En la noche del 7 de junio de 1929, en una fría calle del centro de Bogotá, muy cerca del palacio de gobierno (San Carlos), una bala de fusil disparada por un miembro de la guardia presidencial, penetró por la espalda de Gonzalo Bravo Pérez, ocasionando su muerte. Gonzalo, quien se dirigía a su lugar de residencia, ubicada a pocas cuadras de donde cayó abatido, cursaba la carrera de Derecho en la Universidad Nacional, y recibía clases del propio presidente de la república, Miguel Abadía Méndez.
La muerte de Bravo Pérez ocurrió en un contexto de agitación social que involucró a ciudadanos de diversas condiciones políticas y sociales, molestas de una camada de funcionarios que, con la venia del gobernador de Cundinamarca y del primer mandatario de la nación, promovían prácticas como el nepotismo y la corrupción.
Desatendiendo los reclamos ciudadanos que exigía la restitución del alcalde de Bogotá, Luis Cuervo y la destitución del general Carlos Cortes Vargas de la dirección de la policía (el mismo personaje que meses atrás había ordenado a sus tropas disparar contra los trabajadores bananeros en la plaza de Ciénaga), el primer mandatario ordenó la presencia de la caballería en las calles para diezmar a los inconformes, ocasionando atropellos a la población inconforme.
La bala que le quitó la vida a Gonzalo Bravo salió expulsada de un fusil portado por un miembro de la fuerza militar, de quien nunca se supo siquiera su nombre. Quien disparó, no lo hizo contra un grupo de personas amotinadas, sino contra un joven que había estado al margen de las protestas y caminaba con afán rumbo a su domicilio. No hubo investigación sobre el caso y ninguna autoridad asumió la responsabilidad por lo ocurrido. La muerte de Bravo Pérez quedó en la total impunidad.
Con el asesinato de Gonzalo Bravo se inicio en Colombia una política de eliminación de estudiantes de universidades y colegios, ejecutada por miembros de las fuerzas gubernamentales (ejército, policía, organismos de inteligencia) y paramilitares, y operada bajo concepciones como la preservación del orden público, la defensa de la seguridad nacional y la contención de la subversión comunista, que viraron a tenor de las tensiones políticas del momento.
Ochenta años después, en la calle 19 con carrera 4ª, algunas cuadras cerca de donde fue herido de muerte Gonzalo Bravo, otro joven, Dilan Cruz Medina (18 años de edad), fue alcanzado por una bala conocida como ‘bean bag’ (bolsa que contiene múltiples perdigones), disparada por Manuel Cubillos Rodríguez, capitán del Escuadrón Antimotines ESMAD.
La herida le ocasionó un daño cerebral irreversible y tiempo después la muerte a Dilan, quien recién había recibido su título de bachiller y tenía en mente iniciar estudios de psicología. Un deseo que le fue arrebatado en un abrir y cerrar de ojos (justo el tiempo que empleó el agente antimotines en disparar) aquella tarde del 23 de noviembre de 2019 en que Dilan participaba en una movilización pacífica contra las políticas sociales y económicas del gobierno del presidente Iván Duque.
Ocurrida la muerte del joven, los representantes del poder oficial (funcionarios, políticos, abogados) salieron en defensa del agente con argumentos descabellados y sin tener en cuenta la frialdad con que aquel disparó sobre el joven, como quedó registrado en las distintas imágenes grabadas por cámaras de televisión y celulares. Como efecto del “estado de opinión” creado, la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura (SJDCSJ), en un fallo del 12 de diciembre del año pasado, determinó que el proceso del agente Cubillos no debía ser catalogado como homicidio, sino como un “acto propio del servicio”, y que, por ende, era la justicia penal militar la instancia competente para tramitarlo. Una valoración que fue cuestionada por Human Rights Watch, que luego de analizar las pruebas, resaltó que hubo «un uso irresponsable (y) negligente por parte del agente», al disparar un arma de dispersión a menos de 20 metros de distancia del joven; también el representante del Alto Comisionado de la ONU, Alberto Brunori, indicó que lo de Dilan «pudo haber sido una ejecución».1
Los desenlaces trágicos de Gonzalo y Dilan hacen parte de una larga lista de agresiones contra un sector especifico de la población (jóvenes, muchos de ellos estudiantes), que arroja como resultado, según investigaciones recientes, cerca de 800 casos, entre muertes y desapariciones. Separados por ocho décadas uno del otro, cada caso ha tenido un cruce diferente con el recuerdo. En el caso de Gonzalo Bravo, la comunidad estudiantil instituyó el 8 de junio como efeméride (Dia del Estudiante) para evocar su muerte cada año con rituales como la peregrinación a su tumba, que estuvo ubicada durante mucho tiempo en el Cementerio Central. Posteriormente, a raíz de los hechos del 8 y 9 de junio de 1954, días en que fueron asesinados varios estudiantes, también en el centro de Bogotá, la referencia simbólica inicial se transformó dando lugar a lo que, hasta el día de hoy, se conoce y conmemora como el Dia del Estudiante Caído.
En el caso de Dilan Cruz, la destrucción de la placa erigida en su homenaje e instalada en el lugar donde cayó abatido, expresa un intento de memoricidio, el cual puede ser entendido como un complemento de la política de exterminio que busca, de manera deliberada, borrar cualquier testimonio (rostros, documentos, símbolos) de personas que han sido objeto de violencia estatal o paraestatal (asesinato, desaparición, destierro y/o tortura). El estado de amnesia colectiva es una consecuencia directa del memoricidio, con posibilidades de incidencia en actos de movilización y prácticas de recuerdo. Eliminar la identidad del vencido (o, en el caso que nos ocupa, del asesinado), opera como un complemento que el poder oficial utiliza para reforzar sus actos de barbarie. Las palabras de la hermana de Dilan, a propósito de la destrucción de la placa son elocuentes: “Esta madrugada destruyeron el monumento que se había construido en homenaje a mi hermano. Quienes justifican el asesinato de Dilan parecen querer borrar por completo su historia”. En correspondencia con la denuncia, solicitó a la alcaldía de la capital garantizar que aquel símbolo se convierta en “un espacio de memoria”.2
Orientado por prácticas de odio, el memoricidio debe
ser contrarrestado con actos de memoria. Solo así se podrá garantizar que
nombres como el de Dilan y los de otros sacrificados, continúen presentes como referentes
de justicia, verdad y reparación.
1 En un intento porque el crimen de Dilan Cruz no quede en la impunidad, su familia interpuso una tutela contra la SJDCSJ, argumentando que dicha sala vulneró el debido proceso y el acceso a la administración de justicia. Busca así que la investigación no quede en manos de la justicia penal militar, que, sin duda, eximiría de culpa al agente Manuel Cubillos Rodríguez. Recientemente, la Corte Suprema de Justicia falló la tutela a favor de la familia de Dilan y le ordenó al SJDCSJ revisar quién debe juzgar al capitán implicado.
2 Ver “Monumento en honor al joven Dilan Cruz fue destrozado a golpes”, en: https://www.semana.com/nacion/articulo/monumento-en-honor-al-joven-dilan-cruz-fue-destrozado-a-golpes/652302