1. Cien años después de la muerte de Lenin no son muchas las personas que todavía hoy se siguen definiendo como leninistas en la izquierda. Lenin no es popular. Aunque, siendo justos, esa realidad dice más de la mayoría de la izquierda contemporánea que de Lenin. Desde el restablecimiento del capitalismo, la etapa histórica actual es reaccionaria. Y nada lleva a pensar que la situación pueda mejorar, más bien todo lo contrario. Hay muchos líderes de izquierda que no son marxistas y hay muchas variedades distintas de marxismo. El leninismo es marxismo-revolucionario. Una explicación compleja de este aislamiento remite a muchos factores, pero el principal es que en los últimos cincuenta años no triunfó ninguna revolución anticapitalista y, en consecuencia, hay muy pocas personas revolucionarias en el mundo.
Pero nunca se echó tanto en falta a las personas leninistas. Cuando las condiciones de lucha son más difíciles, como en el mundo actual, cuando en buena parte del mundo el centro de la táctica de izquierda debería ser la lucha contra la extrema-derecha, es cuando as personas leninistas son más necesarias. La claridad estratégica de Lenin se expresó en tres giros tácticos en el intervalo dramático que se sitúa entre febrero y octubre de 1917. Primero con la defensa de las Tesis de abril, que vuelven a situar el bolchevismo en la línea de independencia respecto al gobierno provisional –las reivindicaciones resumidas en el lema Pan, Paz y Tierra– y bajo la conocida consigna ‘todo el poder para los soviets’.
Segundo, girando hacia el Frente Único con Kerensky en contra del golpe de Kornilov. Tercero, al defender la necesidad de la insurrección. La flexibilidad táctica es el arte de la política. Flexibilidad que debe apoyarse en el análisis de las posibilidades limitadas por el análisis de la relación de fuerzas y debe estar anclada en la firmeza de principios. Mal andamos cuando lo que prevalece es la rigidez táctica y la desfachatez estratégica.
La izquierda radical tiene mucho en que inspirarse en todo este legado. Paradójicamente, no hay muchas personas leninistas. No por ausencia de situaciones revolucionarias en este medio siglo, sino a consecuencia de una larga acumulación de derrotas. Las derrotas son descorazonadoras. No hay un solo país que esté en transición al socialismo y pueda ser una inspiración de algún modo. Las ideas socialistas, aún en sus formas más moderadas, pasaron a ser minoritarias. El movimiento de las personas trabajadoras, el corazón social del proyecto anticapitalista, retrocedió en los últimos treinta años como si fueran más de cien años, hasta situarse en un contexto anterior a la victoria de la Revolución rusa en octubre de 1917.
Es verdad que el campismo recuperó cierta influencia en algunos círculos de izquierda que buscan algún aliento en la exaltación de los éxitos del crecimiento chino. Pero la expectativa de que China pudiera ser un punto de apoyo en la lucha antiimperialista se diluyó, incluso en el terreno diplomático, a causa de su postura ante las guerras en Ucrania y en la Franja de Gaza. Y no es fácil convencer a alguien de que apueste en serio por la estrategia de Beijing de restablecer el capitalismo por cien años para después “hacer la curva” y retomar una dirección socialista. A lo que hay que sumar la desigualdad social que hay en la sociedad china y la pervivencia de un régimen de dictadura de partido único. Para militantes educados en alguna variante de marxismo esa apuesta es el equivalente a lo que para las personas creyentes es creer en la vida después de la muerte. Ser socialista supone un compromiso con una inquebrantable esperanza en el futuro, pero todo tiene sus límites.
Ser leninista en el siglo XXI “no es para las personas débiles”. Aunque sea cierto que las olas revolucionarias nunca dejaron de estallas, a pesar de que desde la estabilización abierta después de la consolidación reaccionaria en los años ochenta y que enterró el impulso de 1968, solamente lo hizo en algunos países latinoamericanos, asiáticos y africanos. En los países centrales –las fortalezas históricas del capitalismo–, incluso en los que atravesaron crisis políticas en las que se desarrollaron importantes movilizaciones de masas, el régimen de dominación se preservó intacto. En los últimos cinco años la democracia liberal está amenazada, no por la movilización de trabajadoras y trabajadores organizados en sindicatos o por movimientos populares de los oprimidos, sino por la ofensiva social, política y electoral de una extrema-derecha neofascista. Si no se construyen núcleos leninistas, va a ser más difícil derrotarlos.
