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Dimitar Dimov y Juan Eduardo Zúñiga

Un médico bulgaro en el Madrid de la postguerra

Fuentes:

Dimitar Dimov es un escritor misterioso, porque habiendo vivido aquí, teniendo una placa dedicada en Madrid y habiendo escrito sobre España, ninguna editorial ha editado un solo libro suyo entre nosotros. Juan Eduardo Zúñiga, por medio de cuyos libros publicados entre nosotros es considerado uno de los grandes escritores españoles, prefiere ser irreconocible entre la multitud.

¿Quién fue Dimitar Dimov?, pregunté a la agregada cultural de la embajada de Bulgaria en Madrid. Esta interrogante surgió después de leer una placa colocada por el Ayuntamiento de Madrid en la Plaza de la Lealtad, junto al nº 2, en la que esta grabado:
«EN ESTA CASA// VIVIO Y ESCRIBIO// DURANTE 1943// EL RENOMBRADO// ESCRITOR BULGARO// DIMITAR DIMOV// 1909-1966// GRAN AMIGO DE ESPAÑA// MADRID LE RECUERDA// EN EL XXI ANIVERSARIO// DE SU MUERTE// 26 DE JUNIO DE 1987»

La agregada cultural un tanto sorprendida me dirige a Daliana Ivanova Kovátcheva, profesora de la Universidad de Granada, cuya tesis doctoral se titula «España en la vida y en la obra de Dimitar Dimov». Puesto al habla con la profesora Daliana Ivanova por teléfono, en un castellano perfecto que se lo hago notar, me cuenta que ha estudiado la lengua castellana desde los primeros años de colegio, como Dimos, responde a mi pregunta: ¿Qué hacía Dimitar Dimov en Madrid en plena posguerra española?: En la Universidad de Sofía a los profesores y alumnos más destacados se les daba la posibilidad de especializarse en el extranjero. Los profesores miraban a España porque no participaba en la 2ª guerra mundial y les interesaba conocer las investigaciones que se llevaban a cabo en el campo de la neurología en el Instituto de Histiología Ramón y Cajal de Madrid, a eso debe añadirse a favor de Dimov que podía aprovecharlo mejor que nadie porque hablaba la lengua castellana. Su conocimiento del idioma le venía dado por su aprendizaje primero viviendo con judíos sefardíes, y después su mayor conocimiento lo adquirió a través de múltiples lecturas de autores españoles, empezando por Cervantes y su Don Quijote. Una vez en Madrid entró en contacto con un joven escritor español que se relacionaba con un representante de la embajada de Bulgaria para llevar a cabo algún trabajo de traducción, el escritor era Juan Eduardo Zúñiga quien, 20 años después de la muerte de Dimov, promovería la instalación de esa placa que recuerda su paso por Madrid. Y es que Dimov escribió novelas, relatos de viajes y artículos sobre España, el último de ellos sobre Julián Grimau.» El que Juan Eduardo Zúñiga hubiese tenido relación con él me parece un dato revelador, así es que me pongo en contacto con el sello editorial que saca sus libros a las librerías y explico mi interés por hablar con el autor. La respuesta es un tanto enigmática: «Quizás resulte más difícil de lo que usted piensa». Al día siguiente busco en varias librerías algún título de Dimov y en ninguna me supieron dar respuesta. Volví a la embajada de Bulgaria. Pregunté si conocían algún otro dato del autor búlgaro, como por ejemplo libros publicados en España, y, si sabían como ponerme en contacto con Juan Eduardo Zúñiga. No tienen idea ni de una cosa ni de la otra. Mi interés parece haber encontrado un obstáculo insalvable, de modo que me voy con un vacío imprevisto. ¿Qué podía hacer?. Entre las dudas ninguna presentaba posibles respuestas, solo quedaba recurrir nuevamente a Daliana Ivanova, con que iba dispuesto a marcar de nuevo su número de teléfono, cuando a mis espaldas, aún en el jardín de la embajada, escuché: «¡Oiga, por favor, espere!». Un hombre de aspecto sencillo, con un jersey de cuello redondo, gafas y cartera de mano, poniéndoseme delante dijo: «Perdone la molestia, soy Popov, búlgaro, no he podido evitar escucharle preguntado por el doctor Dimov y por don Juan Eduardo Zúñiga, me gustaría conversar con usted, se algo del doctor Dimov y he leído la obra en la que don Juan Eduardo Zúñiga presenta a Dimov como un personaje». La llamada quedó para más tarde. Mientras se presentaba llegamos a un café; sentados continuó con su presentación, llevaba unos cuantos años en España, era profesor de literatura pero de poco le había servido su conocimiento de la literatura búlgara aquí, de modo y manera que admitía cualquier trabajo que le saliese, el arco iba desde las traducciones a la albañilería, se hallaba en la situación de muchos extranjeros en España. Antes de empezar a hablar de lo que nos había llevado a sentarnos y conforme me decía cual había sido su último trabajo, me preguntó: «¿Los españoles han sido emigrantes?.

