Wallernstein, sino como un conjunto de empresas que pueden elegir entre seguir o no seguir principios éticos. Con este planteamiento se atomizan tanto las empresas como los individuos, que se presentan como unos agentes racionales que se equivocan al no entender que la desigualdad nos perjudica a todos. De esta manera parece proponernos un capitalismo con rostro humano perfectamente posible a medida que aumente la conciencia de la necesidad de la igualdad como un bien para todos. Así el gramsciano «optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la inteligencia» se convierte en un optimismo intelectual bienintencionado que no me parece que lleve a nada. Sabemos que las pasiones como la codicia y la ambición, son el material humano que se complementa con la lógica voraz de acumulación de beneficio del sistema capitalista y que contra él sólo nos queda la lucha, no la natural evolución de las conciencias.
Todo esto no quiere decir que el trabajo realizado por estos autores no sea una buena contribución para la lucha por la felicidad colectiva, la emancipación y la justicia social.
Lo único que digo es que también pude generar falsas esperanzas o expectativas sobre la propia capacidad interna del sistema para transformarse en algo radicalmente mejor. Hay que señalar también el valor de los autores para señalar a la criminalizada Cuba como el único país donde la sostenibilidad y la igualdad no son incompatibles. La pregunta es, desde luego, que entienden los autores por países igualitarios. La respuesta es que se encuentran donde hay menos diferencia entre el veinte por ciento más rico y el veinte por ciento más pobre. Este criterio es tan convencional como problemático, ya que podría ser que este veinte por ciento más rico podría esconder un tres por ciento que tiene más que el resto junto, con lo cual podrían haber una enorme desigualdad en el grupo supuestamente rico. O un nueve por ciento en los límites de la supervivencia que se escondería en este veinte por ciento que podría parecer más aceptable. En todo caso es un criterio aproximativo que hasta cierto punto es significativo y desde esta concepción en los países capitalistas más ricos los más igualitarios son Japón, Noruega, Suecia y Dinamarca. Y los más desiguales son EEUU, Reino Unido y Portugal. Está bien, en esta línea, que países tan poderosos como Reino Unido o EEUU (con sus diferencias internas) se muestren cómo lo que son. Pero al hablar de los más igualitarios lo que consideran Wikinson y Pickett es que las vías, totalmente diferentes, son igualmente aceptables. Japón tiene poca redistribución de recursos a través del sistema fiscal pero tiene unos salarios que no son muy desiguales mientras que en los tres otros países ocurre lo contrario. Pero aquí no podemos diluir la cuestión: el sistema fiscal progresivo siempre es imprescindible, aplicado sobre todo a los grandes beneficios, y los límites salariales deberían ser fijado por ley. Pero hay que cuestionar el sistema y su propia lógica, ya que no hay atajos si queremos una sociedad más igualitaria. Que vaya además mucho más allá de lo conseguido en los países nórdicos o el Japón y que no nos lleven otra vez al fracaso del socialismo real. Esta es la cuestión, esta es la reflexión.
Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva
Richard Wilkinson y Kate Pickett
( traducción de Laura Vidal)
Ed. Turner ( Colección Noema), Madrid, 313
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