«En los últimos cinco años la democracia liberal está amenazada, no por la movilización de trabajadoras y trabajadores organizados en sindicatos o por movimientos populares de los oprimidos, sino por la ofensiva social, política y electoral de una extrema-derecha neofascista. Si no se construyen núcleos leninistas, va a ser más difícil derrotarlos»
2. ¿Volverá a haber de nuevo revoluciones? Revoluciones políticas contra regímenes tiránicos barrieron el mundo y derrotaron dictaduras en el último medio siglo. Derrotaron golpes, como el de la resistencia que restituyó a Hugo Chávez en la presidencia, e incluso llegaron a destituir gobiernos electos. Antes del proceso abierto de restablecimiento capitalista en 1989-1991, hacia el final de los años setenta e inicio de los ochenta, cayeron las dictaduras de Somoza en Nicaragua, del sha Reza Pahlavi en Irán y los regímenes militares instalados en el Cono Sur. A lo largo de los últimos treinta años una ola revolucionaria se expandió desde Argentina hasta Venezuela, pasando por Ecuador y Bolivia entre los años 2002 y 2005, y otra incendió el Magreb a partir de Túnez y Egipto en el año 2012. Pero la mayoría de las revoluciones democráticas, incluso algunas de las más radicalizadas, fueron derrotadas o interrumpidas. No faltaron revoluciones, faltaron personas leninistas.
Se podría argumentar que las fuerzas sociales en lucha utilizaron el material humano que encontraron a su disposición para realizar la defensa de sus aspiraciones y esto se hizo independientemente de la calidad, mayor o menor, de los talentos disponibles. Eso también es cierto, pero no resuelve la cuestión: si la calidad del sujeto político es, en última instancia, irrelevante y puede ser improvisada, entonces la explicación de las victorias y las derrotas de los sujetos sociales en lucha se reduciría a la mayor o menor madurez de los factores objetivos. O sea, una aproximación objetivista, casi fatalista.
No dejarán de surgir nuevas situaciones revolucionarias, porque el capitalismo tendrá inmensas dificultades ante las crisis que se acumulan: peligro de estancamiento a medio y largo plazo que impida la reducción de la pobreza e incremente las desigualdades sociales; aumento de las rivalidades y enfrentamientos por el control hegemónico en el sistema internacional de Estados y creciente carrera armamentística con eclosión de guerras regionales; emergencia climática precipitada por el consumo cada vez mayor de combustibles fósiles, así como la terrible amenaza que supone la llegada de neofascistas a los gobiernos a través de elecciones, incluso en los centros imperialistas.
¿Qué sigue siendo vigente del legado leninista para el siglo XXI? Lo más polémico continúa siendo la teorización sobre la necesidad de un instrumento de lucha revolucionaria. Lo que no deja de ser importante, ya que estamos en una larga etapa reaccionaria abierta por la derrota histórica del restablecimiento capitalista en la URSS.
Esta cuestión suscita amargas controversias debido a que los sectores de la izquierda mundial que aún se reivindican marxistas están divididos en pequeños círculos marginales, enrocados en su doctrinarismo, y corrientes que se adaptaron al electoralismo y que son irreconocibles. El desafío leninista, sin embargo, permanece. ¿Será aún posible, en un periodo tan desfavorable, construir organizaciones revolucionarias que descubran un camino que las proteja del anquilosamiento “museológico” y, simultáneamente, evite la “embriaguez oportunista”?
La mayoría de las revoluciones del siglo XX fueron revoluciones políticas en las cuales la energía liberada por la acción revolucionaria del sujeto social se disipó más o menos rápidamente tras la caída de los regímenes y gobiernos odiados mucho antes de que las grandes tareas de la revolución social (la conquista del Estado y la transformación de las relaciones económico-sociales) se hubieran podido resolver. No obstante, a pesar de eso no merecen ser descalificadas como “menos” revolucionarias, sobre todo si tenemos en cuenta la radicalización de millones de personas en la lucha. Con todo, entre otros factores que han variado según los países, la constante en todos estos procesos revolucionarios fue la debilidad de las organizaciones leninistas.
3. En un grado elevado de abstracción, se puede enunciar de esta manera el problema teórico-histórico: ¿cómo será posible que las personas trabajadoras, una clase social económicamente explotada, socialmente oprimida y políticamente dominada, puedan conquistar el poder contra un poderoso Estado capitalista en el mundo contemporáneo? La respuesta leninista es mediante la organización de un partido revolucionario, pero una organización militante es siempre una herramienta imperfecta. ¿Se equivocaron los bolcheviques? Muchas veces. ¿Se equivocó Lenin? Sí, muchas veces. De acuerdo con una perspectiva histórica, ¿sus errores invalidan sus aciertos? No.
¿Se equivocaron cuando prohibieron la existencia de tendencias y fracciones internas en el fragor de la guerra civil? Sí, pero sería demasiado simple no admitir que los riesgos eran trágicos. ¿Se equivocaron en Kronstadt? Se equivocaron, pero no fue una decisión sencilla. ¿Se equivocaron al imponer una dictadura de partido único? Sí, y punto final. No obstante, anular la herencia heroica de la Revolución de Octubre en función de los errores de la primera República Socialista, aún cuando fueran muy graves, es como mínimo precipitado. Responsabilizar a Lenin del régimen de terror liderado por Stalin, que se consolidó en el poder diez años después de su muerte no es serio. La teleología “inversa” es equivalente al fatalismo retroactivo. La Revolución rusa abrió un campo de posibilidades. Desgraciadamente, las más prometedoras fueron derrotadas.