Fotografía facilitada por la profesora Daliana Ivanova
Dimov visto por J.E. Zúñiga.
Tras contarle lo que yo sabía de Dimov, entonces él me pidió permiso para hablar del doctor a través del cuento de J.E. Zúñiga titulado «Las ilusiones: el Cerro de las balas». Con los dos cafés por medio comenzó: «Lo conozco bien, lo he leído muchas veces, lo he estudiado. ¿Lo conoce usted?». «No lo recuerdo -respondí- he leído sus libros «Capital de la gloria», «Largo Noviembre en Madrid», «Flores de plomo», … Continuó él adelantando su cabeza hacia mi y mirándome fijamente tras sus gafas: «Ustedes aprecian poco lo bueno, un escritor como éste en mi país sería muy considerado, es un gran escritor. Le voy a explicar, usted mismo lo va a ver «. Le reconocí su crítica mientras saqué mi grabadora, se la enseñé al tiempo que colocaba una cinta y el aparato en marcha entre los dos, y me dispuse a escuchar con expectación, ¿qué me podría decir el señor Popov de Dimov a través de un cuento de Zúñiga?. La primera sorpresa fue que sacó de su cartera un libro, me lo enseñó, «¿Lo ha leído?», «Si, claro», «¿Y no recuerda éste cuento?», primero leyó el título del libro: «La tierra será un paraíso», «Juan Eduardo Zúñiga», añadió, y fue al primer cuento: «Las ilusiones: el Cerro de las balas». Y sin más preámbulos, sin que me diese tiempo a ningún comentario, comenzó: «El título «Las ilusiones: el Cerro de las balas» contiene en si mismo los puntos extremos: los deseos elevados, las ilusiones, como un cerro, y, el sometimiento bajo el que estos se encontraban en la España franquista, bajo las balas. Esa contraposición se desarrolla en el cuento para descubrir lo que ocurre en uno mismo al llevar a cabo una acción y su importancia va a crecer y se va a hacer capital en el contexto histórico y social. No se le olvide el título: «Las ilusiones: el Cerro de las balas».
El narrador-protagonista contó a Dimov, junto a un ventanal del laboratorio en el que trabajaban, la atracción que sintió por una gitana -y Popov leyó-: «Hechizado … por su figura esbelta, sucia, con manos delgadas y renegridas, la ropa en el mayor abandono, sin duda oliendo a miseria, pero con ojos y boca seductores»; ¿ve? aquí se encuentra una segunda contraposición esencial: El contraste de suciedad y abandono con la esbeltez y la seducción se establece en la mente del protagonista, son límites simbólicos que van a ir plasmándose en la vida de aquella España de la posguerra, sucia y pobre, junto a la belleza que él ve en la gitana asumida íntimamente y que irá floreciendo, como símbolo de la patria, a la que siente más allá de lo superficial. El narrador-protagonista nos descubre a un Dimov que vino a España en los años posteriores a la guerra en busca de un compatriota médico de las Brigadas Internacionales, un brigadista que no quiso marcharse con los demás al final de 1938. Así es que permaneció aquí con documentación falsa. Zúñiga va a establecer un paralelismo entre la gitana-patria y el brigadista, la búsqueda de los dos llevará a nuestro narrador a conocerse, al descubrimiento de si mismos. Pero entre la búsqueda de la gitana y la búsqueda del brigadista, va a surgir otro camino, el amor a una ciudad, Madrid, símbolo de la resistencia antifascista, ciudad que sufrió el cerco más largo al que se haya visto sometida cualquier otra ciudad moderna, 3 años de horror. El amor a esta ciudad está comprendido en el amor a esa mujer, que es a su vez el amor a la Patria, y ese amor, es la pasión que le debía llevar a salvar todas las dificultades, si es preciso, se dirá, obligando a quien se le oponga a aceptarlo. Eso es una actitud que rechaza todo conformismo, que promueve el cambio luchando por los ideales.

El narrador le cuenta a Dimov el efecto que le ha causado esa mujer. El comentario lo hace estando los dos frente a un ventanal que da a la estación de ferrocarril del Mediodía, y lo que contemplan es -vuelve a leer el señor Popov-: «el lento reptar de trenes y densas humaredas entre haces de vías que alejaban su curva hacia un horizonte de llanuras peladas»; lo que ven es un paisaje caracterizado en primer plano por la confusión, el enredo, son las vías trenzadas, una dificultad de la que los trenes salen despacio para encontrar su propia dirección hacía el horizonte abierto, una perspectiva amplia y clara que se traducirá en un correlato para el personaje, pues alude a que más allá de la confusión primera, inmediata, hay un futuro esperanzado; aquel horizonte es un significado vital, horizonte hacia el que el extranjero tendía la vista, mientras el narrador nos declara el momento del que le resulta difícil salir, la impresión que le ha producido la gitana, la pasión que empieza a sentir por ella. El «yo» despierta a un mundo romántico, mundo en el que lo irracional como fuerza constructora de la visión del narrador-protagonista lo sitúa en un estado lejos de la realidad, a la que ha de volver por el camino tortuoso de la experiencia

 

Dimitar Dimov, Madrid, febrero 1944

Fotografía facilitada por la profesora Daliana Ivanova.