Dicho esto, la premisa de la apuesta leninista sobre la necesidad de un partido centralizado es que, estando maduros los factores objetivos en una coyuntura de crisis revolucionaria, la lucidez y osadía de una organización de activistas estructurados en los sectores estratégicos de la vida económico-social puede hacer la diferencia. Hacer la diferencia significa abrir el camino para la victoria en la lucha por el poder. La presencia militante del partido a lo largo de años y décadas al lado de las luchas populares permite la conquista de la autoridad política que es indispensable para el triunfo de la revolución. Esa apuesta pasó la prueba de la historia: todas las revoluciones anticapitalistas que triunfaron a lo largo de la historia estuvieron bajo el liderazgo de una organización centralizada. El drama es que militarmente estuvieron supercentralizadas.
El partido de Lenin tenía unidad en la acción política, no obedecía la disciplina militar. Lenin estuvo muchas veces en minoría. En algunos momentos su democracia interna fue semicaótica, Inspirado por esta orientación estratégica, el bolchevismo tuvo mayor flexibilidad táctica: participó de las luchas más mínimas y elementales sin dejar de hacer agitación política contra el zarismo; formó cuadros para la agitación permanente en defensa de las reivindicaciones populares, pero nunca dejó de publicar un periódico que era un organizador colectivo de la lucha política para derrotar a la dictadura; intervino en los sindicatos sin ceder a las ilusiones sindicalistas; participó en las elecciones con candidaturas propias, pero también organizó frentes electorales e incluso hizo llamamientos al boicot electoral sin ceder a las ilusiones electorales; alimentó debates teóricos, publicó libros y revistas, y organizó regularmente escuelas de formación sin que llegaran a transformarse en un “club” académico para intelectuales críticos.
Las dos críticas más importantes a la concepción leninista del partido son: (a) la acusación de que fue responsable de la forma monolítica que asumió la dictadura estalinista durante siete décadas y (b) la acusación de que sería una forma de substitución burocrática de la acción espontánea de las masas. Los argumentos impresionan, pero son falsos.
El primero no es honesto históricamente. Una teoría sobre el modelo de organización política no es una explicación mínimamente razonable que sirva para explicar la permanencia de un régimen político durante cinco décadas en la URSS. Tampoco es sostenible atribuirlo a la personalidad de Stalin olvidando que el régimen disfrutó del apoyo de las masas. Menos aún si consideramos que la dictadura de partido único fue el modelo de todas las experiencias revolucionarias del siglo XX. Los factores que determinaron el surgimiento del estalinismo como régimen son otros, incomparablemente más poderosos, como el retraso del desarrollo económico-social, la lucha de clases o el cerco internacional contrarrevolucionario. No obstante, no es serio establecer una continuidad ininterrumpida entre el partido bolchevique, que luchó para derrocar la dictadura zarista, y el partido de Stalin.
El segundo no es honesto intelectualmente. La tesis leninista no defiende que el partido marxista hace la revolución. Las revoluciones no son golpes de Estado, conspiraciones, pronunciamientos… La insurrección no es más que un momento crucial de la lucha revolucionaria. Las revoluciones son procesos de movilización por el poder que ponen en movimiento a millones de personas; son la forma más elevada de la lucha de clases en las complejas sociedades contemporáneas y las clases sociales son las protagonistas. Los sujetos políticos son instrumentos de representación y organización. Las organizaciones políticas no hacen revoluciones, apenas disputan el liderazgo de un proceso revolucionario, ya que son una forma de representación de intereses muy superior a los liderazgos individuales. La acusación de que el bolchevismo era una máquina al servicio de la ambición de poder de Lenin y después de Stalin atribuye a los jefes políticos un poder desmedido.
Cien años después de la muerte de Lenin lo más grave es que la izquierda mundial se encuentra ante un desafío vital: ¿cómo imponer una derrota histórica al neofascismo, que tiene un peso específico entre las masas, incluso en parte de las clases populares? Los partidos electorales son impotentes ante el compromiso activista “misionero”, radicalizado ideológicamente, de los movimientos de extrema derecha. El leninismo es sinónimo de partidos de personas militantes.
Valerio Arcary es profesor titular jubilado del IFSP, doctor en Historia por la USP y militante trotskista desde la Revolução dos Cravos (1974). Es autor de diversos libros, entre los que figura Ninguém disse que seria fácil (Boitempo, 2022).
Fuente: https://esquerdaonline.com.br/2024/01/19/um-leninismo-para-o-seculo-xxi/
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