La geografía una base de la ficción.
El tiempo se echaba encima y quedamos para el día siguiente. Llamé inmediatamente a la editorial y expliqué mi interés por hablar con el autor español. La tarde declinaba y me entregué a leer el cuento «Las ilusiones: el Cerro de las balas» un buen número de veces, mientras, esperaba la llamada que me pusiese al habla con el escritor. Como había quedado con Popov a las 7 de la tarde siguiente, salí bien temprano de casa y me dediqué a localizar los puntos geográficos en los que se situaba la historia. Tenía que averiguar desde dónde se veía la estación del Mediodía. Después de buscar diversos emplazamientos, el único que permitía tal cosa era el Observatorio que hay muy cerca de la entrada del Parque del Retiro: abajo la estación y el nudo de hierros y su separación en vías. Más aún, solo desde allí se ve el horizonte. Pero se me presentaba una nueva dificultad: en el horizonte no encontraba ningún cerro. El intento de descubrirlo me llevó a preguntar entre quienes trabajaban en el Observatorio, resultado nulo, fui en la estación de Atocha, hablé con maquinistas, antiguos empleados, pregunté a todo el que pude si conocían el Cerro de las balas, resultado nulo, eso si, me enviaron a la Fundación de Ferrocarriles Españoles, allí había planos y archivos, también resultado nulo, en ninguno de los que pude consultar aparecía un nombre semejante. Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando se me ocurrió acercarme a la Capitanía General del Ejército, cogí un taxi, a la Plaza de Cibeles. Fue más difícil el acceso a este recinto para hablar con un militar encargado de la cartografía y vinculado al arma de artillería que obtener la respuesta buscada: «El Cerro de las balas se encuentra en el término del Pueblo de Vallecas; no se llama así, es el nombre que popularmente se le dio. Lo llamaban así porque se utilizaba como campo de tiro». Eso entraba de lleno en el cuento de Juan Eduardo Zúñiga. Entonces recordé que Zúñiga advertía en su cuento que estaba en el Pueblo de Vallecas, y yo lo había olvidado o quizás no lo había leído con la atención que requería, con que las vueltas que llevaba dadas para averiguar este último dato se debían a mi falta de atención en la lectura. Un tanto fastidiado por mi error busqué un taxi. Una vez en el Pueblo de Vallecas pregunté entre las personas mayores quién me podía indicar donde se localizaba aquél Cerro, tanto por el nombre como por el uso que le daban los militares. Para mi sorpresa el montículo ya había sido cubierto por las casas. Recorrí las calles acompañado de un octogenario de excelente memoria y gafas gruesas que me informó que en una especie de medio muro que hubo en su día, unos pintores que se denominaban «la escuela de Vallecas», pintaron sobre el los nombres de Picasso, Velázquez y otros tantos. Mientras me hablaba aquel hombre yo sentía la satisfacción de haber resuelto el problema del emplazamiento geográfico, tan significativo para la idea que transmitía el cuento.
Estado anímico y conflicto.
Me volví a encontrar con el señor Popov en la misma cafetería y le conté mis averiguaciones, lo que celebró felicitándome muy efusivamente. Entonces pareció, por el interés que mostró en que le explicase cómo lo hice, que se convencía de que tenía ante él a un buen alumno. Preguntó: «¿por dónde íbamos?», y, mientras yo ponía mi grabadora entre los dos, dio comienzo a su explicación: «Dimov contempla desde el supuesto laboratorio en que se encuentra con el narrador-protagonista, que es en realidad el Observatorio situado en el parque del Retiro, los barrios de casitas bajas, las chavolas donde tras la guerra las desgracias han echado raíz, lugares de hambre y de esperanza escondida, de miedo, allí es donde el protagonista puede averiguar algo sobre el médico internacionalista, ese personaje escondido, y Dimov nos entrega un indicio sobre el desarrollo de la acción principal -entonces Popov señala con su índice al libro, que lo tiene delante- al hacerle decir al doctor: «será difícil, una ciudad tan grande». El narrador protagonista, después, pone la atención en cómo las espirales de humo del tabaco de Dimov se interponen a la visión panorámica que aparece ante el ventanal, y tiene que mirar al suelo donde pisa». Popov detiene su explicación y señala una coincidencia: «el apellido Dimov, esta compuesto por dos sílabas, la segunda, «mov», en búlgaro quiere decir «humo», ¿no le parece una casualidad?». Y, sin detenerse más, continúa: «Ese humo que se interpone proviene de Dimov, la experiencia que le proporcionará Dimov será la que le haga ajustar su visión a lo próximo, ajustar la razón a su realidad personal. Esa experiencia transmitida será la que le haga entender y madurar, la que le haga comprender que debe implicarse, llevar a cabo su búsqueda del internacionalista. Dimov va a marcar los progresos de nuestro narrador día a día, se interesará por las conversaciones que éste lleva a cabo con otros dos amigos al dirigirse al llamado Cerro de las balas. Cuando el narrador nos dice que una vez en aquel alto comenta a sus compañeros el interés del extranjero por la situación general: se nota el silencio que hacen y cómo bajo el discurren las sospechas del carácter siniestro del enemigo, pues ¿quién podía venir a España en las circunstancias en que se vivía?. El sol que cae sobre ellos cuando van al Cerro de las balas lo describe el protagonista como si fuese un ojo molesto, un ojo que vigila cada uno de sus movimientos, el sol que cae sobre ellos es un sol de castigo, pesado, paralizante, que les deja sin fuerzas, sin capacidad para emprender ninguna tarea, que les pesa en la cabeza y en los hombros, tan solo no afecta al sentimiento carnal, al sexo, y produce otra respuesta orgánica, la sed, y no pueden paliar ninguna de las dos necesidades. Después se les oirá decir que ansían que se desate una tormenta, que llegando de lejos limpie y refresque la tierra y el aire. Los españoles esperaban entonces, Dimov está aquí en el año 43, que los aliados venciesen a Hitler, a Mussolini y acabaran con el régimen de Franco, su principal aliado, esa era la tormenta que debía venir de fuera a limpiar y refrescar. Serán esas necesidades del organismo, el sexo y la sed, las que les harán maldecir la manera en que el ambiente dominante les marcaba aquellos años juveniles -y Popov señala de nuevo al libro-: «…como se sella a las reses sometidas». Pero el sentimiento carnal, el sexo, un poco más allá, tomará un sesgo metafórico, el sexo en los burdeles dejará una señal hacia la España del momento, el vestido negro de la gitana, una vestimenta oscura, sucia y triste, será la superficie, el prostíbulo la imagen de España, donde se engaña a los jóvenes sin amor ninguno, jóvenes que, como ellos, alguna vez miraban a lo lejos desde un alto. Si en el Cerro de las balas las conversaciones se pierden en el deseo, las conversaciones que tienen el narrador y Dimov en ese tercer piso, donde se encuentra el laboratorio, persiguen un objetivo concreto que produce un sentimiento concreto». La hora se nos echaba encima, era de noche, y decidimos continuar al día siguiente.
Soluciones que no lo son.
Escuché el contestador telefónico, nadie había llamado, noté una cierta angustia en el estómago, no sabía que pensar aunque recordé la advertencia que me hicieron en la editorial: «quizás resulte más difícil de lo que usted piensa», y me detuve en la coincidencia con lo dicho por Dimov sobre la posibilidad de encontrar al médico brigadista: «será difícil, una ciudad tan grande». A la mañana siguiente muy a primera hora localicé a un miembro de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales. Me contó que sus primeros miembros salieron de los extranjeros visitantes y deportistas que asistían a la inauguración de las Olimpiadas Populares, también llamadas Las Espartaquiadas, en Barcelona, que se iban a celebrar en oposición a las Olimpiadas que Hitler iba a inaugurar en Berlín. El día de la inauguración fue el día del golpe fascista, y los voluntarios se sumaron a la resistencia. A mi pregunta de si tras la marcha de las Brigadas a finales de 1938 podía haberse quedado algún brigadista y después pasase a la clandestinidad me respondió: «Es posible, aunque no se puede comprobar, se habló de ello en los círculos de la clandestinidad; si era una historia inventada para alimentar la resistencia o si fue del todo cierto no se sabe». Habiéndole explicado el caso que estaba tratando de averiguar me dijo que conocía el cuento de Juan Eduardo Zúñiga: «…y desde luego ha cogido un caso ejemplar pues los médicos brigadistas búlgaros eran bien conocidos por su valor y su eficacia en el trabajo, ahora mismo recuerdo a Eva de Wiska, Oscar Telge,… Hay alguna fotografía donde se les ve contentos y todo. Los médicos brigadistas, en general, tuvieron una actitud encomiable, instalaban quirófanos en camiones, en cuevas como la de La Bisbal de Falset, en el mismo frente del Ebro, en pajares, en los lugares más próximos a la línea de batalla para salvar a todo el que se pudiese; le voy a leer lo que cuenta Lem Crome, un médico brigadista, -y saca un libro de una estantería -lo abre, busca entre sus páginas y lee- «Walter (1897-1947): A soldier in Spain», esto es una tradución de Paul Preston, Walter era el general polaco que se responsabilizaba de la División 35 -continúa-: «Cuando (Lem) le sugirió (a Walter) que podría no valer la pena gastar demasiado tiempo en casos perdidos, como las lesiones severas en la cabeza, Walter estalló: «¡Nunca me imaginé que ustedes fueran tan caníbales! Dígale a sus médicos de mi parte que si oigo tal cosa otra vez se enviará a todos sin excepción a las primeras líneas de combate, y sin fusiles. Usted será el primero en ir. Y cuando usted esté herido quizás se pregunte si su lesión es lo bastante leve para merecer tratamiento».
El descubrimiento de la actitud personal.
Por tercera día nos sentamos, esta vez a cenar, recordando dónde nos habíamos quedado. Popov parece tener fresco el recuerdo del cuento de Zúñiga, le cuento lo de los internacionales, escucha atentamente, comenta algo que no recojo en la grabadora, mientras, nos sirven el plato del día, yo le doy al botón de la grabadora y rápidamente se dispone a empezar: «Ahora es cuando nuestro narrador se descubre a si mismo en el territorio de las dudas, de las incertidumbres, y nos descubre una vida caracterizada por la indecisiones, por el dejar pasar las cosas, enfrente tenemos la vida del internacionalista, que ha sido decidido y ha optado por comprometerse con su tiempo. Nuestro protagonista, temeroso consulta a sus amigos sobre la posibilidad de encontrar al médico, y aquí el cuento da el primer cambio esencial. Emprenden la tarea que no tendrá vuelta atrás en sus vidas. Van con sus preguntas a compañeros del Ejército Popular de la República que han pasado por campos de concentración y cárceles, y comprueban las precauciones que toman estos, silencio, olvido, pues ocultan su pasado ante el posible colaboracionista del régimen dictatorial. El narrador, bajo un sentimiento de comprensión y peligro como consecuencia de sus indagaciones, describe a la ciudad de Madrid como -y Popov se inclina sobre el libro y lee-: «símbolo de la pasada guerra civil, que había sido defendida tenazmente, con el frente entre sus calles, una ciudad donde los tres habíamos nacido y que era espejo de nosotros mismos». La búsqueda del amigo de Dímov fracasa porque, como le cuenta a éste, con el cerco de los franquistas la ciudad «fue removida y desplazada», y cuando entraron en ella a sangre y fuego se produjo «la desbandada». La dificultad se presenta como insalvable, pero será Dimov el que haga la comparación que al narrador-protagonista va a resultar emblemática, comparación entre el país en el que uno ha nacido y la mujer amada, aunque tanto el uno como la otra no nos hayan entregado nunca lo que deseamos. Y el narrador hablará del Madrid destruido y pobre, y también de su amor idílico por aquella gitana. Dimov hablará del amor a una mujer que dejó en su ciudad, Sofía, que también ocupa un lugar especial en su recuerdo, y es que cuando habla de ella lo hace con detalle y lleno de emoción: ciudad trabajadora, que la lluvia hace brillar, limpia, con jardines y casas sencillas. Resalta el deseo del protagonista de que las nubes se abran sobre Madrid y el agua arrastre la suciedad que la cubre, el miedo, la falta de libertad, y desentierre su verdadera imagen.
Hemos cenado entre las explicaciones que el iba dando, al final se le queda prácticamente todo en el plato. Parece que es hora de cerrar. Mañana retomaremos El Cerro de las balas desde primera hora.
Una esperanza frustrada y los seres intemporales.

Al volver a casa he comprobado que el contestador no había recibido ninguna llamada, otro día más sin noticias de Juan Eduardo Zúñiga. Decido llamar a la señora Daliana Ivanova. Le cuento mi búsqueda frustrada del autor, y ella me señala que quizás la explicación se encuentre en la definición que hizo de él otro escritor llamado Antonio Ferrés: «extraño, tímido, misterioso». Continuo diciéndole que he estado hablando con un compatriota suyo sobre Las ilusiones: el Cerro de las balas, y se anima, me pregunta quién es, le doy los datos que tengo pero no conoce a nadie aquí con esas señas. Le parece interesante la exposición que su compatriota hace del cuento y con respecto a la última parte subraya el amor que Dimov sentía por su país y por su ciudad natal y cómo lo expresó en sus escritos mientras permaneció en España. «El doctor Dimov no dejó de pensar en la vuelta a su tierra. Juan Eduardo Zúñiga debió conocer este aspecto de la vida y los sentimientos de Dimov. Quizás el autor, dice, quiso hablar, a través de las figuras de Dimov y del médico brigadista, de esos seres intemporales que sostienen las ideas mejores de los hombres, y se les conoce por lo que han hecho, y en la gente de bien causan el mayor de los respetos porque sienten como propias sus ideas. Yo quedo pensativo tras explicaciones así. Le doy las gracias por su atención y me despido.

Fotografía extraída de «Novedad en el frente», de Remi Skoutelsky. Ed.Temas de Hoy.
Un último impulso resuelve una incógnita y plantea otra.
«¿Cómo continuar?, me dijo Popov a la mañana siguiente con un sol nuevo, que dejaba respirar. A estas alturas ya es bien sabido que el narrador-protagonista se empeña en la búsqueda del médico; acude a la taberna para preguntar al dueño, que es amigo suyo y fue compañero de armas, por algún otro que pueda saber del médico brigadista, con la esperanza oculta de encontrar allí a la gitana. El camino lo hace pensado en ella, pobre, y sucia, pero orgullosa; la España de la posguerra, sojuzgada pero que guarda su dignidad. El entrelazamiento en el relato de los deseos de búsqueda, expresado por Dímov y sus reflexiones íntimas, con la acción que lleva a cabo nuestro narrador para encontrar al brigadista y su atención hacia aquella mujer, permite avanzar un nuevo deseo: si Dimov le informa de lo necesario que es facilitar al brigadista la salida del país, él piensa que también ellos tres, los amigos, se podrían marchar para vivir en un mundo mejor: vuelven a plantearse las dos direcciones contrapuestas del relato: la realidad y lo quimérico. Y la imagen de una mujer soñada, metáfora de la patria ira con el narrador, al que le acompañan sus dos amigos, en su búsqueda por los arrabales de Madrid. Andando por ellos -lee Popov en el libro-: «gruñíamos contra nuestro mundo que era un camino entre vigilancias y acusaciones de pecados de heregía, de desobediencia, del que se debía escapar a todo trance…, era la forma de negarnos a todo lo que caracterizaba entonces a nuestra patria», y se dijeron -vuelve a leer Popov-: «que gran enemigo tendría dentro España para que miles de hombres hubieran huido de ella y nosotros soñáramos con otros países». Pero de nuevo una contradicción se les pondrá delante, ¿qué hacer fuera sin oficio ni beneficio?. Si la guerra había impedido la formación personal para la vida civil y ensombrecía la posibilidad de realizar su deseo, por otro lado se presentaba la necesidad de superar el abandono y combatir hasta alcanzar el objetivo -Popov vuelca sus ojos sobre el libro y pronuncia a modo de sentencia- : «…la felicidad debe buscarse afanosamente, corriendo riesgos, porque nadie vendrá a regalárnosla.» Los dos elementos que alimentan la narración llaman al lector para que interprete: Las ilusiones: el Cerro de las balas. Y estando en el Cerro de las balas una vez más comentarán lo indeterminado de su proyecto de huida, las incógnitas que plantea, y cómo la solución de éstas las quieren confiar a «alguien» poderoso que les rescate. Van llegando hasta ellos «ruidos del pueblo de Vallecas,…, llamadas que el destino nos dirigía y no entendíamos»; y otra vez la rutina, la espera inútil y el recuerdo del pasado frustrado les hará ver lo absurdo de sus esperanzas. A continuación, emprenderán nuevamente la búsqueda del médico brigadista con mejor suerte, aciertan con una enfermera que le conoce. Es entonces cuando toma el camino del final la narración. Se abre un campo de dificultades que, a punto de consumirse el tiempo de que disponía el doctor Dimov, se nos sugiere que el compromiso siempre está más allá de uno o de otro. El final de ese tiempo es el límite para la acción emprendida, pero también el final de ese tiempo es exigencia de revisión, pues se pone delante la falta esencial que ha pesado sobre sus vidas, por lo que han resultado en buena parte, inútiles. Tras la consiguiente experiencia se propone el cambio en ellos. Entonces el narrador-protagonista desde el alto ventanal verá partir los trenes, los verá salir de entre el nudo de las vías y alejarse, toda una imagen simbólica de su nueva manera de percibir la realidad. Aquel objetivo de búsqueda que parecía resolverse en un fracaso, deposita en ellos una enseñanza: todo depende de uno mismo sin esperar nada de fuera. Con la marcha de Dimov se precipitarán los acontecimientos: habían empezado a dar sus primeros pasos y ahora ven el vacío que hay en el país en el que deben vivir. De los tres amigos solo el narrador no se deja arrastrar por la rutina, y asume el paralelismo entre la gitana, sucia, mal vestida, pero sugestiva, y su amor por ella, con la tierra en la que ha crecido, que otros han hecho dura, cortante, engañosa y vacía de amor como un prostíbulo, pero de la que no puede desprenderse. El relato se cierra al volver a esa imagen de la gitana, imagen por la que había empezado, pero el punto de encuentro del principio y del final ya es bien distinto. Vuelve a la taberna dispuesto a hacer cualquier cosa para que la gitana y los suyos le acepten, mientras atisba la ilusión de encontrar refugio en el amor al país sea como sea. Una vez en la taberna comprobará que la vida es más elemental de lo que había pensado, que sus últimas ideas, aún estaban alejadas de la realidad, que ninguno de esos dos elementos le tienen en consideración, que sus esperanzas solas no significan nada, que, como le dijo a uno de sus amigos -lee Popov-: «la felicidad debe buscarse afanosamente, corriendo riesgos, porque nadie vendrá a regalárnosla y tendremos que ir a ella a arrancarle unas migajas de alegría, de seguridad, de satisfacción.»
Tras esta lectura yo también he quedado impregnado de ese espíritu de realidad y de exigencia personal para adentrarse en ella. El cuento me ha movido de mi sitio y llego con inquietud a mi casa. Al entrar es mediodía y el sol se encuentra en su cenit, me da vueltas la idea de que durante varias jornadas he estado esperando una llamada de Juan Eduardo Zúñiga, como esperaban los personajes de El Cerro de las balas, y en su búsqueda he sabido algo de él, como de Dimov, y no le he encontrado, como ellos tampoco han encontrado al brigadista; solo cuando ya no hay tiempo, cuando Dimov se va, el narrador recibe noticias indirectas de ese hombre disuelto entre la multitud, de la misma forma recibo una llamada de alguien en el contestador diciendo que comprende mi interés, pero lamenta que hayan pasado los días sin poderme decir nada, y no sabe cuando podrá hablar con don Juan Eduardo Zúñiga.